sábado, 21 de mayo de 2011

IV DOMINGO DE PASCUA: Homilía de la Congregación del Clero




IV DOMINGO DE PASCUA
AÑO A



Después de los grandes Evangelios de la Resurrección, con una visión superficial, prodría parecer extraño el hecho que la Iglesia hoy nos proponga un pasaje del Evangelio de San Juan que descríbe a Jesús mientras le habla a sus Discípulos, antes de los eventos pascuales.
En realidad, la perspectiva a travéz de la cual se desenvuelven los textos ahora escuchados, es totalmente empapado de la profundidad del Resucitado que es presentado no solo como el “Buan Pastor” (cfr. Canto al Evangelio), sino, sobre todo como la “puerta”: «yo soy la puerta de las ovejas» a travéz de la cual cada uno de nosotros «será salvado» (Jn. 10,7,9).
En este sentido, se puede idealmente reconocer, en la perícopa Evangelica, un tipo de respuesta a la pregunta que «toda la casa de Israel» hace a los Apóstoles, después de que ellos habían predicado del Señor crusificado: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?». (Hc.2,37). A retrospectiva, esta es precisamente una de aquellas preguntas que cada hombre, tarde o temprano, se hace en el transcurso de la propia vida; detras del grito del hombre que reconoce la propia miseria, se esconde, de hecho, el deseo de alcanzar la felicidad. La pregunta referida por los habitantes de Jerusalén, por lo tanto, resuena todavía en el mundo contemporaneo de este modo: ¿cómo puedo ser feliz?.
Y la respuesta del Señor, a travéz de la alternativa entre “guardián” o “ladrón”, no deja espacio a alguna confución; para poder ser felices, para poder “encontrar pasto”, para no tener temor de la voz desconocida, la única posibilidad consiste “en entrar a travéz de ÉL” (cfr. Jn. 10,9). Lo que el discípulo debe hacer, por lo tanto, es simplemente atravesar su Cuerpo, que es la Iglesia, para que como nos dice San Pedro en su primera carta, «muertos al pecado, vivamos para la justicia» (1 Pro. 2,24).
Esta puerta, por otra parte, no es como alternativa a nuestra libertad, si más bien la aumenta; primero porque Èl nos dice que «el que entra por mí se salvará», pero además, porque por esta puerta cada uno de nosotros «podrá entrar y salir» (Jn. 10,9); Y saliendo, encontrará su mirada amorosa lista para estar siempre “de frente” a nosotros (cfr. Jn. 10,4).
A este punto, se hace más clara la estrecha relacón entre el Evangelio del día y el periodo pascuale en el cual estamos viviendo; El Resucitado, de hecho, es el modelo del único y verdadero buen pastor, Aquel que conoce a todos por nombre, osea, en la más profunda intimidad y el único del cual podemos escuchar su voz, el sonido tan familiar que nos hace vivrar el corazón. Él, habíendo clavado nuestros decado en el madero de la Cruz (cfr. 1 Pro. 2,24), tiene un solo deseo: “conducirnos a las aguas tranquilas”, “dar conforto al alma”, “llevarnos a vivir con Él” (cfr. Sal. 23,2-6); pero sobre todo, hacer, que a travéz de la fascinación de la “santa envidia” que sienten aquellos que se encuentran “fuera del rebaño”, se agreguen también hoy, siempre más personas al numero de aquellos que, a pesar de no vivir todavía en el grande jardín del Paraiso, pero han entrado ya en su Cuerpo, osea, en los pastos de su Iglesia.

V DOMINGO DE PASCUA -homilía de la Congregación del Clero-



V DOMINGO DE PASCUA
AÑO A



En este quinto domingo del tiempo pascual, la Iglesia nos propone, igual que la semana pasada, un texto del Evangelista Juan, en el cual el Señor Jesús revela a los discípulos algunas verdades profundas sobre su propia identidad.
Pero, el motor que hace que el discurso se desarrolle entre los interlocutores protagonistas del Evangelio del día, ya no es sólo un génerico deseo de felicidad, sino, el mismo corazón de las expectativas más profundas propias de cada hombre: el deseo de poder ver a Dios, cara a cara; «Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre» (cfr. Jn. 14,8).
El comportamiento de aquellos que hablan con Jesús, podría convertirse para nosotros en motivo de escandalo: de hecho, la acentuación de Felipe – “eso nos basta” – como también las palabras a travéz de las cuales Tomás afirma el no saber cual sea el camino para llegar al lugar al cual el Señor va (cfr. Jn 14,5), nos proponen una mala imagen de los dos Apóstoles, tanto, que nos hace tomar instintivamente una cierta distancia de ellos. En verdad, ¿cuántas veces en el pasar de los días, dejamos que el letargo de nuestra fe nos lleve a una pesadez del espíritu, por lo que los ojos de nuestra mente se hacen ciegos de frente a las “obras” que el Señor cumple en la vida de cada uno? Es así que dejamos caer también la extrema invitación de Jesús: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos,creedlo por las obras» (Jn. 14,11).
Es una verdad innegable: nosotros, a menudo decimos de seguir al Señor, y lo decimos en verdad; pero tal seguimiento podría ser sólo a nivel intelectual. Esto es debido al hecho que no dejamos sedimentar en nosotros su Palabra, no la dejamos germinar a travéz de la oración (cfr.Hc.6,4), pero sobre todo no nos hacémos disponibles, a fin que, regenerados por los sacramentos, Cristo se haga presente a travéz de nuestra humanidad «para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios» (1Pr. 2,5).
El Señor Resucitado, venciendo la muerte, nos ofreció un ejemplo y nos abrió las puertas del paraíso, mostrandonos así, no sólo de ser el camino que conduce al Padre, sino también la verdad y la vida: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn. 14,9).
Pidamosle por lo tanto al Padre que nos done siempre su Espíritu, para que sea más claro en nosotros, que sólo a travéz de Cristo es posible conocer el diseño bueno que la providencia pensó para nuestra vida, con el fin de fundar nuestra esperanza y nuestras acciónes sólo en Él. De este modo se hará más facil darnos cuenta que el Señor está siempre junto a nosotros, de hecho, podremos ser instrumentos eficáces para que Él, se manifieste al mundo entero.
Es una tarea que nace del preferir a Dios: para los primeros discípulos, como hemos leído en la segunda lectura, era claro el hecho de haber sido preferidos: «Vosotros sois linage elegido, sacerdocio real, nación santa» (cfr. 1Pr. 2,9); nosotros debemos apropiarnos de esta consciencia, para que experimentando la vida nueva en Cristo, podamos cantar con el salmista: «¡Aclamad con júbilo justos, a Yahvé, que la alabanza es propia de hombres rectos!» (Sal. 33,1).

domingo, 8 de mayo de 2011

III DOMINGO DE PASCUA: Congregación para el Clero



Act 2, 14.22-33 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9avypgb.htm
1P 1,17-21 :
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a10tla.htm
Lc 24,13-35 :
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9auha5x.htm


El primer día de la semana, después de la gran fiesta de los Judíos, Jerusalén intenta regresar a asumir el aspecto de siempre, mientras los comerciantes cuentan las muchas ganancias, los sacerdotes del Templo se pueden sentir más que satisfechos – porque han logrado condenar a muerte al “Galileo” – y para los discípulos, pero en general, para aquellos que eran “forasteros”, se trata de regresar a la propia casa, a la propia vida.

Cerrado el telón y apagadas las luces, no tanto sobre las solemnes celebraciones de Jerusalén, sino en cuanto a aquel hombre que todos esperaban «que sería Él el que iba a librar a Isarael» (Lc. 24,21), los dos discípulos de Emaús, se encuentran a lo largo del vieje, hablando con “Jesús en persona”: «Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran» (Lc. 24,16).
Pero, ¿por qué el Señor no ha dicho quien era Él en realidad? De hecho, en el diálogo que la liturgia nos propone hoy, casi parece que Jesús haga todo lo posible por no revelar su propia identidad, primero haciendo parecer que no sabe nada de lo que Cleofás y su compañero estaban hablando, después, explicándoles «todo lo que se refería a él en las Escrituras» (Lc. 24,27), pero sin hacer referencia directa a la propia persona.
Por último «hizo ademán de seguir adelante» (Lc. 24,28); Jesús no quiere jugar con sus discípulos, sino que esta tratando de educar su –y nuestro– corazón, a fin de que no sea “lento”. El corazón, de hecho, cuando nos encontramos de frente a su Presencia, es veloz, “arde” por escuchar su palabra conociendo el hecho de que «no con bienes corruptibles» hemos sido rescatados «sino con la sangre preciosa de Cristo». Él que es Cordero «sin mancha y sin defecto» (cfr. 1Pt. 1,19).

Cuanta delicadeza usa con nosotros el Resucitado. No nos obliga a “creer”, sino que nos ofrece los instrumentos para que podamos llegar a juzgar, en base a la medida infalible de nuestro corazón. Como lo expresa de manera extraordinaria san Agustín al inicio de las Confesiones: «Mi corazón estará inquieto, hasta que no repose en Ti».

Pero hay, todavía, otro particular que llama nuestra atención y suscita muchas preguntas: ¿porqué a un cierto punto, mientras los discípulos se encuentran a la mesa con Jesús, los ojos se les abren y lo reconocen? Es innegable el contexto Eucarístico: los discípulos están a la mesa; está el Señor con ellos; se toma el pan; se dice la oración de bendición; se parte el pan. Es con este último gesto que los compañeros de Jesús lo reconocen: no solo por la acción en sí, sino más bien por que Cleofás y su amigo pudieron poner los ojos en aquellas manos, perforadas por los clavos de la pasión, que hasta aquél momento deviéron haber permanecido cubiertas por el amplio vestido que usaban durante los largos trayectos.
Es ese el momento en el cual reconocen de estar a la presencia del Crucificado, pero, Él “desaparece de su vista” – con su cuerpo glorificado – (cfr. 24,31), mientras que los ojos de los discipulos permanecen fijos en aquel pan partido que es dejado caer “sobre el altar”. ¿No es esta, la misma experiencia que cada uno de nosotros puede hacer en cada celebración Eucarística?
Y así, «en ese mismo momento se pusieron en camino» (Lc. 24,33); llegar a comprender que la muerte no es la última palabra en la vida de cada uno de nosotros, porque no es posible que esta nos “tenga en su poder” (cfr. Hc A. 2,24), es el inicio de una esperanza grande, que hace nuestra alegría incontenible; y en cuanto al camino hacia Jerusalén –el camino de cada uno de nosotros– que parecía, muchas veces largo y cansado, ahora, parecía a sus ojos como la condición privilegiada para poder decir a todo el mundo «Verdaderamente el Señor ha resucitado» (cfr. Lc. 24,34).

domingo, 1 de mayo de 2011

II domingo de Pascua y de la Divina Misericordia

Act 2, 42-47 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ca3s3b.htm
1P 1,3-9 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9aevrpa.htm
Jo 20,19-31 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a3nmct.htm

El santo Evangelio que la liturgia nos propone en este segundo domingo de Pascua es ciertamente uno de los textos más conocidos, discutídos y apresiádos: el encuentro de Jesús Resucitado con el apóstol Tomás. Los planos de lectura puestos a la luz por los Padres de la Iglesia son múltiples: también la inspiracion artística se ha simentado en el ponerlos plasticamente de frente a nuestros ojos, para darnos una idea más clara de lo que sucedió “ocho días después”, la priméra aparición del Resusitado a los discípulos congregados en el Cenáculo.
Pero más que todo, tiene una fasinación misteriósa la frase que Jesús dirige a Tomás, después de que este lo reconoce como “Señor y Dios” y que debémos referir no tanto a los discípulos – los cuales han visto– si no más bien a aquellos que se les agregaron después, y por lo tanto a nosotoros: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!». (Jn. 20,29)
La atención, que etas palabras provocan, aprarece todavía más paradójico si se piensa que, al autor de este texto, el Señor habia sugerído aquello que puede ser justamente considerado como el metodo cristiano: «Venid y lo veréis» (Jn. 1,39). ¿Como se pueden por lo tanto conciliar estas dos frases de Jesús que estan idealmente enmarcando todo el cuarto evangelio? ¿Tal véz el Señor ha decidido al final, de cambiar el proprio metodo? ¿y que cosa signífica “no ver”?.
La referencia temporal de los “ocho dias después”, y por lo tanto al domingo suscesivo a la resurrección, nos permite enlazar nuetra reflexión a uno de los himnos eucarísticos mas significatívos, compuesto por otro Tomas, de Aquino. En el Adoro Te devote, en referencia a la Eucaristia, leémos de hécho: «Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; Pero basta el oído para creer con firmeza». La combinación de estas palabras al Evangelio del día, se puede justamente afirmar que a nosotros no ha sido excluida la experiencia del “ver”, pero, a diferencia del Apóstol Tomás, que ha podído meter los propios dedos en las llagas de las manos y en el costado de Cristo, de lo que hoy nosotros hacemos experiencia, lo podemos comprender solo a la luz de la fe, custodiada y trasmitida por la Iglesia, nuestra Madre y Maestra.
Lo que nosotros “no vemos” es por lo tanto el Cuerpo gloriodo del Resucitado; pero hoy nos ha dado la posibilidad de “escuchar” la Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia y entonces de “ver” el cuerpo real de Cristo que es la Eucaristia, de “ver” su Cuerpo mistico que es la misma Iglesia, de “ver” la vida de tantos hermanos – más allá de la nuestra– que después de haber encontrado al Señor de modo misterioso, pero real, han renacido en su espíritiu.
Por esto nosotros, como Tomás, somos llamados por Cristo a llenar con nuestras manos las llagas dejadas por los instrumentos de la pasión en su cuerpo, para poder ser testigos y anunciadores de la resurrección, junto a al anuncio verbal con nuestra misma vida. Nuestros sentídos podrían engañarnos, pero nosotros sabemos de haber encontrado el Resucitado y de haberlo reconocído.
La esperanza cierta que Pedro nos dice – aquel mísmo que en la noche en la cual el Señor fue traicionado, lo renego tres veces por miedo a morir– se convierte asi plenamente conprensible: «Esultáis de alegria inefable y gloriosa » (cfr. 1Pr. 1,8), porque bienaventurados son aquellos que «no han visto» al Señor Resucitado, pero viéndo la alegria de sus discípulos «han creido» en Él.