sábado, 21 de mayo de 2011

V DOMINGO DE PASCUA -homilía de la Congregación del Clero-



V DOMINGO DE PASCUA
AÑO A



En este quinto domingo del tiempo pascual, la Iglesia nos propone, igual que la semana pasada, un texto del Evangelista Juan, en el cual el Señor Jesús revela a los discípulos algunas verdades profundas sobre su propia identidad.
Pero, el motor que hace que el discurso se desarrolle entre los interlocutores protagonistas del Evangelio del día, ya no es sólo un génerico deseo de felicidad, sino, el mismo corazón de las expectativas más profundas propias de cada hombre: el deseo de poder ver a Dios, cara a cara; «Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre» (cfr. Jn. 14,8).
El comportamiento de aquellos que hablan con Jesús, podría convertirse para nosotros en motivo de escandalo: de hecho, la acentuación de Felipe – “eso nos basta” – como también las palabras a travéz de las cuales Tomás afirma el no saber cual sea el camino para llegar al lugar al cual el Señor va (cfr. Jn 14,5), nos proponen una mala imagen de los dos Apóstoles, tanto, que nos hace tomar instintivamente una cierta distancia de ellos. En verdad, ¿cuántas veces en el pasar de los días, dejamos que el letargo de nuestra fe nos lleve a una pesadez del espíritu, por lo que los ojos de nuestra mente se hacen ciegos de frente a las “obras” que el Señor cumple en la vida de cada uno? Es así que dejamos caer también la extrema invitación de Jesús: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos,creedlo por las obras» (Jn. 14,11).
Es una verdad innegable: nosotros, a menudo decimos de seguir al Señor, y lo decimos en verdad; pero tal seguimiento podría ser sólo a nivel intelectual. Esto es debido al hecho que no dejamos sedimentar en nosotros su Palabra, no la dejamos germinar a travéz de la oración (cfr.Hc.6,4), pero sobre todo no nos hacémos disponibles, a fin que, regenerados por los sacramentos, Cristo se haga presente a travéz de nuestra humanidad «para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios» (1Pr. 2,5).
El Señor Resucitado, venciendo la muerte, nos ofreció un ejemplo y nos abrió las puertas del paraíso, mostrandonos así, no sólo de ser el camino que conduce al Padre, sino también la verdad y la vida: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn. 14,9).
Pidamosle por lo tanto al Padre que nos done siempre su Espíritu, para que sea más claro en nosotros, que sólo a travéz de Cristo es posible conocer el diseño bueno que la providencia pensó para nuestra vida, con el fin de fundar nuestra esperanza y nuestras acciónes sólo en Él. De este modo se hará más facil darnos cuenta que el Señor está siempre junto a nosotros, de hecho, podremos ser instrumentos eficáces para que Él, se manifieste al mundo entero.
Es una tarea que nace del preferir a Dios: para los primeros discípulos, como hemos leído en la segunda lectura, era claro el hecho de haber sido preferidos: «Vosotros sois linage elegido, sacerdocio real, nación santa» (cfr. 1Pr. 2,9); nosotros debemos apropiarnos de esta consciencia, para que experimentando la vida nueva en Cristo, podamos cantar con el salmista: «¡Aclamad con júbilo justos, a Yahvé, que la alabanza es propia de hombres rectos!» (Sal. 33,1).