Act 2, 14.22-33 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9avypgb.htm
1P 1,17-21 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a10tla.htm
Lc 24,13-35 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9auha5x.htm
El primer día de la semana, después de la gran fiesta de los Judíos, Jerusalén intenta regresar a asumir el aspecto de siempre, mientras los comerciantes cuentan las muchas ganancias, los sacerdotes del Templo se pueden sentir más que satisfechos – porque han logrado condenar a muerte al “Galileo” – y para los discípulos, pero en general, para aquellos que eran “forasteros”, se trata de regresar a la propia casa, a la propia vida.
Cerrado el telón y apagadas las luces, no tanto sobre las solemnes celebraciones de Jerusalén, sino en cuanto a aquel hombre que todos esperaban «que sería Él el que iba a librar a Isarael» (Lc. 24,21), los dos discípulos de Emaús, se encuentran a lo largo del vieje, hablando con “Jesús en persona”: «Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran» (Lc. 24,16).
Pero, ¿por qué el Señor no ha dicho quien era Él en realidad? De hecho, en el diálogo que la liturgia nos propone hoy, casi parece que Jesús haga todo lo posible por no revelar su propia identidad, primero haciendo parecer que no sabe nada de lo que Cleofás y su compañero estaban hablando, después, explicándoles «todo lo que se refería a él en las Escrituras» (Lc. 24,27), pero sin hacer referencia directa a la propia persona.
Por último «hizo ademán de seguir adelante» (Lc. 24,28); Jesús no quiere jugar con sus discípulos, sino que esta tratando de educar su –y nuestro– corazón, a fin de que no sea “lento”. El corazón, de hecho, cuando nos encontramos de frente a su Presencia, es veloz, “arde” por escuchar su palabra conociendo el hecho de que «no con bienes corruptibles» hemos sido rescatados «sino con la sangre preciosa de Cristo». Él que es Cordero «sin mancha y sin defecto» (cfr. 1Pt. 1,19).
1P 1,17-21 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a10tla.htm
Lc 24,13-35 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9auha5x.htm
El primer día de la semana, después de la gran fiesta de los Judíos, Jerusalén intenta regresar a asumir el aspecto de siempre, mientras los comerciantes cuentan las muchas ganancias, los sacerdotes del Templo se pueden sentir más que satisfechos – porque han logrado condenar a muerte al “Galileo” – y para los discípulos, pero en general, para aquellos que eran “forasteros”, se trata de regresar a la propia casa, a la propia vida.
Cerrado el telón y apagadas las luces, no tanto sobre las solemnes celebraciones de Jerusalén, sino en cuanto a aquel hombre que todos esperaban «que sería Él el que iba a librar a Isarael» (Lc. 24,21), los dos discípulos de Emaús, se encuentran a lo largo del vieje, hablando con “Jesús en persona”: «Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran» (Lc. 24,16).
Pero, ¿por qué el Señor no ha dicho quien era Él en realidad? De hecho, en el diálogo que la liturgia nos propone hoy, casi parece que Jesús haga todo lo posible por no revelar su propia identidad, primero haciendo parecer que no sabe nada de lo que Cleofás y su compañero estaban hablando, después, explicándoles «todo lo que se refería a él en las Escrituras» (Lc. 24,27), pero sin hacer referencia directa a la propia persona.
Por último «hizo ademán de seguir adelante» (Lc. 24,28); Jesús no quiere jugar con sus discípulos, sino que esta tratando de educar su –y nuestro– corazón, a fin de que no sea “lento”. El corazón, de hecho, cuando nos encontramos de frente a su Presencia, es veloz, “arde” por escuchar su palabra conociendo el hecho de que «no con bienes corruptibles» hemos sido rescatados «sino con la sangre preciosa de Cristo». Él que es Cordero «sin mancha y sin defecto» (cfr. 1Pt. 1,19).
Cuanta delicadeza usa con nosotros el Resucitado. No nos obliga a “creer”, sino que nos ofrece los instrumentos para que podamos llegar a juzgar, en base a la medida infalible de nuestro corazón. Como lo expresa de manera extraordinaria san Agustín al inicio de las Confesiones: «Mi corazón estará inquieto, hasta que no repose en Ti».
Pero hay, todavía, otro particular que llama nuestra atención y suscita muchas preguntas: ¿porqué a un cierto punto, mientras los discípulos se encuentran a la mesa con Jesús, los ojos se les abren y lo reconocen? Es innegable el contexto Eucarístico: los discípulos están a la mesa; está el Señor con ellos; se toma el pan; se dice la oración de bendición; se parte el pan. Es con este último gesto que los compañeros de Jesús lo reconocen: no solo por la acción en sí, sino más bien por que Cleofás y su amigo pudieron poner los ojos en aquellas manos, perforadas por los clavos de la pasión, que hasta aquél momento deviéron haber permanecido cubiertas por el amplio vestido que usaban durante los largos trayectos.
Es ese el momento en el cual reconocen de estar a la presencia del Crucificado, pero, Él “desaparece de su vista” – con su cuerpo glorificado – (cfr. 24,31), mientras que los ojos de los discipulos permanecen fijos en aquel pan partido que es dejado caer “sobre el altar”. ¿No es esta, la misma experiencia que cada uno de nosotros puede hacer en cada celebración Eucarística?
Y así, «en ese mismo momento se pusieron en camino» (Lc. 24,33); llegar a comprender que la muerte no es la última palabra en la vida de cada uno de nosotros, porque no es posible que esta nos “tenga en su poder” (cfr. Hc A. 2,24), es el inicio de una esperanza grande, que hace nuestra alegría incontenible; y en cuanto al camino hacia Jerusalén –el camino de cada uno de nosotros– que parecía, muchas veces largo y cansado, ahora, parecía a sus ojos como la condición privilegiada para poder decir a todo el mundo «Verdaderamente el Señor ha resucitado» (cfr. Lc. 24,34).
Pero hay, todavía, otro particular que llama nuestra atención y suscita muchas preguntas: ¿porqué a un cierto punto, mientras los discípulos se encuentran a la mesa con Jesús, los ojos se les abren y lo reconocen? Es innegable el contexto Eucarístico: los discípulos están a la mesa; está el Señor con ellos; se toma el pan; se dice la oración de bendición; se parte el pan. Es con este último gesto que los compañeros de Jesús lo reconocen: no solo por la acción en sí, sino más bien por que Cleofás y su amigo pudieron poner los ojos en aquellas manos, perforadas por los clavos de la pasión, que hasta aquél momento deviéron haber permanecido cubiertas por el amplio vestido que usaban durante los largos trayectos.
Es ese el momento en el cual reconocen de estar a la presencia del Crucificado, pero, Él “desaparece de su vista” – con su cuerpo glorificado – (cfr. 24,31), mientras que los ojos de los discipulos permanecen fijos en aquel pan partido que es dejado caer “sobre el altar”. ¿No es esta, la misma experiencia que cada uno de nosotros puede hacer en cada celebración Eucarística?
Y así, «en ese mismo momento se pusieron en camino» (Lc. 24,33); llegar a comprender que la muerte no es la última palabra en la vida de cada uno de nosotros, porque no es posible que esta nos “tenga en su poder” (cfr. Hc A. 2,24), es el inicio de una esperanza grande, que hace nuestra alegría incontenible; y en cuanto al camino hacia Jerusalén –el camino de cada uno de nosotros– que parecía, muchas veces largo y cansado, ahora, parecía a sus ojos como la condición privilegiada para poder decir a todo el mundo «Verdaderamente el Señor ha resucitado» (cfr. Lc. 24,34).