Discurso del Papa Francisco en la 69ª Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana
sobre “la renovación del clero”
Tomado de Almudi.org
Queridos hermanos, me alegra especialmente abrir con vosotros esta Asamblea debido el tema que habéis elegido como hilo conductor de los trabajos −La renovación del clero−, con la voluntad de apoyar la formación a lo largo de las diversas estaciones de la vida.
La Pentecostés recién celebrada pone vuestra meta en su justa luz. Porque el Espíritu Santo es el protagonista de la historia de la Iglesia: es el Espíritu quien vive en plenitud en la persona de Jesús y nos introduce en el misterio del Dios vivo; es el Espíritu quien animó la respuesta generosa de la Virgen Madre y de los Santos; es el Espíritu el que actúa en los creyentes y en los hombres de paz, y suscita la generosa disponibilidad y la alegría evangelizadora de tantos sacerdotes. Sin el Espíritu Santo −lo sabemos− no existe posibilidad de vida buena ni de reforma. Recemos y empeñémonos en proteger su fuerza, para que «el mundo de nuestro tiempo pueda recibir la Buena Nueva […] de ministros del Evangelio, cuya vida irradia fervor» (Pablo VI, Ex. ap. Evangelii nuntiandi, 80).
Esta tarde no quiero ofreceros una reflexión sistemática de la figura del sacerdote. Más bien, intentemos darle la vuelta a la perspectiva y ponernos a la escucha, en contemplación. Acerquémonos, casi de puntillas, a alguno de tantos párrocos que gastan su vida en nuestras comunidades; dejemos que el rostro de uno de ellos pase ante los ojos de nuestro corazón y preguntémonos con sencillez: ¿qué es lo que hace sabrosa su vida? ¿Por quién y por qué se esfuerzan en su servicio? ¿Cuál es la razón última de su entrega?
Espero que estas preguntas puedan asentarse dentro de vosotros en el silencio, en la oración tranquilla, en el diálogo franco y fraterno: las respuestas que afloren os ayudarán a encontrar también las propuestas formativas en las que invertir con valentía.
1. Así pues, ¿qué es lo que da sabor a la vita de “nuestro” presbítero? El contexto cultural es muy distinto del que movió sus primeros pasos en el ministerio. También en Italia muchas tradiciones, costumbres y visiones de la vida se han visto afectadas por un profundo cambio de época.
Nosotros, que a menudo nos dedicamos a deplorar este tiempo con tono amargo y acusatorio, debemos advertir también su dureza: en nuestro ministerio, ¡cuántas personas encontramos que están agobiadas por la falta de referencias a las que mirar! ¡Cuántas relaciones heridas! En un mundo donde cada uno se considera la medida de todo, ya no hay sitio para el hermano.
Con ese trasfondo, la vida de nuestro presbítero es elocuente, porque es distinta, alternativa. Como Moisés, es alguien que se acercó al fuego y dejó que las llamas quemasen sus ambiciones de carrera y poder. También quemó la tentación de interpretar a un “beato”, que se refugia en un intimismo religioso que de espiritual tiene bien poco.
Está descalzo, nuestro cura, en una tierra que se obstina en creer y considerar santa. No se escandaliza por las fragilidades que sacuden el ánimo humano: consciente de ser él mismo un paralítico curado, está lejos de la frialdad del rigorista, así como de la superficialidad de quien quiere mostrarse condescendiente a toda costa. Del otro acepta, en cambio, hacerse cargo, sintiéndose partícipe y responsable de su destino.
Con el óleo de la esperanza y del consuelo, se hace próximo a cada uno, atento a compartir el abandono y el sufrimiento. Habiendo aceptado no disponer de sí, no tiene una agenda que defender, sino que entrega cada mañana al Señor su tiempo para dejarse encontrar por la gente y hacerse encuentro. Así, nuestro sacerdote no es un burócrata o un funcionario anónimo de la institución; no está consagrado para un papel de empleado, ni se mueve por criterios de eficiencia.
Sabe que el Amor es todo. No busca seguros terrenos o títulos honoríficos, que llevan a confiar en el hombre; para su ministerio no pide nada que vaya más allá de lo necesario, ni se preocupa de que se le apeguen las personas que le son confiadas. Su estilo de vida sencillo y esencial, siempre disponible, lo presenta creíble a los ojos de la gente y le acerca a los humildes, en una caridad pastoral que hace libres y solidarios. Siervo de la vida, camina con el corazón y al paso de los pobres; se hace rico por su asistencia. Es un hombre de paz y de reconciliación, un signo y un instrumento de la ternura de Dios, atento a difundir el bien con la misma pasión con la que los demás se preocupan de sus intereses.
El secreto de nuestro presbítero −¡vosotros lo sabéis bien!− está en aquel roble ardiente que marca a fuego su existencia, la conquista y la conforma a la de Jesucristo, verdad definitiva de su vida. Es el trato con Él quien le protege, haciéndolo extraño a la mundanidad espiritual que corrompe, así como a todo compromiso y mezquindad. Es la amistad con su Señor quien le lleva a abrazar las realidades diarias con la confianza de quien cree que la imposibilidad del hombre no es tal para Dios.
2. Se hace pues más inmediato afrontar también las otras preguntas de las que hemos partido. ¿Por quién se esfuerza el servicio nuestro presbítero? La pregunta, quizá, hay que precisarla. De hecho, mucho antes de interrogarnos por los destinatarios de su servicio, debemos reconocer que el presbítero es tal en la medida en que se siente partícipe de la Iglesia, de una comunidad concreta con la que comparte camino. El pueblo fiel de Dios sigue siendo el seno del que salió, la familia en la que está implicado, la casa a la que es enviado. Esta común pertenencia, que surge del Bautismo, es el respiro que libera de una autoreferencialidad que aísla y aprisiona: «Cuando tu barca comience a echar raíces en la inmovilidad del muelle −recordaba Dom Hélder Câmara− ¡boga mar adentro!». ¡Sal! Y, ante todo, no porque tienes una misión que cumplir, sino porque estructuralmente eres un misionero: en el encuentro con Jesús has experimentado la plenitud de vida y, por eso, deseas de todo corazón que otros se reconozcan en Él y puedan proteger su amistad, nutrirse de su palabra y celebrarlo en la comunidad.
El que vive para el Evangelio, entra así en un compartir virtuoso: el pastor se convierte y confirma por la fe sencilla del pueblo santo de Dios, con el que actúa y en cuyo corazón vive. Esta pertenencia es la sal de la vida del presbítero; hace que su rasgo distintivo sea la comunión, vivida con los laicos de los que saben valorar la participación de cada uno. En este tiempo pobre de amistad social, nuestro primera tarea es la de construir comunidad; la actitud a la relación es, pues, un criterio decisivo de discernimiento vocacional.
Del mismo modo, para un sacerdote es vital reunirse en el cenáculo del presbiterio. Esta experiencia −cuando no se vive de manera ocasional, ni movidos por una colaboración instrumental− libera de narcisismos y de celos clericales; hace crecer la estima, el apoyo y la benevolencia recíproca; favorece una comunión no solo sacramental o jurídica, sino fraterna y concreta. Al caminar juntos como presbíteros, diferentes por edad y sensibilidad, se expande un perfume de profecía que asombra y fascina. La comunión es ciertamente uno de los nombres de la Misericordia.
En vuestra reflexión sobre la renovación del clero entra también el capítulo que se refiere a la gestión de las estructuras y de los bienes: en una visión evangélica, evitad caer en una pastoral de conservación, que obstaculiza la apertura a la perenne novedad del Espíritu. Mantened solo lo que pueda servir para la experiencia de la fe y de la caridad del pueblo de Dios.
3. Finalmente, nos hemos preguntado cuál es la razón última de la entrega de nuestro presbítero. ¡Cuánta tristeza dan los que en la vida están siempre un poco a medias, con el pie levantado! Calculan, sopesan, no arriesgan nada por miedo a perderse… ¡Son los más infelices! Nuestro presbítero, en cambio, con sus limitaciones, es uno que se la juega a fondo: en las condiciones concretas donde la vida y el ministerio le han puesto, se ofrece con gratuidad, con humildad y alegría. Incluso cuando nadie parece darse cuenta. Incluso cuando intuye que, humanamente, quizá nadie le agradecerá bastante su entrega sin medida.
Pero −él lo sabe− no podría hacerlo de otro modo: ama la tierra, que reconoce visitada cada mañana por la presencia de Dios. Es hombre de la Pascua, de la mirada dirigida al Reino, a quien siente que la historia humana camina, a pesar de lo retrasos, las oscuridades y contradicciones. El Reino −la visión que tiene Jesús del hombre− es su alegría, el horizonte que le permite relativizar el resto, calmar preocupaciones y ansiedades, estar libre de las ilusiones y del pesimismo; guardar en el corazón la paz y difundirla con sus gestos, sus palabras, sus actitudes.
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He aquí delineada, queridos hermanos, la triple pertenencia que nos constituye: pertenencia al Señor, a la Iglesia, al Reino. ¡Este tesoro en vasos de barro hay que conservarlo y promoverlo! Advertid a fondo esta responsabilidad, haceos cargo con paciencia y disponibilidad de tiempo, de manos y de corazón.
Rezo con vosotros a la Virgen Santa, para que su intercesión os proteja acogedores y fieles. Que con vuestros presbíteros podáis llevar a término la carrera, el servicio que os ha sido confiado y con el que participáis en el misterio de la Madre Iglesia. Gracias.