PALABRA DE DIOS Y VOCACIÓN ESPECÍFICA. Benedicto XVI, Cfr. Verbum Domini
Meditemos también en el hecho de que la Palabra llama
a cada uno personalmente, manifestando así que la vida misma es vocación
en relación con Dios. Cuanto más ahondemos en nuestra relación personal con el
Señor Jesús, tanto más nos daremos cuenta de que Él nos llama a la santidad
mediante opciones definitivas, con las cuales nuestra vida corresponde a su
amor, asumiendo tareas y ministerios para edificar la Iglesia.
Todo fiel está llamado a la santidad, cada uno en el
propio estado de vida y es en la Sagrada Escritura es donde encontramos
revelada nuestra vocación a la santidad: «Sed santos, pues yo soy santo». Y san
Pablo muestra la raíz cristológica: el Padre «nos eligió en la persona de
Cristo –antes de crear el mundo– para que fuésemos santos e irreprochables ante
él por el amor» (Ef 1,4). «A quienes Dios ama y ha llamado a formar
parte de su pueblo santo, os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y
del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).
La Palabra de Dios es indispensable para formar el
corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra. Los obispos, presbíteros y
diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un
compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con
la Biblia uno de sus pilares.
A los que han sido llamados al episcopado, y
son los primeros y más autorizados anunciadores de la Palabra. Para alimentar y
hacer progresar la propia vida espiritual, el Obispo ha de poner siempre en
primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe
encomendarse siempre y sentirse encomendado a Dios y a la Palabra de su gracia,
que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados
(Hch 20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el
Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia
misma, tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como “dentro de” la
Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un
regazo materno. A imitación de María, Virgo audiens y Reina de los
Apóstoles, recomiendo a todos los hermanos en el episcopado la lectura personal
frecuente y el estudio asiduo de la Sagrada Escritura.
El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra
de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del
Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los
creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de
Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo
debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra
de Dios; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para
que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro
de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1 Co 2,16). Consiguientemente,
sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una
trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; solamente
“permaneciendo” en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor;
conocerá la verdad y será verdaderamente libre».
La llamada al sacerdocio requiere ser consagrados
en la verdad: Santifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me
enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo (Jn 17,17-18).
La Palabra de Dios es el baño que los purifica, el
poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y, puesto que Cristo mismo
es la Palabra de Dios hecha carne (Jn1,14), es «la Verdad» (Jn14,6),
la plegaria de Jesús al Padre, «santifícalos en la verdad», quiere decir en el
sentido más profundo: «Hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí.
Ponlos dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de
la Nueva Alianza, Jesucristo mismo».
La espiritualidad específica del diácono es esencialmente
de servicio. El modelo por excelencia es Cristo siervo, que vivió totalmente
dedicado al servicio de Dios, por el bien de los hombres.
El diácono está llamado a ser mensajero cualificado de
la Palabra de Dios, creyendo lo que proclama, enseñando lo que cree, viviendo
lo que enseña.
Los candidatos al sacerdocio deben aprender a amar la
Palabra de Dios. La Escritura ha de ser el alma de su formación teológica,
subrayando la indispensable circularidad entre exegesis, teología,
espiritualidad y misión.
Su relación personal con la Palabra de Dios,
especialmente en la lectio divina,
alimenta la propia vocación: con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, la
propia vocación puede descubrirse, entenderse, amarse, seguirse, así como
cumplir la propia misión, guardando en el corazón el designio de Dios, de modo
que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de
juicio y apreciación de los hombres y las cosas, de los acontecimientos y los
problemas.
Se les ha de ayudar concretamente a ver la relación entre el estudio bíblico y el orar
con la Escritura. El estudio de las Escrituras les ha de hacer más
conscientes del misterio de la revelación divina, alimentando una actitud de
respuesta orante a Dios que habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración
hará también crecer necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer
cada vez más al Dios que se ha revelado en su Palabra como amor infinito. Por
tanto, se deberá poner el máximo cuidado para que en la vida de los
seminaristas se cultive esta reciprocidad
entre estudio y oración.
La vida consagrada nace de la escucha de la Palabra de
Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. En este sentido, el vivir
siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte «en “exegesis” viva
de la Palabra de Dios.
El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la
Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los
fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser
expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por
la radicalidad evangélica.
Quisiera recordar que la gran tradición monástica ha
tenido siempre como elemento constitutivo de su propia espiritualidad la
meditación de la Sagrada Escritura, particularmente en la modalidad de la lectio
divina. También hoy, las diferentes formas de vida consagradas deben ser verdaderas
escuelas de vida espiritual, en las que se leen las Escrituras según el
Espíritu Santo en la Iglesia, de manera que todo el Pueblo de Dios pueda
beneficiarse, por ello es necesaria una formación sólida para la lectura
creyente de la Biblia.
Las formas de vida contemplativa dedican mucho
tiempo de la jornada a imitar a la Madre de Dios, que meditaba asiduamente las
palabras y los hechos de su Hijo (cf. Lc 2,19.51), así como a María de
Betania que, a los pies del Señor, escuchaba su palabra (cf. Lc 10,38). Con
su separación del mundo se encuentran más íntimamente unidos a Cristo, corazón
del mundo dando testimonio de «no anteponer nada al amor de Cristo». Con su
vida de oración, escucha y meditación de la Palabra de Dios, nos recuerdan que
no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios
(cf. Mt 4,4), «indicando al mundo de hoy lo más importante, más aún, en
definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena
vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable».