martes, 21 de febrero de 2017

PALABRA DE DIOS Y VOCACIÓN ESPECÍFICA. Benedicto XVI, Verbum Domini

PALABRA DE DIOS Y VOCACIÓN ESPECÍFICA. Benedicto XVI, Cfr. Verbum Domini
Meditemos también en el hecho de que la Palabra llama a cada uno personalmente, manifestando así que la vida misma es vocación en relación con Dios. Cuanto más ahondemos en nuestra relación personal con el Señor Jesús, tanto más nos daremos cuenta de que Él nos llama a la santidad mediante opciones definitivas, con las cuales nuestra vida corresponde a su amor, asumiendo tareas y ministerios para edificar la Iglesia.
Todo fiel está llamado a la santidad, cada uno en el propio estado de vida y es en la Sagrada Escritura es donde encontramos revelada nuestra vocación a la santidad: «Sed santos, pues yo soy santo». Y san Pablo muestra la raíz cristológica: el Padre «nos eligió en la persona de Cristo –antes de crear el mundo– para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). «A quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo, os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).
La Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra. Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares.
A los que han sido llamados al episcopado, y son los primeros y más autorizados anunciadores de la Palabra. Para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual, el Obispo ha de poner siempre en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados (Hch 20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como “dentro de” la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno. A imitación de María, Virgo audiens y Reina de los Apóstoles, recomiendo a todos los hermanos en el episcopado la lectura personal frecuente y el estudio asiduo de la Sagrada Escritura.
El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1 Co 2,16). Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; solamente “permaneciendo” en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre».
La llamada al sacerdocio requiere ser consagrados en la verdad: Santifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo (Jn 17,17-18).
La Palabra de Dios es el baño que los purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y, puesto que Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha carne (Jn1,14), es «la Verdad» (Jn14,6), la plegaria de Jesús al Padre, «santifícalos en la verdad», quiere decir en el sentido más profundo: «Hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo mismo».
La espiritualidad específica del diácono es esencialmente de servicio. El modelo por excelencia es Cristo siervo, que vivió totalmente dedicado al servicio de Dios, por el bien de los hombres.
El diácono está llamado a ser mensajero cualificado de la Palabra de Dios, creyendo lo que proclama, enseñando lo que cree, viviendo lo que enseña.
Los candidatos al sacerdocio deben aprender a amar la Palabra de Dios. La Escritura ha de ser el alma de su formación teológica, subrayando la indispensable circularidad entre exegesis, teología, espiritualidad y misión.
Su relación personal con la Palabra de Dios, especialmente en la lectio divina, alimenta la propia vocación: con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, la propia vocación puede descubrirse, entenderse, amarse, seguirse, así como cumplir la propia misión, guardando en el corazón el designio de Dios, de modo que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y apreciación de los hombres y las cosas, de los acontecimientos y los problemas.
Se les ha de ayudar concretamente a ver la relación entre el estudio bíblico y el orar con la Escritura. El estudio de las Escrituras les ha de hacer más conscientes del misterio de la revelación divina, alimentando una actitud de respuesta orante a Dios que habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará también crecer necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha revelado en su Palabra como amor infinito. Por tanto, se deberá poner el máximo cuidado para que en la vida de los seminaristas se cultive esta reciprocidad entre estudio y oración.
La vida consagrada nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. En este sentido, el vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte «en “exegesis” viva de la Palabra de Dios.
El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica.
Quisiera recordar que la gran tradición monástica ha tenido siempre como elemento constitutivo de su propia espiritualidad la meditación de la Sagrada Escritura, particularmente en la modalidad de la lectio divina. También hoy, las diferentes formas de vida consagradas deben ser verdaderas escuelas de vida espiritual, en las que se leen las Escrituras según el Espíritu Santo en la Iglesia, de manera que todo el Pueblo de Dios pueda beneficiarse, por ello es necesaria una formación sólida para la lectura creyente de la Biblia.
Las formas de vida contemplativa dedican mucho tiempo de la jornada a imitar a la Madre de Dios, que meditaba asiduamente las palabras y los hechos de su Hijo (cf. Lc 2,19.51), así como a María de Betania que, a los pies del Señor, escuchaba su palabra (cf. Lc 10,38). Con su separación del mundo se encuentran más íntimamente unidos a Cristo, corazón del mundo dando testimonio de «no anteponer nada al amor de Cristo». Con su vida de oración, escucha y meditación de la Palabra de Dios, nos recuerdan que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,4), «indicando al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable».