LA VIRGEN MARIA Y EL SACERDOTE.
Del libro “Amor Eterno” de D. Antonio Pacios
Esto
nos lleva a esclarecer otro punto, que esperamos nos ilumine algo la relación
de la Virgen María con el sacerdote.
El
sacerdocio implica fundamentalmente un doble poder: poder de consagrar el
Cuerpo físico de Cristo; poder de santificar el Cuerpo místico de Cristo. El
primero se ejerce por consagración en la Santa Misa; el segundo, de modos
varios, pero principalmente en el sacramento de la confesión o penitencia, que
devuelve la justificación al pecador que la ha perdido, y cuya administración
es exclusiva del sacerdote.
Dos
cosas extrañas cabe observar en la institución del sacerdocio. La primera es
que es escalonada y como sucesiva.
El
sacerdocio en su función primaria y mas excelente, la de consagrar el Cuerpo
físico de Cristo, dándole a si en cierto modo poder sobre ese mismo Cuerpo, es
instituido en la Ultima Cena, estrechamente vinculado a la misma Eucaristía,
cuando Jesús dice a sus Apóstoles: “Haced esto en memoria (o conmemoración)
mía”.
El
sacerdocio en su segunda función de santificar el cuerpo Místico de Cristo,
mediante la justificación del pecador por la absolución sacramental, es más
bien instituido tras la resurrección de Cristo. Es Cristo, ya resucitado quien
confiere el poder de perdonar pecados a los mismos apóstoles a los que ya en la Ultima Cena
confiriera poder sobre su Cuerpo físico: “Alentó sobre ellos y díjoles: Recibid
el Espíritu Santo: a quienes les perdonareis los pecados les serán perdonado; y
a quienes los retuviereis, les serán retenidos” (Jo. 20,22,23).
La
segunda es el distinto grado de validez de los poderes así sucesivamente
concedidos.
Sabido
es que la validez del poder consecratorio es absoluta: una vez que el sacerdote
haya sido ordenado, su consagración es valida para siempre, aunque rompa con la
Iglesia: la validez no depende así de su unión con la Iglesia, no depende de la Iglesia (y por o tanto
no deriva de ella), sino de que haya sido de verdad ordenado.
La
validez, en cambio, de su absolución depende ciertamente de su ordenación sacerdotal;
pero no solo de ella, sino también de su unión con la Iglesia, e incluso de la
delegación expresa o implícita de la Iglesia.
Y
es que por la absolución sacramental ejerce un poder judicial de su ordenación
sacerdotal; pero no solo de ella, sino también de su unión con la Iglesia, e
incluso de la delegación expresa o implícita de la Iglesia.
Y
es que por la absolución sacramental ejerce un poder judicial sobre los hijos
de la Iglesia, en quienes por lo mismo no puede potestativamente actuar sin la
anuencia de esta. Es la Iglesia la única que, en definitiva, tiene poder y
autoridad sobre sus hijos, y así nadie puede ejercer en ellos poder o autoridad
sino en cuanto de ella los reciba.
Otros
actos sacerdotales sobre esos hijos de la Iglesia tendrán validez si no
implican ejercicio de poder o dominio sobre ellos, sino simple favor o
beneficio—cual sucede, vgr con la extremaunción administrada a los fieles, o
incluso con la misma ordenación sacerdotal: ambas dan algo sobrenatural al
ungido u ordenado; pero en ninguno de los dos casos se da sumisión o
subordinación alguna al ungido u ordenado al ordenante o al que ha ungido—
En
una palabra; el poder sobre los hijos de la Iglesia- Cuerpo Místico de
Cristo-que por la absolución ejerce el sacerdote, lo recibe de la Iglesia, y de
ella actualmente depende la validez de su ejercicio. Mas el poder que por la
consagración ejerce el sacerdote sobre el cuerpo físico de Cristo, no lo recibe
de la Iglesia, y así tampoco de ella depende la validez de su ejercicio.
Esto
parece claramente indicar que si bien se da a la Iglesia directamente el poder
en exclusiva sobre el Cuerpo Místico de Cristo-“lo que en la tierra atares será
atado en el reino de los cielos” (Mt.16,19)-, no se le da de la misma manera el
poder sobre el Cuerpo físico de Cristo, del cual es mas bien receptora mediata
y beneficiario no exclusiva- recibiéndolo de manos de María, su Madre-, a la
vez que en cierto modo transmisora por la ordenación- cuando es dentro de ella
que se ordena,- pero sin modificar en nada en esa transmisión las
características de ese poder y de su ejercicio.
De
ahí la división y separación de los dos poderes en la institución del
sacerdocio, y que el poder sobre el Cuerpo físico de Cristo se diera antes de
que la Iglesia misma naciera del costado abierto de Cristo, mientras el poder
de perdonar pecados se les otorga ya nacida la Iglesia, para que aparezca que
solo en la Iglesia y con la Iglesia pueden ejercerlo.
UNIÓN ESPECIALÍSIMA DEL SACERDOTE, EN SU FUNCIÓN EUCARÍSTICA, CON LA VIRGEN MARÍA
Esto
nos indica la unión especialísima que el sacerdote, en su función eucarística,
tiene con la Virgen MarÍa.
La
Eucaristía, según vimos, se entrega a la Virgen MarÍa para alimento de sus
hijos. Ella, en todo de acuerdo con su Hijo, se elige en los apóstoles las
causas instrumentales de su acción. Y como los dones de Dios y su vocación son
sin arrepentimiento (Rom. 11,29; Dios no se arrepiente de sus dones ni de su vocación),
así los de MarÍa en todo unida y asimilada a su Divino Hijo. Por ese el poder
dado a los apóstoles- así como a los sacerdotes suyos, llamados por dios (Hebr.
5,4)- es de validez y eficacia irretractables, sin que en nada dependa en cada
uno de ellos de las disposiciones de la iglesia- a la que, en cuanto
constituida por hombres viadores, afecta el arrepentimiento y la mudanza-.
La
Iglesia, visible entre nosotros como hija de María, será la que después
normalmente designe las personas que han de servir a María de instrumentos para
la acción eucarística, y les transmite el poder sacrificial; pero no entra en
sus atribuciones el limitar o circunscribir ese poder, por lo que a su eficacia
mira, ya que de él no es autora, sino simple transmisora.
Y
ni siquiera transmisora necesaria o exclusiva, ya que es bien sabido que la
ordenación sacerdotal es valida aunque la haga un obispo que ya no pertenece a la Iglesia.
Diríamos
que el sacerdote, una vez constituido en su orden, por lo que mira a su poder
consecratorio del Cuerpo de Cristo, dice ya solo relación directa con la
Virgen, y de Ella solo directamente depende: de Ella, que nunca se arrepiente
de haberlo escogido sacerdote, nunca se volverá atrás de su elección, nunca le
retirara el poder concedido.
Dada
la presencia eucarística de María, de que hablamos mas arriba, es evidente que el
sacerdote, en su función eucarística, y por pecador y aun maligno que sea,
nunca se encuentra solo, sino acompañado de la Virgen María, que prodiga todas
sus atenciones de amor al Jesús que el sacerdote consagra, y que le hace grato
venir a las manos del sacerdote, incluso pecador y del todo indigno, porque con
ello también viene a las manos de María.
En
realidad es la Virgen María, a quien directamente se ha entregado el Cuerpo de
Cristo, la que lo pone en manos del sacerdote que consagra- como otrora en
Belén lo pusiera en manos de los pastores y de los reyes-, la que por manos de
ellos lo distribuye como alimento entre
sus hijos.
Síguese
de esto la estrechísima unión que ha de tener el sacerdote con María en su
culto y amor al Jesús Eucaristía, al Jesús que cada día consagra y hace venir
sobre el altar del sacrificio, al Jesús que por sus manos distribuye María,
usando de él como de hermano mayor que la ayude y sirva en su atender a los mas
pequeñuelos.
En
esa intimidad, María desea verlo asociado en todo a Ella, como vio y tuvo
asociado a San José en el culto y veneración y servicio del Verbo encarnado.
Ella
quiere comunicar al sacerdote, y hacerle participar con Ella, todo su amor,
toda su santidad, toda su ternura para con Jesús, que con tanto amor y
absolutez pone en sus manos. Ella da todo lo suyo al sacerdote para que, si
quiere, como propio a Jesús lo ofrezca- todo lo de la Madre es de los hijos-.
Ella
quiere que el sacerdote de tal modo se le entregue y le sea dócil que pueda
Ella amar a su Jesús en, con, y desde el corazón de su sacerdote. Que si este,
al ser canal del amor de María, limita con su pequeñez la cuantía de las aguas
de su amor, no mude la naturaleza de ellas: que aunque sea para Jesús
pequeñita, Jesús halle en esa fuente limpia y fresca, aunque en chorro pequeño,
el agua del amor de María, con sabor solo de María. Que también Jesús y María
hallan su encanto en reposar y deleitarse cabe la fuente pequeña y llena de
verdor y de frescura.
Ella
suple y compensa todas las deficiencias, toda la frialdad, incluso toda la
iniquidad del sacerdote. Pero, ¡con cuanta pena por él, al verle separado de
Ella, disociado de Ella, desconocedor del Don divino sabrosísimo que Ella pone
en sus manos!
Ella
inenarrablemente goza –cual madre orgullosa de su hijito-, cuando puede
presentarlo a su Jesús estrechamente unido y asociado a Ella en la adoración y
en el amor, aunque sea con todas las deficiencias inherentes a la debilidad y
fragilidad humanas, que Ella no se cansa de lavar, purificar y compensar con su
amor materno. Los limacos no nos impiden beber con gusto el agua que esta
manado de la fuente; tampoco Jesús tendrá asco de beber el agua de nuestra
fuente si al agua de que ella brota es agua y amor de María, aunque nosotros
pongamos los limacos.
Son
así los sacerdotes, como unidos íntimamente a Ella en el trato con Jesús Eucaristía-
cual José lo estuviera en Belén, Egipto y Nazaret-, quienes mas pueden alegrar,
consolar y dar gozo al Corazón de María, si, pese a toda su fragilidad y miseria, a Ella se unen,
para en Ella, con Ella y por Ella amar a Jesús Eucaristía, amándole con el amor
de Ella, ofreciéndole como propio el amor de Ella, pues todo lo de la Madre es
verdaderamente propio de los hijos.
Y
su gozo es sobre todo ponderación cuando de tal modo le entregamos nuestro
corazón y se lo damos que Ella pueda, como poseedora de él, amar a su Jesus en
nuestro corazón, ser ella misma el amor de nuestro corazón, el que de nuestro
corazón mane para saciar la sed de amos de su Jesús.
Y
son también los sacerdotes quienes mas la contristan, cuando estando
físicamente tan unidos a Ella y a su Jesús, su corazón se halla lejano, su
pensamiento ausente, sus afectos extraviados, por no asociarse a su Dulce Madre
en el amor, ni servirse en su trato con Jesús en el amor de Ella.
¡Si
supiéramos servirnos de María, asociándonos a Ella en nuestro trato con Jesús,
sirviéndonos del amor de Ella como propio! Pues es tal el deseo que la Virgen
Madre tiene, por el honor de su Hijo, de que sus sacerdotes lo traten bien con
Ella y como Ella, que por poco que a Ella recurran la hallaran siempre su
aliada para asociarlos a su santidad y a su amor.
A
esa santidad esta Ella siempre llamando al sacerdote, que quiso asociarse al
amor a su Jesús.
Por
eso nunca es tarde para que el sacerdote alcance la santidad o conversión total
a que la Virgen le invita. Por muchos años que un sacerdote lleve de pecados,
frialdad y sacrilegios, en el momento que el quiera, aunque sea el ultimo día
de su vida, hallara siempre a la Virgen, no solo dispuesta, sino ansiosa de
revestirlo de la santidad de Ella, para gloria y gozo del Corazón de su Hijo.
Ojala
comprendiera el sacerdote que para él nunca
es tarde; que en cualquier momento que él lo quiera, la encontrara para
abrazarlo, como Madre de misericordia, que supla y compense todas las
deficiencias.
Madre
de misericordia inagotable es María para todos sus hijos. Para sus hijos
sacerdotes es “la Madre de todas las
misericordias” y como tal la hallaran siempre.
Y
cuando decimos de todas, es porque su
efusión sobre el sacerdote que a Ella recurre será tal que ni vestigio o
consecuencia alguna quedara en él, ni este mundo ni en la eternidad, de todas
sus anteriores miserias, frialdades o pecados. No se vera eternamente en él mas
que el amor de la Virgen amando a Dios en y por su pequeñito corazón humano;
mas que la santidad de la Virgen que como sol viste de luz todo su ser.
Si
cuando no amaba todavía, ha puesto en sus manos la Santidad infinita que es su
Hijo, mucho mas la pondrá en su alma no más
ame.
MISERICORDIA
TOTAL E INIMAGINABLE COMPRENSIÓN DE LOS CORAZONES DE JESÚS Y DE MARÍA CON RELACIÓN A SUS SACERDOTES.
Esto
nos lleva como de la mano a tratar de un ultimo aspecto de la institución de la
Eucaristía y del sacerdocio, que nos muestra hasta que extremo llega la
totalidad de la misericordia del Corazón de Jesús y del de su Madre -hechos en
todo uno- para con sus sacerdotes, y la comprensión inimaginable que tiene de
sus flaquezas, y aun apostasías, para olvidarlas totalmente todas cuando a
Ellos se vuelven y convierten.
Cuando
Jesús da por primera vez la comunión a sus apóstoles, y les hace sacerdotes
eucarísticos, dándoles dominio y poder sobre su Cuerpo, ordenándoles hagan en
lo sucesivo lo mismo que El ha hecho, en la primera consagración eucarística,
Jesús sabe –y así incluso lo anuncia- que la misma noche le abandonaran todos,
que incluso el jefe de ellos le va tres veces a negar, apostatando. Y como lo
sabe Jesús, lo sabe también la Virgen María, en todo a El asociada.
¿Por
qué no espero Jesús tres días más a instituir la Eucaristía, cuando ya
resucitado le seguirían ya felices sus apóstoles, hasta recibir la confirmación
en gracia con la venida del Espíritu Santo?
Porque
tanto El como María querían poner de manifiesto el misericordiosísimo y sincero
amor con que aman, y la totalidad con que se entregan a los sacerdotes, y aun a
cuantos comulgan, por pecadores que sean o hayan de ser, para que así nunca
desconfiemos de su amor.
Nos
maravilla el amor con que se entrega a sus apóstoles, el amor inefable que les
muestra, tener en toda la conversación de la Ultima Cena con ellos, la
delicadeza con que les consuela. Y todo eso sabiendo y anunciándoles, que esa
misma noche le abandonarían todos, todos le serian infieles. Para que sepan, en
la humillación de su caída, que no por eso el Corazón de Jesús ha cambiado para
ellos, que los sigue amando como siempre, que los compadece en su desgracia, y
que esa compasión tendrá eficacia para sacarlos de ella.
Por
eso, anunciada su caída, les consuela asegurándoles su conversión –“y tu, una
vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc. 22,23)-, certificándoles que como
Buen Pastor volverá a reunirlos consigo tras haber sido dispersados en el día
de la tormenta.
¿Se
habría dado esta conversión, al menos en todos ellos, sino hubieran todos
experimentado en la Ultima Cena el dulce atractivo del amor fidelísimo y a toda
prueba con que Jesús les amaba, amor que fue como el imán irresistible que de
nuevo a El los atrajo?
Y
así quiso Jesús consolar, y hasta enseñar, a su Dulce Madre, para que no la
desanimara la inconstancia de los corazones a los que le entrega como alimento,
de las manos sacerdotales en las que lo pone como victima y compañero de viaje.
¡Cuantas
veces sabe Ella que el sacerdote en cuyas manos lo pone en la Santa Misa será
tan inconstante y lábil en su amor que es ese mismo día le traicionara y entregara por el pecado grave!.
¡Cuantas veces sabe lo mismo de tantos de sus hijos en cuyo corazón lo siembra
por la comunión!
Mas
aleccionada por la conducta de Jesús, nos lo entrega igualmente con amor de
Madre; amor lleno de ternura, de pena, de compasión hacia nosotros, que llora
ya de antemano nuestra caída para ya de antemano impetrarnos con sus lagrimas
el perdón de su Jesús.
Y
si mil veces se repiten nuestras caídas y traiciones, mil veces vuelve Ella a
darnos su Jesús, con el mismo amor misericordioso.
Ella
sabe la eficacia salvadora y transformadora de ese manjar divino que nos da;
que aunque no asegure la impecabilidad de aquellos hijos suyos que con amor lo
reciben, como no la aseguro en los apóstoles, si asegura siempre su conversión
y resurrección, cual aseguro en ellos. Conversión quizá muchas veces reiterada
–casi infinitas veces reiterada, cual sucede en la mayoría de nosotros-: pero
que Ella sabe que al final acabara siendo total, definitiva, irretractable, con
nuestra entrega total al amor.
Ella
sabe la verdad absoluta de la promesa de su Hijo; El que como no morirá jamás,
tendrá vida eterna, vivirá por y de la misma vida de Jesús, como Este vive por y de la misma vida del Padre, y
hasta a su cuerpo lo resucitara como propio en el ultimo día.(Jo.6)
Todo
en futuro. Pero un futuro que la fe de la Virgen fidelísima ya ve y gusta como
presente. Y exulta de gozo contemplando, no la miseria que somos cuando Ella
nos alimenta con su Hijo, sino la hermosura divina de que Ella sabe que su Hijo
nos revestirá.
Hermosura
cuya consumación Ella apresura con su amor y adoración al Hijo en nosotros, con
sus plegarias al Hijo por nosotros, con los cuidados, mimos, la inefable
constancia y paciencia con que vuelve siempre a lavarnos de todas nuestras
manchas y suciedad como la mama hace con su pequeñín.
¡Si
penetráramos como ella que todo el que con amor, aunque pequeño y lábil, come a
Jesús, tendrá vida eterna! ¡Como nos esforzaríamos en hacer y reiterar lo mejor
y más frecuentemente posible nuestras comuniones, por más que de presente no
percibamos su eficacia!
Y
que seguros nos sentiríamos siempre del perdón de Jesús, aunque cada media hora
tuviéramos que volver a pedírselo, si le suplicáramos ese perdón para que con
él consuele a nuestra Madre, que sufre al vernos manchados, y exulta de alegría
al contemplarnos limpios y luminosos.