domingo, 14 de agosto de 2011

La Asunción de la Virgen María: Homilía de la Congregación para el Clero




SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN

DE LA BEATA VIRGEN MARÍA


(Ap 11,19; 12,1-6.10; Sal 44; 1Cor 15,20-26; Lc 1,39-56)

La celebración de la Asunción es un día de alegría: es la fiesta de la grandeza de Dios y de la grandeza del hombre en Él. Hoy resuena el alegre Magníficat, esta extraordinaria poesía inmersa del Corazón Inmacolado de María y florecida en sus labios.
El cantico evangelico es un retrato de la Virgen, en el cual podémos verla así como Ella es. Este inicia con la exclamación: «Mi alma glorifica al Señor», o sea, “proclama grande” al Señor. María desea que Dios sea grande en el mundo y en su vida personal. Ella no teme que el Señor sea contendiente: no tiene miedo que Él, con su grandeza, pueda quitarle algo a la libertad humana o sustraer cualquier cosa de su espacio vital. Ella sabe bien, que Dios es grande, entonces también nosotros somos grandes. Nuestra vida no se empobrece, si no más bien se ensalza, exalta y enriquece de la grandeza de Dios: Y es entonces que se convierte grande en el esplendor del Señor.
En el hecho que nuestros progenitores pensáran al contrario, tocamos precisamente el nucleo del pecado original. Temían que, si Dios hubiéra estado muy grande, habría quitado cualquier cosa a sus vidas; tenían la idea de hacerlo a un lado, para tener más espacio para si mismos. Esta es también la grande tentación de cada hombre; esta es también la grande tentación de cada ideología; es esta también la grande tentación de la secularización. Pero donde desaparece Dios, el hombre no se convierte en grande; pierde antes bien, la dignidad divina, pierde el esplendor del cielo en su rostro. Solamente si Dios es grande, también el hombre es grande.
La humildad alegre de María, nos ayuda a comprender que es precisamente así. Debémos cuidarnos del no alejarnos de Dios; debémos más bien reconocer que que nosotros somos grandes solo en su presencia; por esto debémos permitir que el sea grande en nuestra vida y todo el esplendor de la dignidad divina será nuestro. Es importante por lo tanto, que Dios sea grande entre nosotros, en nuestra vida personal y en la vida pública. Como hizo María es necesario que hagámos espacio cada día al Señor, en nuestra vida, iniciando precisamente por la oración, dando tiempo a Dios. No perdémos el tiempo si se lo ofrecémos a Él. Si el Señor entra en “nuestro” tiempo, todo el tiempo se conviérte en más amplio y más rico. Nuestro pobre tiempo se conviérte en tiempo de Dios, toca la eternidad.
La solemnidad de este día, abre para nosotros el horizonte del cielo, como signo de la gradeza del Señor, cantado por la Virgen; con el termino “cielo”, no se refiere esclusivamente a un “lugar” físico que se encuentra sobre nosotros, si no más bien a una realidad extraordinaria que nos toca désde ahora de cerca.
Se pretende afirmar que Dios, en Cristo, definitivamente superó y venció el tiempo y el espacio para el hombre, introduciéndolo en su eternidad. El Señor no se oculta jamás, y nosotros existímos porque el nos ama, porque nos ha pensado creativamente, así como nosotros somos. “Nuestra eternidadad” no es ontológica, si no más bien se funda en su amor misericordioso. Quien es amado por Dios, y acepta su amor, no morirá nunca. En Él, en su pensamiénto en su amor nosotros estamos para siempre custodiados y por esto mismo inmortales, en todo nuestro ser personal.
Este amor es portador de la inmortalidad, que nosotros llamamos “cielo”: Dios es tan grande de tener un puesto también para nosotros. Esto manifiésta la expresión dogmática de la «Asunción corporal a la gloria celestial» de la Beata Virgen María.
La fe no promete solo la salvación del alma en la imprecisión del más allá, en el cual todo lo que en este mundo a sido precioso y apreciado desaparece, pero anuncia el valor eterno de lo que ha sucedido en esta tierra. Nada de lo que es precioso y apreciado se arruinara: «Ustedes tienen contados todos sus cabellos» (Mt 10,30).
El mundo definitivo será el cumplimiento también de esta tierra y de nuestra historia personal. El Señor conoce y ama a todo el hombre, lo que nosotros hoy concretamente somos. La totalidad integral de la persona es “presa” por Dios, Él nos atíra y nosotros obtenémos así la eternidad en Dios mismo. Esta es la verdad que hoy nos impregna de alegria profunda; con la asunción al cielo, Maria Santisima testimónia el significado auténtico de nuestra humana existencia. En ella descubrímos que nuestra vida porta en sí mísma la profundidad, la altúra y pedasos del cielo y es llamada désde ahora a hablar, como siempre lo hace el cielo, de Dios.
Dios ha asumído en la gloria celestial a Aquella que el Hijo ha donado en la cruz como Madre; ahora en el corazón mismo de Dios, hay espacio para la maternidad de María y para sus cuidadosas atenciónes. Siendo en Dios y con Dios, la Virgen María esta cerca a cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, escucha nuestras oraciónes, esta siempre cerca en nuestras necesidades y aflicciónes y nos sostiene con su materna bondad.
Podémos siempre confiar nuestra entera vida a esta dulce Madre, que no esta lejos de ninguno; antes bien, en Ella, nuestra vida presente esta désde ahora en Dios. Demos gracias al Señor por el don de su Obra Mestra, de la Madre Celestial asumida en la gloria y oremos para que la Iglesia, mostrando la belleza de María, ayude a los hombres a reconocer la propia inaudita dignidad que es reflejo de la grandeza de Dios.
¡Hoy, viviendo la Asunción, comprenderémos que es la fiesta del humanismo plenario!.

domingo, 7 de agosto de 2011

P. Marco Antonio Foschiatti OP, homilía para el domingo XIX del tiempo ordinario (Ciclo A)



Homilía para el Domingo XIX durante el año


Jesús vive de cara al Amor del Padre.

“Subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba allí solo”[1]

“Se escuchó el susurro de una brisa suave, al oírlo Elías, cubrió su rostro, salió y se puso a la entrada de la cueva”[2]

El evangelio de hoy, entre otros grandes temas, quiere que nos detengamos en la oración y la soledad de Jesús. Los primeros versículos nos invitan a entrar en Jesús que vive de cara al Padre, de cara al Amor. Ese Jesús cuya alma silenciosa tiene sed de soledad, de amor, de cercanía con el Padre. ¡Alma silenciosa de Jesús, santifícame!

Luego de la multiplicación de los panes, como signo de su compasión por la multitud, como signo de su futuro ser partido y entregado en la Pasión, Jesús necesita la soledad y el desierto para expansionar su alma ante el Padre. Jesús es el orante y el mediador por excelencia, debe presentar al Padre sacerdotalmente, todos aquellos corazones sedientos de la Palabra, todas aquellas personas que le seguían y por las cuales las entrañas de su compasión se parten. Jesús debe hablarle al Padre, como hombre verdadero que es, como Sacerdote fiel y compasivo, de las ovejas dispersas y abatidas por la falta de pastor. Debe hablarle de sus discípulos, rogar por ellos, por la firmeza de su fe, por su fidelidad. Debe hablarle de su Hora…esa Pascua definitiva que ya ha anticipado en cierta manera con la multiplicación de los panes, cuando Él, el Pan verdadero que baja del Cielo, entregue su carne por la vida del mundo.

Jesús en soledad. Jesús ante el Padre. Jesús en la caída de la tarde. Me gusta, cuando medito en las parábolas del Señor, el detenerme en el alma contemplativa y hasta poética del Señor. Si hay un Poeta en el mundo ese es Él. Los demás serán poetas en la medida en que se adentren en la contemplación de ese hijo del carpintero, en la mirada sencilla y penetrante de Jesús que sabe lo que hay en el interior del hombre. Las parábolas nos están mostrando esa alma contemplativa de Jesús: cada tarde al finalizar el duro trabajo en el taller de José se sentaría en silencio, luego de haber rezado con José los salmos, para contemplar el horizonte y ver las ovejas y los pastores que regresaban a sus apriscos, que abrevaban en la fuente. Miraba con detención ese Pastor bueno que llevaba en su regazo la oveja herida, y se veía a sí mismo, veía allí la razón de su espera y su silencio en el taller de Nazareth. El había venido para buscar a su única oveja perdida para llevarla en su regazo al Padre[3].

En la caminata vespertina de los sábados, cuando María y José le llevaban para solazarse en las colinas blancas de Nazareth, contempla en la lejanía la hermosura del Tabor y mucho más allá la selvática exuberancia del Carmelo[4]. Mientras caminan Jesús se detiene en los surcos abiertos.

Con qué emoción Jesús tomaría en sus manos las semillas guardadas, tal vez por su madre en el arca, para la pequeña siembra familiar. El Verbo, la Palabra hecha carne, ha tomado en sus manos el misterio de la vida que palpita en la semilla: la ha tomado como una imagen de su Palabra, de ese derroche de Gracia que es la siembra de la semilla del Reino[5].

Jesús contemplaba a su madre santísima, una ama de casa laboriosa, fiel, entregada, silenciosa y alegre, que guarda las penas en lo hondo del alma, pero que ofrece siempre a los demás la sonrisa dulce de la confianza y del aliento, como toda buena madre. Jesús contempla a su madre barriendo la casa, preparando la masa del pan con la levadura, preparando el candil para la noche, remendando la ropa roída del pobre carpintero…las más pequeñas realidades cotidianas en esa alma adquieren la potencialidad y la densidad para manifestar los Misterios más grandes del Reino, para hablarnos de la Gracia, del amor misericordioso del Padre, para hablarnos de nuestro corazón: de sus durezas y resistencias para acoger la semilla del Reino, para recibirle a Él mismo, la Palabra. ¿Quién es el Contemplativo sino Él? ¿Quién es el Poeta sino Él?

Jesús vive de cara al Padre, es el Verbo que como Niño eterno reposa en el “regazo” del Padre[6], que juega en su Presencia, que todo lo recibe de Él, que hace siempre lo que es de su agrado. Su primer balbuceo en el seno de María es hacia el Padre: ¡Heme aquí, vengo a hacer tu voluntad![7] A sus doce años proclama abiertamente que Él debe estar en las cosas y en la Casa de su Padre, o sea vivir constantemente en su Presencia. Debe estar en la Casa del Padre y en las cosas del Padre[8], buscando constantemente su Voluntad, haciendo de esta Voluntad su Pan, su alimento[9], su Alegría, la razón de su Vida.

Jesús en la montaña, en la soledad…hablándole al Padre de las aflicciones humanas que él, como Sacerdote compasivo[10], vino a hacer suyas. Hablándole de la oscuridad del alma humana sin la Luz de la Palabra Divina, hablándole al Padre de la dureza del corazón humano sin la Gracia, manifestando al Padre las heridas de la humanidad, su hambre de vida y de sentido. Su sed de bienaventuranza. Su hambre de Pan, su hambre de Dios.

Jesús en la montaña en la soledad…adorando y alabando. La creación nace del Amor gratuito de Dios como ámbito en donde se pueda desarrollar la alianza entrañable entre el corazón de Dios y el corazón del hombre[11]. La creación es el espacio revelador de los atributos divinos, es el primer gran libro en donde estamos llamados a leer la firma de Dios, sus huellas, su pasar. La creación es una sinfonía maravillosa. Para quién tiene un oído atento, para aquel que sabe callar y dejar que la gracia despierte sus sentidos interiores, la creación está cantando y traduciendo los ecos del Verbo, canta la eterna eucaristía del Verbo de cara al Padre… La creación canta, agradece, alaba. Ha sido llamada a la existencia precisamente para eso: para hacerse acción de Gracias a su Creador y de esta manera encontrar su plena vivificación, ya que la Gloria de Dios es la vida de la criatura. Una criatura, en la medida en que se transforme en glorificación, se va sumergiendo en la Vida de Dios que no perece. Los salmos son un claro testimonio de ello. La alabanza de Dios es algo tan grande, tan sabroso, tan vivificante que no puede existir muerte ni abismo que quiebre esa alabanza. La vida del corazón humano es poder alabar al Dios que se revela en la creación y que invita a entrar en su Comunión por la alianza. Esa alabanza pide la eternidad, la perennidad, no hay ruptura para el corazón que ha experimentado el ofrecimiento de la comunión divina: ¡Tu amor vale más que la vida![12] ¡Se consumen mi corazón y mi carne por Dios mi herencia eterna![13]

Y uno se pregunta: ¿Jesús sólo se sumergía en la soledad de los montes y espesuras para gemir ante el Padre presentándole el llanto y el gemido de toda criatura? ¿Jesús sólo ha saboreado la hiel amarga de la existencia humana? Ciertamente que Él vino, en su admirable intercambio en la Encarnación, a ser el hombre que vive por los demás, ha venido a asumir toda la pobreza y las enfermedades de nuestra herida naturaleza para ofrecernos su Riqueza, su Vida de Hijo, su Sabiduría, su Justicia, su Santificación y Redención[14]. Jesús es el Hombre de dolores, el Siervo sufriente[15] pero es también el más bello de los Hijos de los hombres[16], aquel que vive el Gozo del Amor Divino que inunda su existencia de manera única. Él se vive Hijo amado…su alma se expansiona no sólo en la contemplación de las miserias del corazón humano que debe redimir sino que, también, su Corazón y su carne[17], se alegran en el Dios vivo a quién contempla cara a cara.

Jesús deber ser el Sacerdote que reconduzca la creación y la persona humana en el sacrificio perfecto de la alabanza. La creación ha cumplido su sentido de ser revelación de la Gloria del Dios vivo desde el momento en que el Hombre Dios la ha devuelto en canto, en poema agradecido, en salmo de júbilo al Creador, a su Padre. Desde la más pequeña flor del campo, hasta el pajarillo que alaba sin saberlo, hasta la más mínima hormiga, pasando por los venados y gacelas, todo ha encontrado ya su plenitud y su sentido desde el momento en que el Corazón humano de Jesucristo, en contemplación agradecida y exultante, las ha devuelto en ofrenda, al Corazón del Padre. La Eucaristía de la Cruz, la alabanza dolorosa de la Cruz, no hará sino ratificar esa continua ofrenda de toda criatura, de toda persona, del Hijo de Dios mismo al Padre. El mundo ha sido creado para que el Hijo de Dios hecho hombre lo devolviera en eucaristía y adoración al Padre.

La creación ha podido llegar a ser, de verdad, una sinfonía de Belleza, de respuesta a la belleza donada por el Creador, cuando el Verbo, que ha llamado y ha potenciado para el canto a todas las cosas, se ha convertido en miembro de esa Sinfonía. El es el Solo[18] que aúna todas las voces y todos los gemidos en una armonía única:

“A través de su revelación, Dios ejecuta una sinfonía, en la que no se sabe qué es más rico, si la armonía de su composición o la orquesta polifónica de su creación, que la interpreta. Antes de que el Verbo de Dios se hiciese hombre, la orquesta que es el universo tocaba algo así como melodías aisladas y sin unidad…era sólo el ensayar. Entonces vino el “Heredero Universal” por cuya causa había sido reunida también toda la orquesta. La pluralidad de instrumentos que la componen adquiere sentido cuando interpreta, bajo la dirección de Cristo, la sinfonía de Dios” ( cf. H. Balthasar, La verdad es sinfónica).

El gran secreto de Jesús, su buscar la soledad de los campos, montes y desiertos tiende a esto: Jesús quiere cantar, alegrarse y casi gritar de júbilo por vivirse de cara al Amor del Padre y, por esta su oración y ofrenda, abrir los torrentes de ese Amor a todo corazón humano por la redención. Lo dice intuitivamente el voluminoso Chesterton:

“Cuando caminó sobre nuestra tierra, había en El algo demasiado grande para que nos lo mostrara; y algunas veces imaginé que era Su Alegría”.

¡Oh montes de Galilea, oh lago de Genesareth…en vosotros, la alabanza del Hijo de Dios, ha vuelto a sembrar el Paraíso! Ya Dios no es el distante, ya no es el fuego abrasador que consume a la criatura, ya no es el terremoto ante el cual todo vacila, que infunde el miedo y el temblor…Tu Dios es Jesús. En Él la brisa suave del perdón y de la misericordia viene a visitarnos. La brisa suave de la tarde como en los primeros días del Paraíso [19]nos vuelve a visitar en Jesús. Dios con nosotros viene a buscar a su criatura no para oprimirla sino para conversar en familiar apertura. Ya quedan atrás los torrentes y los vientos del pecado, del mundo, de la carne, todos aquellos torrentes que deseaban destruir el amor[20]. Sólo se escucha en la tarde de la montaña, al caer el ocaso, la brisa suave del Amor, la brisa suave de un Nombre “Jesús”… El reanuda la Alianza para siempre en su Sangre preciosa, el nos da un nombre nuevo, el anillo de los hijos, nos reviste de su Vida y de su justicia[21]. Cae la tarde, Jesús se abisma ante el Padre, ofrece nuevamente la creación. Cae la tarde, Jesús se acerca a la criatura, perdida en las tempestades, para decirle: “¡No temas, Yo soy tu Salvador! Soy la brisa suave…se ha manifestado la humanidad de tu Dios y su amor por el hombre. Mírame y no vacilarás…pisarás las tempestades, los vientos se cambiaran en bonanza, las tormentas en brisa suave. ¡Vive de cara a mi amor, sumérgete en mi oración! Ya que las aguas torrenciales no podrían apagar el amor ni anegarlo los torrentes. Aférrate de mi mano, camina conmigo, y haz también de tu vida una alabanza en Mí”.

Nuestra alma es como la barquita de Pedro, es una Iglesia en pequeño. Ya Orígenes hablaba del “Alma Iglesia”. La nave de los discípulos zarandeada a merced del viento y de las olas es imagen de la Iglesia y es imagen de nuestra vida. Necesitamos clamar constantemente a Jesús: ¡Señor, sálvame! Necesitamos mirarle a Él, tan sólo a Él para no tener miedo, para no dejarnos hundir por la desesperanza, por la tentación, por el tedio, por las ventoleras de hielo que tienden a enfriar y petrificar el alma en el pecado, en la soberbia, en las vanidades, en un Evangelio a la carta –según las modas y caprichos-, por último en la rigidez de la muerte. Necesitamos el soplo cálido del Rostro del Señor, su Teofanía en su humanidad apacible, en la humanidad de Jesús de Nazareth, que nos sostenga de la mano, que nos arranque de la muerte y de las aguas caudalosas, repitiéndonos con su palabra firme y eficaz: ¡No temas, Yo estoy contigo; Soy Yo! ¡Yo Soy Jesús! Y nosotros, arrojemos nuestra fe vacilante y pobre en la súplica confiada de Agustín: ¡Sé Jesús para mí!


P. Marco Antonio Foschiatti OP
Casa San Pablo, primer ermitaño, Santa Fe de la Vera Cruz.


[1] Mt 14, 23.
[2] 1 Reyes 19 12-13.
[3] Lc 15, 4.
[4] Mt 6, 28-30.
[5] Mt 13, 3ss.
[6] Jn 1, 18.
[7] Heb 10, 7.
[8] Lc 2, 49.
[9] Jn 4, 34; 6, 38-40; 17, 4; 19, 30.
[10] Heb 2, 17.
[11] “La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde poder comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios” Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual de 2011.
[12] Cf Salmo 62.
[13] Salmo 72, 26.
[14] I Cor 1, 30.
[15] Isaías 53, 3.
[16] Salmo 44.
[17] Cf Salmo 83.
[18] “Podemos contemplar así la profunda unidad en Cristo entre creación y nueva creación, y de toda la historia de la salvación. Por recurrir a una imagen, podemos comparar el cosmos a un “libro” –así decía Galileo Galilei- y considerarlo como la obra de un Autor que se expresa mediante la “sinfonía” de la creación. Dentro de esta sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en el lenguaje musical se llamaría el “solo”, un tema encomendado a un solo instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el significado de toda la ópera. Este “sólo” es Jesús…El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el cielo, la creación y el Creador, la carne y el Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen, sin confundirse, el Autor y su obra.” Benedicto XVI, Verbum Domini n 13.
[19] “Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa…” Gen 3, 8.
[20] “Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo” Cantar de los cantares 8, 7.
[21] Lc 15, 22-24.

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, Homilía de la Congregación para el Clero



XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

AÑO A



1 Re 19,9.11-13

Rm 9,1-5

Mt 14,22-33


Después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces con los cuales había alimentado a la multitud, Jesús nos invita a nosotros, sus discípulos, a verificar nuestra fe en cada pasaje en el cual estamos llamados a confiar y a dirigir la mirada hacia Él, el Salvador que responde al grito del hombre.
El contexto de la narración evangélica se presenta como limitado en el contraste entre la paz que Jesús vive en oración en el monte y el escenario del lago en el cual navegan los discípulos, acompañados por un viento contrario que pone en peligro la travesía. Viento contrario, signo de un aparente fin, que provoca miedo en el corazón de los discípulos. Un miedo que hace dramatica, trágica la travesía: las aguas turbulentas, la figura de Jesús confundido con un fantasma, el terror de Pedro de ahogarse cuando camina sobre las aguas hacia su Señor.
En la noche, especialmente cuando es trágica, estamos llamados a hacer un camino que va de la perturbación al valor de la fe, provada por las dudas y las caídas; del miedo a la tranquilidad de la oración, camino que se lleva a cabo en la experiencia de la salvación.
Pedro representa a cada hombre: cuando la mirada esta fija en Cristo y la fe es obediente abandono, entonces en la confianza se puede avanzar. Por el contrario, la mirada encerrada en sí misma y en las dificultades, en la presunción de bastarse a sí mismos, determina la prevalencia del miedo y, nos podemos ahogar.
Es por la fe que tenemos que estar seguros de que el Señor está cerca, está presente, está con nosotros y nos repite: «¡Ánimo!, soy yo; no temáis». Estas palabras de Jesús deberían ser suficientes para avanzar en el camino de la vida con seguridad y decisión.Pero el miedo, en Pedro como en nosotros, se convierte en duda: «Señor, si eres Tú...» Y la condición que se plantea con la propuesta de Dios, se transforma durante la prueba y el fortalecimiento de la fe: «¡Ven!».
¿Qué es lo que salva a Pedro y con él a todos los hombres?
No es la frenética búsqueda de certezas humanas, no la confianza en sí mismo, incapaz de soportar el peso del mundo y sus olas, sino la respuesta de Cristo al grito de Cristo: «¡Señor, sálvame!».
Es un grito de oración al cual responde la potencia de Dios que salva. El ingenio del hombre no es suficiente para encontrar al Señor, el miedo ahoga al hombre, la ilusión de tener todo en sus manos se derrumba miserablemente; sólo la humildad de la fe puede salvar, y, de hecho, salva.
El viaje de la perturbación al valor de la fe se lleva a cabo en aquella mano que salva de los frutos agitados por el viento: es la experiencia que lleva a reconocer quien es Aquel que se revela a nosotros: «Verdaderamente tú eres Hijo de Dios». La salvación que Cristo ofrece es la única certeza para poder continuar a creer aunque tocados por la experiencia de la angustia; reconocer, como los discípulos, que Él es Señor de la creación y de todas las cosas es una garantía de la victoria en la lucha contra el mal. «Jesucristo tiene un significado y un valor para el género humano y su historia, singular y único, sólo de él propio, esclusivo, universal y absoluto. (Declaración Dominus Iesus, 15).
En este tiempo, para muchos de reposo y tranquilidad de las fatigas cotidianas, pidamosle al Señor un corazón que sea capaz de una auténtica fe en Él, capaz de reconocerlo y seguirlo, porque Él es la Verdad de nuestras vidas; en la celebración de los Sacramentos, encontramos la salvación de Dios para nosotros .La Santísima Virgen María, mujer de fe y abandono total de confianza, nos obtenga «un corazón sencillo, que no disfrute de sus penas, un corazón magnánimo, lleno de compasión, un corazón fiel y generoso, que no se olvide de ningún bien y no conserve rencor de ningún mal» (Oración del Padre de Grandmaison)