domingo, 7 de agosto de 2011

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, Homilía de la Congregación para el Clero



XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

AÑO A



1 Re 19,9.11-13

Rm 9,1-5

Mt 14,22-33


Después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces con los cuales había alimentado a la multitud, Jesús nos invita a nosotros, sus discípulos, a verificar nuestra fe en cada pasaje en el cual estamos llamados a confiar y a dirigir la mirada hacia Él, el Salvador que responde al grito del hombre.
El contexto de la narración evangélica se presenta como limitado en el contraste entre la paz que Jesús vive en oración en el monte y el escenario del lago en el cual navegan los discípulos, acompañados por un viento contrario que pone en peligro la travesía. Viento contrario, signo de un aparente fin, que provoca miedo en el corazón de los discípulos. Un miedo que hace dramatica, trágica la travesía: las aguas turbulentas, la figura de Jesús confundido con un fantasma, el terror de Pedro de ahogarse cuando camina sobre las aguas hacia su Señor.
En la noche, especialmente cuando es trágica, estamos llamados a hacer un camino que va de la perturbación al valor de la fe, provada por las dudas y las caídas; del miedo a la tranquilidad de la oración, camino que se lleva a cabo en la experiencia de la salvación.
Pedro representa a cada hombre: cuando la mirada esta fija en Cristo y la fe es obediente abandono, entonces en la confianza se puede avanzar. Por el contrario, la mirada encerrada en sí misma y en las dificultades, en la presunción de bastarse a sí mismos, determina la prevalencia del miedo y, nos podemos ahogar.
Es por la fe que tenemos que estar seguros de que el Señor está cerca, está presente, está con nosotros y nos repite: «¡Ánimo!, soy yo; no temáis». Estas palabras de Jesús deberían ser suficientes para avanzar en el camino de la vida con seguridad y decisión.Pero el miedo, en Pedro como en nosotros, se convierte en duda: «Señor, si eres Tú...» Y la condición que se plantea con la propuesta de Dios, se transforma durante la prueba y el fortalecimiento de la fe: «¡Ven!».
¿Qué es lo que salva a Pedro y con él a todos los hombres?
No es la frenética búsqueda de certezas humanas, no la confianza en sí mismo, incapaz de soportar el peso del mundo y sus olas, sino la respuesta de Cristo al grito de Cristo: «¡Señor, sálvame!».
Es un grito de oración al cual responde la potencia de Dios que salva. El ingenio del hombre no es suficiente para encontrar al Señor, el miedo ahoga al hombre, la ilusión de tener todo en sus manos se derrumba miserablemente; sólo la humildad de la fe puede salvar, y, de hecho, salva.
El viaje de la perturbación al valor de la fe se lleva a cabo en aquella mano que salva de los frutos agitados por el viento: es la experiencia que lleva a reconocer quien es Aquel que se revela a nosotros: «Verdaderamente tú eres Hijo de Dios». La salvación que Cristo ofrece es la única certeza para poder continuar a creer aunque tocados por la experiencia de la angustia; reconocer, como los discípulos, que Él es Señor de la creación y de todas las cosas es una garantía de la victoria en la lucha contra el mal. «Jesucristo tiene un significado y un valor para el género humano y su historia, singular y único, sólo de él propio, esclusivo, universal y absoluto. (Declaración Dominus Iesus, 15).
En este tiempo, para muchos de reposo y tranquilidad de las fatigas cotidianas, pidamosle al Señor un corazón que sea capaz de una auténtica fe en Él, capaz de reconocerlo y seguirlo, porque Él es la Verdad de nuestras vidas; en la celebración de los Sacramentos, encontramos la salvación de Dios para nosotros .La Santísima Virgen María, mujer de fe y abandono total de confianza, nos obtenga «un corazón sencillo, que no disfrute de sus penas, un corazón magnánimo, lleno de compasión, un corazón fiel y generoso, que no se olvide de ningún bien y no conserve rencor de ningún mal» (Oración del Padre de Grandmaison)