sábado, 9 de abril de 2011

V domingo de Cuaresma por la Congregación para el Clero

V DOMINGO DE CUARESMA
AÑO A

Ez 37,12-14 :


Rm 8,8-11 :


Jn 11,1-45 :



«Desde lo más profundo te invoco, Señor; ¡Señor, oye mi voz!» (Sal. 130). En este quinto Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos invita a mantener la mirada sobre la realidad, tal vez más “escandalosa” de la experiencia humana.

En el texto del Evangelio, que apenas escuchamos, sorprende ver como todos son solidarios a Marta y María, las hermanas del difunto Lázaro, en este momento de gran luto. Se abre de frente a nosotros una escena de dolor inaudito. Al Señor Jesús llega la naticia de la enfermedad de aquel que Él ama, Lázaro; se trata de un mensaje de parte de las hermanas de Lázaro, las cuales, de frente a la gravedad de su condición, habían intentando la única cosa posible, dirigirse a Aquel del cual se decía: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc. 7,37). Es el grito de cada uno de nosotros, de quien quisiera que las personas amadas vivieran para siempre, y que no nos dejaran jamás. El Señor Jesús, inexplicablemente, espera dos días, para ponerse en camino, con Sus discípulos, hasta el momento de la muerte del amigo Lázaro, de la cual Él era divinamente consciente.

Este particular nos dice que el Verbo de Dios se ha hecho hombre por amor de cada uno de nosotros y que sobre cada uno, en cada instante, pone Su mirada de amor, en la espera de aquel encuentro de Alegría inmensa que será en la Eternidad. A la llegada de Jesús a Betania, enseguída, vemos una “novedad” aparentemente inexplicable: primero María, después la hermana Marta, y detrás de ella todos los judíos que se habían unído a su luto, se dirigen hacia el Señor Jesús, seguros de que, si hubiéra existído una respuesta a su dolor, tal respuesta se habría centrado en aquel Hombre. Ciertamente, no se trataba de personas irreligiosas.

Habían profundamente adquirído la fe de Israel en la resurrección final, por lo tanto, aquel drama no era “últimamente” inesplicable; de hecho Marta responde al Señor: «Se que resucitará en la resurrección del último día». Pero, sabían que en la relación con aquel Hombre extraordinario, nada de cuanto había en ellos de autenticamente humano se habría perdido, incluso aquel grito de dolor, el cual sólo la fe escatológica y el tiempo habrían podido dar algún alivio. En este último “signo” cumplido por el Señor, antes del ingreso triunfal a Jerusalén, parece así unirse todo a esa “nueva realidad” inaugurada por el Emmanuel, el Dios con nosotros: compartiendo nuestra misma existencia, nos ha amado con aquella pasión suprema que es el amor virginal, que no busca nunca de poseer el corazón del otro, sino que lo ama en la verdad, con delicada insistencia, hasta sacrificarse por él; en esta infinita delicadeza y atención por cada uno, capaz, también de conmoverse, los hombres que tenían con Él los lazos de la más profunda amistad, por de más se daban cuenta que no podía ser otra cosa que la presencia de Dios: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?, Ella le respondió: Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (Jn. 11,25-27).

Cristo, por lo tanto cumple el gran milagro de la resurrección de Lázaro. Anuncia de esta manera, a travéz de las obras del Padre, que Él mismo, el Dios-Hombre, es la Vida y la Resurrección, Señor también de la vida biológica, tanto que Su voz puede alcanzar también a quien, como Lázaro, de la muerte ha superado el umbral de cuatro días. De frente a este signo, se hacen más claras las palabras con las cuales había preanunciado Su muerte y Resurreción: «Yo doy Mi vida, para después recobrarla de nuevo» (Jn. 10,18). Él realmente puede hacerlo, porque es Señor de la vida y, si la resurrección de Lázaro no impidió a este amigo, que el Señor amaba, abrazar una vez más "nuestra hermana la muerte corporal" – según la expresión de San Francisco – cuando Dios quiso llamarlo de esta vida, es más grande la Vida que el Señor ha ganado para Lázaro y para cada uno de nosotros, como lo veremos en pocos días, en el Misterio Pascual, que nos disponemos a celebrar.

La fe, entonces, nos dice que la extraordinaria experiencia de Cristo, que hacía que Marta y María pusieran en Él toda su confianza, incluso de frente a la muerte de Lázaro, no es sólo una historia reconfortante narrada en los Evangelios, sino que es accesible para cada uno de nosotros hoy, en la Iglesia, desde el día de nuestro Bautismo, es decir, desde que hemos sido incorporados a Él a través del Espíritu Santo que se nos ha dado: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8:11). Santa María, Madre del Señor Resucitado, nos conceda la gracia de ver y experimentar todo a la luz de esta realidad extraordinaria. Amén.