La primera palabra que hemos pronunciado al venir al suelo malagueño ha sido, como no podía menos de serlo, para todos nuestros diocesanos; era justo; era hasta necesario; mas cumplido este deber y satisfecha esta necesidad, sentimos otra apremiante por extremo: la de hablar con vosotros, nuestros amados cooperadores en el ministerio sacerdotal, y hablar no desde las alturas de nuestra Sede pastoral o de nuestra Cátedra, como el que manda o enseña, sino desde abajo, desde el llano, departiendo con vosotros como amigo o como padre, y buscando en vuestra conversación consuelo a nuestras amarguras.
Porque habéis de saberlo; no somos santos, ni mucho menos; pero así y todo, hay en nuestro corazón tanto amor a la Iglesia católica y tanta ternura para con las almas de todos los hombres, y muy señaladamente de las confiadas a nuestra solicitud, que no podemos dejar de sentir en manera que no atinamos a explicar lo que pasa delante de nuestros ojos, a saber, los males de la sociedad cristiana y los peligros de sus miembros. Con toda la sinceridad de que somos capaces os lo confesamos: momentos hay en que la mitra, que llevamnos sobre nuestra cabeza, nos pesa tanto, que gozosos irritaríamos a aquellos varones justos de los antiguos días, de quienes nos cuenta la historia que lo abandonaron todo, y huyeron a la soledad en demanda de reposo. Mas no es posible: Dios no lo quiere, y Nos no podemos quererlo tampoco: Él ha puesto sobre nuestros hombros la Cruz, y Nos por dura y pesada que ella sea, debemos aceptarla, diciendo con Isaías: «Ecce». Aquí estamos.
Pero necesitamos Cirineo, como Cristo, que nos ayude a llevarla; y quien a desempeñar ese importante papel está llamado es nuestro Clero.
La sociedad necesita, no hay duda, de médico y de medicina, y la medicina es Dios, y el médico que debe aplicársela la Iglesia, representada por el Sacerdocio.
Mas, ¿cómo el clero cumplirá tan grande y augusta obra?
Pero necesitamos Cirineo, como Cristo, que nos ayude a llevarla; y quien a desempeñar ese importante papel está llamado es nuestro Clero.
La sociedad necesita, no hay duda, de médico y de medicina, y la medicina es Dios, y el médico que debe aplicársela la Iglesia, representada por el Sacerdocio.
Mas, ¿cómo el clero cumplirá tan grande y augusta obra?
Nadie ignora que uno de nuestros más poderosos medios de acción es la palabra, con la cual revelamos a los pueblos el misterio de Dios; pero claro es que para predicar a Dios es menester conocerlo bien, lo cual se consigue con el estudio y la oración. En efecto; la teología nos enseña los atributos, perfecciones, grandezas y maravillas de Dios: Dios mismo cuando a Él nos acercamos, se nos deja ver, mostrándonos algo del resplandor celestial de su rostro divino; mas la teología no se aprende sino estudiando, y orando nos ponemos en contacto con Dios, de donde se deduce que el Sacerdote no será digno Sacerdote, no conocerá a Dios y no podrá hablar de Él si no es hombre de estudio y de ciencia, y si no es a la vez hombre de piedad y oración.
El Sacerdote debe ser de tal manera, que viéndole se vea a Cristo, para que a esta sociedad, tan ofuscada, se le entre Dios, no sólo por los oídos, sino por los ojos; lo cual expresado de otra forma, quiere decir que el Sacerdote ha de ser por sus virtudes fiel copia de Cristo, y como Él humilde, y como Él dulce en su trato y accesible a todos, y como Él puro en términos de que nadie razonablemente lo pueda vituperar y como Él caritativo, y para decirlo en una palabra, a ejemplo del celestial Maestro, santo.
La santidad fue siempre grandioso espectáculo que hizo prorrumpir aun a los más despreocupados en este grito: «Mirabilis Deus»; Maravilla de Dios; pero en el Sacerdote es la santidad más que en nadie grata, esplendorosa, atractiva, en tal manera que el Sacerdote santo arrastra en pos de sí a las gentes, las cuales a su pesar alaban la religión, que tales representantes tiene; y es que la luz de Dios como que se irradia a través de la carne misma del hombre, y penetran sus resplandores por todos los ojos.
El Sacerdote debe ser de tal manera, que viéndole se vea a Cristo, para que a esta sociedad, tan ofuscada, se le entre Dios, no sólo por los oídos, sino por los ojos; lo cual expresado de otra forma, quiere decir que el Sacerdote ha de ser por sus virtudes fiel copia de Cristo, y como Él humilde, y como Él dulce en su trato y accesible a todos, y como Él puro en términos de que nadie razonablemente lo pueda vituperar y como Él caritativo, y para decirlo en una palabra, a ejemplo del celestial Maestro, santo.
La santidad fue siempre grandioso espectáculo que hizo prorrumpir aun a los más despreocupados en este grito: «Mirabilis Deus»; Maravilla de Dios; pero en el Sacerdote es la santidad más que en nadie grata, esplendorosa, atractiva, en tal manera que el Sacerdote santo arrastra en pos de sí a las gentes, las cuales a su pesar alaban la religión, que tales representantes tiene; y es que la luz de Dios como que se irradia a través de la carne misma del hombre, y penetran sus resplandores por todos los ojos.
[...] Aunque la idea cristiana de Dios sea eminentemente racional, es trabajosa empresa infundirla en los espíritus, y a los que de tal obra están encargados les haces falta el celo; pero no cualquier celo, sino incansable, que nunca desmaye, que se halle dispuesto a todo, y que jamás diga basta. Sólo a este precio realizará el Sacerdote su altísima misión, debiendo ser por lo tanto no sólo hombre de oración y de estudio, varón de virtud o santo, sino también operario activo.
Nuestro agradecimiento al Rvdo. D. Ignacio Gillén