“¿Queréis cumplir de manera digna y sabia el ministerio de la palabra, en el anuncio del Evangelio y conservando la ortodoxia en la exposición de la fe?”.
Pontificale Romanum. De Ordinatione Epíscopi,
presbyterorum et diaconorum,
Editio typica altera, Typis Polyglottis Vaticanis 1990
Editio typica altera, Typis Polyglottis Vaticanis 1990
Vaticano, 12 de Septiembre 2009
Queridos hermanos en el Sacerdocio,
Queridos hermanos en el Sacerdocio,
La “Nueva evangelización” nos convoca a cada uno a un esfuerzo, siempre renovado, de apostolado y de anuncio. El mandato del Señor a los Apóstoles es, en este sentido, explícito e inequívoco: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará” (Mc 16, 15-16a). La misión asumida durante la ordenación sacerdotal es exactamente la de “cumplir el ministerio de la palabra”, esto es, gastar la propia vida en el anuncio de Jesucristo, Verbo encarnado, muerto y resucitado, la única respuesta auténtica a las exigencias del corazón humano.
La disponibilidad para el “servicio de la palabra” no puede ser simplemente de algunos sacerdotes, particularmente sensibles a esta dimensión. Es característica propia e irrenunciable del mismo ministerio presbiteral, constituyendo parte esencial de aquel munus docendi recibido del Espíritu en el sacramento del Orden.
El rito prevé el empeño por cumplir este servicio de manera “digna” y “sabia”. La dignidad nos reenvía inmediatamente al objeto del anuncio: Jesucristo Salvador. Ningún presbítero se anuncia a sí mismo o sus propias ideas, ni interpretaciones personales o subjetivas del único eterno Evangelio. Somos llamados a reconocer la suprema “dignidad” de Aquel del Cual hemos sido hechos portadores y, en consecuencia, a cumplir de manera “digna”, este servicio. Esta conciencia no puede no traducirse en el esfuerzo por una profundización constante de la Sagrada Escritura, “Palabra de Dios en cuanto […] puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Divino” (Dei Verbum, 9); profundización que tiene que ser ciertamente exegético-teológica, pero sobre todo espiritual. El verdadero conocimiento de la Escritura es aquel del corazón, que nace de la intimidad diaria con ella, de la Lectio divna, hecha según la Tradición de los Padres, de la meditación profunda que, gradualmente pero eficazmente, conforma el alma al Evangelio, transformando a cada sacerdote en un “evangelio viviente”. Sabemos bien que “el Evangelio no es solo palabra, Cristo mismo es el Evangelio” (Benedicto XVI, Homilía, 12/09/09) y a Él estamos llamados a conformarnos, también a través del ejercicio del ministerio del anuncio.
Junto a la dignidad de este servicio, la sagrada liturgia indica la “sabiduría” como característica. Esta presupone la prudencia y la capacidad de mirar la realidad, tendencialmente, según la totalidad de sus factores, no absolutizando algún punto de vista humano, sino refiriéndolo siempre todo al único Absoluto que es Dios. Una predicación sabia tiene en cuenta sobre todo las exigencias reales de aquellos a los que se dirige, no imponiendo jamás interpretaciones arbitrarias e insuficientes, sino favoreciendo siempre la única cosa verdaderamente necesaria: el encuentro real con Dios de los hermanos encomendados a nuestro cuidado. La sabiduría es capaz de distinguir circunstancias, tiempos y modos, es humilde y no hace sobresalir al anunciador por encima de Aquel al que debe anunciar, ni tampoco sobre la Iglesia que, desde hace dos mil años, custodia vivamente el Evangelio. En fin, cumplir de manera sabia “el ministerio de la palabra” significa ser siempre lúcidamente conscientes de la obra de Dios en todo anuncio: es él quien prepara los corazones, es él quien encuentra a los hombres, es él quien hace germinar las flores de conversión y madura los frutos de caridad. El único “relativismo” admitido es aquel hacia si mismo: ¡debemos ser, como predicadores, totalmente “relativos a Dios”!
Descubriremos, de este modo, la eficacia y la belleza del ministerio que se nos ha confiado a través del anuncio de la Palabra, sentiremos aquella íntima compañía del Señor, que ama a quien da con alegría y no deja jamás solo a su siervo, contemplaremos, conmovidos, los frutos que Él permitirá y notaremos su compañía también en el momento de la Cruz.
La disponibilidad para el “servicio de la palabra” no puede ser simplemente de algunos sacerdotes, particularmente sensibles a esta dimensión. Es característica propia e irrenunciable del mismo ministerio presbiteral, constituyendo parte esencial de aquel munus docendi recibido del Espíritu en el sacramento del Orden.
El rito prevé el empeño por cumplir este servicio de manera “digna” y “sabia”. La dignidad nos reenvía inmediatamente al objeto del anuncio: Jesucristo Salvador. Ningún presbítero se anuncia a sí mismo o sus propias ideas, ni interpretaciones personales o subjetivas del único eterno Evangelio. Somos llamados a reconocer la suprema “dignidad” de Aquel del Cual hemos sido hechos portadores y, en consecuencia, a cumplir de manera “digna”, este servicio. Esta conciencia no puede no traducirse en el esfuerzo por una profundización constante de la Sagrada Escritura, “Palabra de Dios en cuanto […] puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Divino” (Dei Verbum, 9); profundización que tiene que ser ciertamente exegético-teológica, pero sobre todo espiritual. El verdadero conocimiento de la Escritura es aquel del corazón, que nace de la intimidad diaria con ella, de la Lectio divna, hecha según la Tradición de los Padres, de la meditación profunda que, gradualmente pero eficazmente, conforma el alma al Evangelio, transformando a cada sacerdote en un “evangelio viviente”. Sabemos bien que “el Evangelio no es solo palabra, Cristo mismo es el Evangelio” (Benedicto XVI, Homilía, 12/09/09) y a Él estamos llamados a conformarnos, también a través del ejercicio del ministerio del anuncio.
Junto a la dignidad de este servicio, la sagrada liturgia indica la “sabiduría” como característica. Esta presupone la prudencia y la capacidad de mirar la realidad, tendencialmente, según la totalidad de sus factores, no absolutizando algún punto de vista humano, sino refiriéndolo siempre todo al único Absoluto que es Dios. Una predicación sabia tiene en cuenta sobre todo las exigencias reales de aquellos a los que se dirige, no imponiendo jamás interpretaciones arbitrarias e insuficientes, sino favoreciendo siempre la única cosa verdaderamente necesaria: el encuentro real con Dios de los hermanos encomendados a nuestro cuidado. La sabiduría es capaz de distinguir circunstancias, tiempos y modos, es humilde y no hace sobresalir al anunciador por encima de Aquel al que debe anunciar, ni tampoco sobre la Iglesia que, desde hace dos mil años, custodia vivamente el Evangelio. En fin, cumplir de manera sabia “el ministerio de la palabra” significa ser siempre lúcidamente conscientes de la obra de Dios en todo anuncio: es él quien prepara los corazones, es él quien encuentra a los hombres, es él quien hace germinar las flores de conversión y madura los frutos de caridad. El único “relativismo” admitido es aquel hacia si mismo: ¡debemos ser, como predicadores, totalmente “relativos a Dios”!
Descubriremos, de este modo, la eficacia y la belleza del ministerio que se nos ha confiado a través del anuncio de la Palabra, sentiremos aquella íntima compañía del Señor, que ama a quien da con alegría y no deja jamás solo a su siervo, contemplaremos, conmovidos, los frutos que Él permitirá y notaremos su compañía también en el momento de la Cruz.
+ Mauro Piacenza
Arzobispo titular de Vittoriana
Secretario
Arzobispo titular de Vittoriana
Secretario