Venerados Hermanos en el Episcopado,
Como el apóstol Pablo en la Iglesia primitiva , habéis venido, amados Pastores de las provincias eclesiásticas de Olinda y Recife, Paraíba, Maceió y Natal, a visitar a Pedro (cf. Gal 1, 18). Acojo y saludo con afecto a cada uno de vosotros, empezando por Dom Antônio, arzobispo de Maceió, a quien agradezco los sentimientos que ha manifestado en nombre de todos haciéndose intérprete también de las alegrías, dificultades y esperanzas del pueblo de Dios peregrino en la Región Nordeste 2. En la persona de cada uno de vosotros, abrazo a los presbíteros y a los fieles de vuestras comunidades diocesanas.
En sus fieles y en sus ministros, la Iglesia es sobre la Tierra una comunidad sacerdotal estructurada orgánicamente como Cuerpo de Cristo, para desempeñar eficazmente, unida a su Cabeza, su misión histórica de salvación. Así nos lo enseña san Pablo: "vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12, 27). En efecto, los miembros no tienen todos la misma función: esto es lo que constituye la belleza y la vida del cuerpo (cf. 1 Cor 12, 14-17). Es en la diversidad esencial entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común donde se entiende la identidad específica de los fieles ordenados y laicos. Por esa razón es necesario evitar la secularización de los sacerdotes y la clericalización de los laicos. En esa perspectiva, por tanto, los fieles laicos deben comprometerse en expresar en la realidad, incluso a través del compromiso político, la visión antropológica cristiana y la doctrina social de la Iglesia. Diversamente, los sacerdotes deben permanecer apartados de un compromiso personal con la política, a fin de favorecer la unidad y la comunión de todos los fieles, y así podrán ser una referencia para todos. Es importante hacer crecer esta conciencia en los sacerdotes, religiosos y fieles laicos, animando y vigilando para que cada cual se sienta motivado a actuar según su propio estado.
La profundización armónica, correcta y clara de la relación entre sacerdocio común y ministerial constituye actualmente uno de los puntos más delicados del ser y de la vida de la Iglesia. Por un lado el número exiguo de presbíteros podría llevar a las comunidades a resignarse a esta carencia, consolándose con el hecho de que ésta pone de manifiesto mejor el papel de los fieles laicos. Pero la falta de presbíteros no justifica una participación más activa y numerosa de los laicos. En realidad, cuanto más los fieles se vuelven conscientes de sus responsabilidades en la Iglesia, tanto más sobresalen la identidad específica y el papel insustituible del sacerdote como pastor del conjunto de la comunidad, como testigo de la autenticidad de la fe y dispensador, en nombre de Cristo-Cabeza, de los misterios de la salvación.
Sabemos que la "misión de salvación", confiada por el Padre a su Hijo encarnado, "se confió a los Apóstoles y, por ellos, a sus sucesores; estos reciben el Espíritu de Je´sus para actuar en su nombre y en su persona. Así, el ministro ordenado es el lazo sacramental que une la acción litúrgica a aquello que dijeron e hicieron los Apóstoles y, por ellos, a lo que dijo e hizo el mismo Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1120). Por eso, la función del presbítero es esencial e insustituible para el anuncio de la Palabra y la celebración de los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, memorial del Sacrificio supremo de Cristo, que entrega su Cuerpo y su Sangre. Por eso urge pedir al Señor que envíe obreros a su Mies; además de eso, es preciso que los sacerdotes manifiesten la alegría de la fidelidad a la propia identidad con el entusiasmo de la misión.
Amados Hermanos, tengo la certeza de que, en vuestra solicitud pastoral y en vuestra prudencia, procuráis con particular atención asegurar a las comunidades de vuestras diócesis la presencia de un ministro ordenado. En la situación actual en que muchos de vosotros os veis obligados a organizar la vida eclesial con pocos presbíteros, es importante evitar que semejante situación sea considerada normal o típica del futuro. Como recordé al primer grupo de obispos brasileños la semana pasada, debéis concentrar los esfuerzos en despertar nuevas vocaciones sacerdotales y encontrar los pastores indispensables a vuestras diócesis, ayudándoos mutuamente para que todos dispongan de presbíteros mejor formados y más numerosos para sustentar la vida de fe y la misión apostólica d ellos fieles.
Por otro lado, también aquellos que recibirán las Ordenes sagradas están llamados a vivir con coherencia y plenitud la gracia y los compromisos del bautismo, esto es, a ofrecerse a sí mismos y toda su vida en unión con la oblación de Cristo. La celebración cotidiana del Sacrificio del Altar y la oración diaria de la Liturgia de las Horas deben ir siempre acompañadas del testimonio de toda la existencia que se hace don a Dios y a los demás y que se convierte así en guía para los fieles.
A lo largo de los meses que siguen, la Iglesia tiene ante los ojos el ejemplo del Santo Cura de Ars, que invitaba a los fieles a unir sus vidas al Sacrificio de Cristo y se ofrecía a sí mismo exclamando: "¡Qué bien hace a un padre ofrecerse en sacrificio a Dios todas las mañanas!" (Le Curé d'Ars. Sa pensée - son cœur, coord. Bernard Nodet, 1966, pág. 104). Él sigue siendo un modelo actual para vuestros presbíteros, especialmente en la vivencia del celibato como exigencia del don total de sí mismos, expresión de aquella caridad pastoral que el Concilio Vaticano II presenta como centro unificador del ser y del actuar sacerdotal. Casi contemporáneamente vivía en vuestro amado Brasil, en São Paulo, fray Antônio de Sant'Anna Galvão, a quien tuve la alegría de canonizar el 11 de mayo de 2007: también él dejó un "testimonio de adorador fervoroso de la Eucaristía (...), [viviendo] en laus perene, en constante actitud de oración" (Homilía en su canonización, n. 2). De este modo ambos procuraron imitar a Jesucristo, haciéndose cada uno de ellos no sólo sacerdote, sino también víctima y oblación como Jesús.
Amados Hermanos en el Episcopado, ya se manifiestan numerosas señales de esperanza para el futuro de vuestras Iglesias particulares, un futuro que Dios está preparando a través del celo y de la fidelidad con que ejercéis vuestro ministerio episcopal. Quiero aseguraros mi apoyo fraterno al mismo tiempo que pido vuestras oraciones para que me sea concedido confirmar a todos en la fe apostólica (cf. Lc 22, 32). Que la bienaventurada Virgen María interceda por todo el pueblo de Dios en Brasil, para que los pastores y fieles puedan, con valor y alegría, "anunciar abiertamente el misterio del Evangelio" (cf. Ef 6, 19). Con esta oración, concedo mi Bendición Apostólica a vosotros, a los presbíteros y a todos los fieles de vuestras diócesis: "La paz esté con todos vosotros que estáis en Cristo" (1 Pe 5, 14).
Como el apóstol Pablo en la Iglesia primitiva , habéis venido, amados Pastores de las provincias eclesiásticas de Olinda y Recife, Paraíba, Maceió y Natal, a visitar a Pedro (cf. Gal 1, 18). Acojo y saludo con afecto a cada uno de vosotros, empezando por Dom Antônio, arzobispo de Maceió, a quien agradezco los sentimientos que ha manifestado en nombre de todos haciéndose intérprete también de las alegrías, dificultades y esperanzas del pueblo de Dios peregrino en la Región Nordeste 2. En la persona de cada uno de vosotros, abrazo a los presbíteros y a los fieles de vuestras comunidades diocesanas.
En sus fieles y en sus ministros, la Iglesia es sobre la Tierra una comunidad sacerdotal estructurada orgánicamente como Cuerpo de Cristo, para desempeñar eficazmente, unida a su Cabeza, su misión histórica de salvación. Así nos lo enseña san Pablo: "vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12, 27). En efecto, los miembros no tienen todos la misma función: esto es lo que constituye la belleza y la vida del cuerpo (cf. 1 Cor 12, 14-17). Es en la diversidad esencial entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común donde se entiende la identidad específica de los fieles ordenados y laicos. Por esa razón es necesario evitar la secularización de los sacerdotes y la clericalización de los laicos. En esa perspectiva, por tanto, los fieles laicos deben comprometerse en expresar en la realidad, incluso a través del compromiso político, la visión antropológica cristiana y la doctrina social de la Iglesia. Diversamente, los sacerdotes deben permanecer apartados de un compromiso personal con la política, a fin de favorecer la unidad y la comunión de todos los fieles, y así podrán ser una referencia para todos. Es importante hacer crecer esta conciencia en los sacerdotes, religiosos y fieles laicos, animando y vigilando para que cada cual se sienta motivado a actuar según su propio estado.
La profundización armónica, correcta y clara de la relación entre sacerdocio común y ministerial constituye actualmente uno de los puntos más delicados del ser y de la vida de la Iglesia. Por un lado el número exiguo de presbíteros podría llevar a las comunidades a resignarse a esta carencia, consolándose con el hecho de que ésta pone de manifiesto mejor el papel de los fieles laicos. Pero la falta de presbíteros no justifica una participación más activa y numerosa de los laicos. En realidad, cuanto más los fieles se vuelven conscientes de sus responsabilidades en la Iglesia, tanto más sobresalen la identidad específica y el papel insustituible del sacerdote como pastor del conjunto de la comunidad, como testigo de la autenticidad de la fe y dispensador, en nombre de Cristo-Cabeza, de los misterios de la salvación.
Sabemos que la "misión de salvación", confiada por el Padre a su Hijo encarnado, "se confió a los Apóstoles y, por ellos, a sus sucesores; estos reciben el Espíritu de Je´sus para actuar en su nombre y en su persona. Así, el ministro ordenado es el lazo sacramental que une la acción litúrgica a aquello que dijeron e hicieron los Apóstoles y, por ellos, a lo que dijo e hizo el mismo Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1120). Por eso, la función del presbítero es esencial e insustituible para el anuncio de la Palabra y la celebración de los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, memorial del Sacrificio supremo de Cristo, que entrega su Cuerpo y su Sangre. Por eso urge pedir al Señor que envíe obreros a su Mies; además de eso, es preciso que los sacerdotes manifiesten la alegría de la fidelidad a la propia identidad con el entusiasmo de la misión.
Amados Hermanos, tengo la certeza de que, en vuestra solicitud pastoral y en vuestra prudencia, procuráis con particular atención asegurar a las comunidades de vuestras diócesis la presencia de un ministro ordenado. En la situación actual en que muchos de vosotros os veis obligados a organizar la vida eclesial con pocos presbíteros, es importante evitar que semejante situación sea considerada normal o típica del futuro. Como recordé al primer grupo de obispos brasileños la semana pasada, debéis concentrar los esfuerzos en despertar nuevas vocaciones sacerdotales y encontrar los pastores indispensables a vuestras diócesis, ayudándoos mutuamente para que todos dispongan de presbíteros mejor formados y más numerosos para sustentar la vida de fe y la misión apostólica d ellos fieles.
Por otro lado, también aquellos que recibirán las Ordenes sagradas están llamados a vivir con coherencia y plenitud la gracia y los compromisos del bautismo, esto es, a ofrecerse a sí mismos y toda su vida en unión con la oblación de Cristo. La celebración cotidiana del Sacrificio del Altar y la oración diaria de la Liturgia de las Horas deben ir siempre acompañadas del testimonio de toda la existencia que se hace don a Dios y a los demás y que se convierte así en guía para los fieles.
A lo largo de los meses que siguen, la Iglesia tiene ante los ojos el ejemplo del Santo Cura de Ars, que invitaba a los fieles a unir sus vidas al Sacrificio de Cristo y se ofrecía a sí mismo exclamando: "¡Qué bien hace a un padre ofrecerse en sacrificio a Dios todas las mañanas!" (Le Curé d'Ars. Sa pensée - son cœur, coord. Bernard Nodet, 1966, pág. 104). Él sigue siendo un modelo actual para vuestros presbíteros, especialmente en la vivencia del celibato como exigencia del don total de sí mismos, expresión de aquella caridad pastoral que el Concilio Vaticano II presenta como centro unificador del ser y del actuar sacerdotal. Casi contemporáneamente vivía en vuestro amado Brasil, en São Paulo, fray Antônio de Sant'Anna Galvão, a quien tuve la alegría de canonizar el 11 de mayo de 2007: también él dejó un "testimonio de adorador fervoroso de la Eucaristía (...), [viviendo] en laus perene, en constante actitud de oración" (Homilía en su canonización, n. 2). De este modo ambos procuraron imitar a Jesucristo, haciéndose cada uno de ellos no sólo sacerdote, sino también víctima y oblación como Jesús.
Amados Hermanos en el Episcopado, ya se manifiestan numerosas señales de esperanza para el futuro de vuestras Iglesias particulares, un futuro que Dios está preparando a través del celo y de la fidelidad con que ejercéis vuestro ministerio episcopal. Quiero aseguraros mi apoyo fraterno al mismo tiempo que pido vuestras oraciones para que me sea concedido confirmar a todos en la fe apostólica (cf. Lc 22, 32). Que la bienaventurada Virgen María interceda por todo el pueblo de Dios en Brasil, para que los pastores y fieles puedan, con valor y alegría, "anunciar abiertamente el misterio del Evangelio" (cf. Ef 6, 19). Con esta oración, concedo mi Bendición Apostólica a vosotros, a los presbíteros y a todos los fieles de vuestras diócesis: "La paz esté con todos vosotros que estáis en Cristo" (1 Pe 5, 14).