Espíritu de paciencia, pobreza, humildad, amor al retiro, al
trabajo, a la práctica de la religión: he aquí la virtud necesaria y la cualidad
indispensable para el sacerdote. Pero
otro espíritu, otra virtud, otra obra se requiere para un verdadero ministro de
Dios, el cual como luz del mundo y sal de la tierra está destinado a iluminar,
a santificar las almas. Hombre de oración debe ser el sacerdote si quiere
asemejarse al Divino Redentor, si desea hacer el bien en el campo evangélico.
No debe buscar otro maestro: los buenos operarios que se hicieron eminentes en
esta ciencia, fueron todos alumnos de esta escuela, todo imitaron en esto al
Divino Maestro. El hombre apostólico tiene sus tiempos fijos de oración.
Renunciando a esta escuela no seremos copia de este modelo, sino solo hombres
materiales, porque sin alma y sin espíritu, apóstoles de nombre, bronce que
resuena y nada más. Además de esto, debemos tener nuestro corazón dirigido
hacia Dios durante el curso del día, antes de comenzar cualquier obra, en el
ejercicio de nuestro ministerio y después de haber terminado. Nuestro corazón esté abierto a Dios, tenga
siempre una vía abierta para mantener una continua relación con él.
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