martes, 27 de enero de 2015

LA VIRGEN MARÍA , MADRE DE LOS SACERDOTES. Beato Columba Marmión


Puede decirse, en términos generales, que la devoción del sacerdote a la Santísima Virgen consiste en comportarse con ella de la misma manera que lo hizo Jesucristo.
¿Cuál debe ser la práctica fundamental de nuestra devoción?
La Santísima Trinidad eligió libérrimamente a Nuestra Señora para que fuese la madre de Jesucristo. También nosotros podemos imitar esta santa elección divina consagrándonos a ella. Debemos ofrecer a María espontáneamente nuestra persona y nuestra vida, y esta práctica fundamental de la devoción mariana la debemos renovar con mucha frecuencia, por ejemplo, después de la Misa, ofreciéndonos a nuestra Madre y rogándola que vele sobre nosotros como veló sobre su Hijo.
Debemos, también, honrar a María con algunas prácticas especiales de piedad. No es que yo quiera sobrecargaros con demasiados ejercicios. Las devociones son como las flores de un jardín, que se van cortando una a una para formar un ramillete.
¿No es verdad que haríamos una cosa agradabilísima a la Santísima Virgen si cada día pusiéramos especial empeño en guardar escrupulosamente una prescripción litúrgica con la intención de honrar con ello a nuestra Madre? Así, por ejemplo, al decir el Communicantes en la santa Misa, las rúbricas nos mandan que hagamos una inclinación de cabeza al pronunciar el nombre de María; pues hagamos esta inclinación con todo respeto y amor. Tengamos también especial cuidado en decir con espíritu de piedad el Avemaría, que tantas veces repetimos al rezar el oficio divino, y lo mismo cabe decir del himno mariano que solemos rezar al fin del oficio.
Cuando la liturgia celebra las fiestas de la Bienaventurada Madre de Jesús, formemos explícitamente la intención de ofrecer el oficio divino y la Misa en honor de María y agradezcamos al Señor por «haber hecho maravillas en ella» (Lc., I, 49). Una de las más elevadas formas de amor divino es el admirar las perfecciones de Dios, complaciéndose en exaltarlas. Pues lo mismo puede decirse del amor a Nuestra Señora: el gozarse de sus privilegios, de la plenitud de su gracia y de la belleza incomparable de su santidad, bendiciendo por ello al Señor, es un hermoso homenaje de amor. Y cada una de las fiestas que la liturgia ha instituido en honor de la Virgen es un maravilloso cántico, en el que se exaltan todos estos privilegios.
Por lo que respecta a la devoción del rosario, hay algunos temperamentos que la menosprecian, diciendo que es una devoción propia de niños o de sencillas mujeres. Pero, ¿no fue, por ventura, el mismo Jesucristo quien dijo que para entrar en el cielo debemos ser humildes como los niños? (Mt., XVIII, 3).
Os voy a proponer una comparación que os ayudará a comprender la eficacia del santo rosario. ¿Os acordáis de la historia de David cuando derrotó a Goliat? ¿De qué se valió el joven israelita para derribar al gigante? De su honda, con la que le lanzó un guijarro que le dio en mitad de la frente. Si el filisteo es el representante de todas las potencias del mal, la herejía, el orgullo, la impureza…, las piedras de la honda, que son capaces de derribar al enemigo, son el símbolo de las Avemarías del rosario. Los caminos de Dios son completamente distintos de los nuestros. Solemos creer que para producir grandes efectos hay que emplear poderosos medios. Pero los criterios de Dios son completamente contrarios a los nuestros y se complace en emplear para sus obras los instrumentos más débiles: Infirma mundi elegit ut confundat fortia (I Cor., I, 27).
¿De dónde le viene al rosario su eficacia?
Ante todo, de las oraciones tan sublimes que lo forman. El Padrenuestro lo recibimos de labios de nuestro Señor Jesucristo como un trasunto del amor y de la santidad del Padre celestial; el Avemaría nos vino del cielo cuando el arcángel San Gabriel saludó a Nuestra Señora. Y la Iglesia, que conoce perfectamente las necesidades de sus hijos, ha añadido una plegaria, que nos hace repetir ciento cincuenta veces, para pedir a la Santísima Virgen que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. ¿Hay, acaso, aún para los sacerdotes, petición que sea más oportuna y conveniente que ésta?
Además, la recitación del rosario nos trae al recuerdo los misterios más principales de nuestra redención. Aunque ya os lo he dicho en otras ocasiones, no está de más que os repita en este lugar que, de todos los pasos de la vida de Cristo, se desprende como una virtud de la que nos beneficiamos siempre que meditamos en las escenas del Evangelio. Esta devoción del rosario, hace que tributemos al Señor, por mediación de María, el homenaje de una consideración amorosa, al paso que vamos recorriendo los misterios de su infancia, los de su pasión y los de su triunfo glorioso y contribuye, por lo mismo, a que desciendan sobre nosotros con gran abundancia los auxilios divinos.
Añádase a esto que en todas y cada una de las acciones de la Santísima Virgen, tan sencillas y tan generosas, encontramos magníficos ejemplos de virtudes que imitar, al mismo tiempo que grandes motivos de esperanza, de caridad y de alegría.
Veamos, por ejemplo, el primer misterio: la Anunciación. ¿Hay algo más estimulante y provechoso que contemplar a la Virgen dialogando con el ángel? También nosotros saludamos a María, llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Dice San Juan, a propósito de la encarnación: «el Verbo habitó entre nosotros», in nobis. Cuando contemplamos este sublime misterio, podemos acomodar el texto del evangelista, y decir: Verbum habitat in illa: «El Verbo habita en María», y reside en su seno virginal como Hijo suyo concebido por el Espíritu Santo.
Es un motivo de gran consuelo saber que nuestro Salvador, al entrar en el mundo, encontró un corazón como el de su madre, que le estuvo enteramente consagrado. Es verdad que Jesús vive también en cada uno de nosotros, pero nuestros pecados impiden que su vida alcance el debido desarrollo. Aún en las almas santas, su reinado se ve entorpecido por las imperfecciones a que están sujetas. Pero en María no ocurría así, porque le estaba enteramente consagrada hasta el punto de que no vivía sino de su amor: por eso el ángel la llamó gratia plena. Pidámosle, pues, que nos dé a este Cristo que ella concibió para nosotros.
En el misterio de la Visitación admiramos la caridad de la Virgen. La avanzada edad de Isabel y la proximidad del nacimiento de San Juan Bautista reclamaban la presencia de María en casa de su prima. La Virgen se trasladó allí «con diligencia»: Abiit… cum festinatione (Lc., I, 39), y apenas entró en la casa, Isabel, movida por el Espíritu Santo, la saludó con esta exclamación: «Bendita tú entre las mujeres», y añadió: «Dichosa tú que has creído. Porque, siguiendo una conducta completamente distinta a la de mi marido, que dudaba en dar fe a las palabras del ángel, tú has creído inmediatamente la maravillosa embajada que te trajo el arcángel San Gabriel».
La Virgen, al oír esto, prorrumpió en un cántico de agradecimiento al Señor: «Ha mirado la humildad de su sierva… Ha hecho en mí maravillas…» Las fórmulas del Magnificat están tomadas de diversos lugares de la Biblia y la Virgen las hizo suyas para poder expresar mejor los sentimientos de reconocimiento y de alegría que desbordaban su corazón. Todo el mundo interior de María –su humildad, su santa admiración, su amor– se revelan en estos admirables versículos. El espíritu de Jesús, que llenaba su alma, es el que le inspiró estas expresiones.
La Iglesia ha elegido sabiamente este himno para que lo cantemos nosotros todos los días en Vísperas, enseñándonos a alabar al Señor con los mismos acentos que su Madre
De forma parecida podemos meditar los demás misterios que recordamos en el santo rosario. Si nuestra alma llegara a impregnarse de los sublimes misterios que evocamos al practicar esta devoción, encontraríamos una facilidad mucho mayor para nuestra oración.
Nos quejamos, a veces, de que al hacer la meditación nos encontramos vacíos de ideas. Nada tiene esto de extraño si no procuramos que nuestra alma se alimente de santos pensamientos.
¿No se podría afirmar que, si alguno no tiene aprecio a la devoción del santo rosario, es ordinariamente señal de que no se ha esforzado durante algún tiempo en recitarlo con la debida piedad?
No faltan quienes piensan que se pueden desgranar las cuentas del rosario sin prestar la menor atención a lo que dicen. Y están en un lamentable error, porque en toda oración, para que merezca el nombre de tal, hay que fijar la atención o en las palabras que recitamos o en Aquél a quien nos dirigimos.
Cuando el alma llega a penetrar el espíritu de la devoción del rosario, encuentra en su práctica las mayores delicias. San Alfonso María de Ligorio, durante su última enfermedad, no lo soltaba de la mano. Un día que el Hermano de su Congregación que le cuidaba estaba impaciente para llevarle a la mesa y servirle la comida, cuanto todavía no había terminado las Avemarías de la decena que estaba rezando, le repuso el santo: «Espere un momento, porque un Avemaría vale más que todas las comidas del mundo». Otro día que el Hermano le dijo: «Pero, Monseñor, ya habéis rezado el rosario y no es cosa de repetirlo diez veces», le respondió el santo: «Ignoráis, acaso, que mi salvación depende de esta devoción?».
¿No os habéis encontrado con sencillas ancianitas que lo rezan siempre con gran fervor? Pues haced cuanto está de vuestra parte para imitar su ejemplo. Humillaos a los pies de Jesús, porque nada hay mejor que hacerse niño cuando nos encontramos en presencia de un Dios tan grande.
Además de honrarla con el santo rosario, debemos guardar un recuerdo permanente y filial de Nuestra Señora. ¿No es, acaso, verdad que todo buen hijo se complace en recordar todo lo que en otro tiempo hizo su madre por él y cómo aún ahora viene en su ayuda en los trances difíciles de la vida? No olvidemos en nuestras predicaciones el hablar con frecuencia de la Virgen María, que es Madre de Jesús y Madre nuestra.
Fuera de las prácticas de piedad, debemos, también, mostrarnos filialmente obedientes a Nuestra Señora en todo el curso de la vida.
¿Pero es que María nos manda alguna cosa para que podamos decir que debemos obedecerla?
La respuesta a esta importante pregunta nos la da el mismo Evangelio. En las bodas de Caná, María dijo a los criados, señalándoles a Jesús: «Haced lo que Él os dijere» (Jo., II, 5). ¿No es verdad que también a nosotros nos dice lo mismo? ¿Queremos agradar a Nuestra Señora? Pues imitemos a los criados de Caná. Jesús les habla y ellos escuchan lo que les dice y hacen lo que les manda. Jesús les ordena que llenen de agua las vasijas destinadas a la purificación de los judíos y ellos ejecutan la orden, a pesar de que parecía que aquello no conducía a nada.
Pues lo mismo puede decirse de nosotros, ya que obedeceremos a María si nos sometemos en todo a Jesús, atendiendo a lo que nos dice y siguiendo sus ejemplos; y conformando nuestra conducta a las normas que recibimos de los que hacen sus veces. Lo que más ambiciona su corazón es que nosotros seamos discípulos fieles y ministros celosos de Jesucristo, animados de las mismas disposiciones interiores que tenía Jesús para con su Padre, para con los hombres y para con ella misma. Tal es nuestra mejor devoción a nuestra Madre celestial.
Debemos también confiar en la ayuda de la Virgen María para que podamos celebrar dignamente nuestra Misa. Aunque no había recibido la dignidad del sacerdocio, con todo, al pie de la cruz, tomó más parte que nadie en el sacrificio de su Hijo. Se unió a Él con todo el afecto de que era capaz su corazón, hasta el punto de que no hubiera sido posible separar su dolor, su ofrenda, su aceptación y su inmolación de las de Jesús.
¿No podemos, acaso, afirmar de su «compasión» en el Calvario, lo mismo que dijo Jesús de su propia pasión: que aquélla fue «su hora» por excelencia?
¿Quién podría enseñarnos mejor que ella cuáles son los sentimientos que Jesucristo quiere encontrar en el corazón del sacerdote cuando celebra los santos misterios? Si no contamos con una gracia especial, no debemos intentar gozar durante la santa Misa de una unión continua y sentida con la Santísima Virgen, porque se trata de un favor excepcional que Dios no lo concede a todos los sacerdotes. Pero haremos muy bien si, antes de subir las gradas del altar, nos acogemos a la protección de la Santísima Virgen. Y esta práctica filial es una de las más recomendables. Para ello, podemos servirnos de la siguiente oración, que fue aprobada por León XIII: «Oh Madre de piedad y de misericordia…, te ruego que así como asististe a tu Hijo amadísimo cuando estaba pendiente de la cruz, así también te dignes asistir clemente a mí, pobre pecador, y a todos los sacerdotes que aquí y en toda la Iglesia van a ofrecer hoy el divino sacrificio; para que, ayudados de tu favor, podamos ofrecer una hostia digna y aceptable ante la soberana e indivisible Trinidad».
Antes de terminar, sólo me queda por recordaros que Jesús, momentos antes de exhalar su último suspiro, confió su madre a San Juan. En aquel momento solemne, Jesús hizo a su discípulo amado el más rico de sus legados.
Ahora bien, ¿cuál fue la conducta que siguió aquel apóstol, aquel sacerdote a quien Jesús confió el cuidado de su Madre? Como buen hijo, desde aquel momento, el discípulo «la tuvo en su casa»: Accepit eam in sua (Jo., XIX, 27).
Recibamos también nosotros a María en nuestra casa como todo buen hijo recibe a su madre; vivamos con ella, es decir, asociémosla a nuestros trabajos, a nuestras penas y a nuestras alegrías.
¿No es, por ventura, verdad que ella desea más que nadie ayudarnos para que lleguemos a ser sacerdotes santos y a reproducir en nuestras almas las virtudes de Jesús?