«Os debo buen ejemplo, así como instrucción, mis servicios y a mí mismo por entero. Si resulta necesario, debo incluso sacrificarme por vuestras almas. Mi primer deber es dar buen ejemplo. Como pastor, debo ser la luz del mundo y la sal de la tierra, lo que me obliga a todas las virtudes... Debo honrar mi ministerio mediante una vida santa e irreprochable, y vosotros debéis honrar, respetar e imitar mi ministerio. Pero ese honor y ese respeto no lo debéis a mi persona, sino a mi ministerio, pues en mis manos tengo poderes que nunca tendrán ni los ángeles del Cielo ni los reyes de la tierra. Puedo reconciliaros con Dios, reparar vuestros pecados, abriros el manantial de la gracia y la puerta del Cielo, consagrar la Eucaristía y hacer que Jesús, nuestro Salvador, se instale en medio de vosotros. Debéis considerarme como el enviado de Dios para conduciros al Cielo... El segundo de mis deberes es instruiros: catequizar a los niños, enseñar a los ignorantes, incluso a aquellos que no frecuentan la Iglesia, aconsejar a los padres y madres de familia y exhortar a los jóvenes. Y si se presenta algún vicio, no tendré más remedio que levantar la voz. ¡Qué desgracia para mí si no dijera claramente la verdad!... En tercer lugar, me debo por entero a vosotros, como Jesús que dijo: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28). Debo dedicaros mis vigilias, mis cuidados, mis fatigas, en cualquier momento, tanto de día como de noche, a pesar de la distancia, del calor o del frío, a fin de procuraros mis auxilios... A mis servicios añadiré mi oración, pues fue gracias a ella como San Pablo convirtió tantas almas...»