Col 1,15-20: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9axgu3a.htm
Lc 10,25-37: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9bgwnjj.htm
En este domingo, la Liturgia hace que recorramos el camino que baja de
Jerusalén a Jericó, para hacernos considerar la caridad del buen samaritano,
pero las lecturas pueden ofrecer innumerables referencias para educar nuestra
alma, más profundamente que la simple consideración del hermoso signo de
solidaridad humana del samaritano.
La
primera lectura nos recuerda el
valor de la exacta observancia de los preceptos divinos que no se puede
conseguir sin un cambio de mentalidad (metanoia)
con todo el corazón y con toda el alma. Operari
sequitur esse.
Los
Santos Padres decían que la gloria de Dios es el hombre que vive (Ireneo). “El Señor volverá a complacerse en tu
prosperidad, como antes se había complacido en la prosperidad de tus padres”
(Dt 30 9). El re-nacimiento del hombre y de la sociedad, así como el de la
Iglesia, se concretan en una dinámica de obediencia: para el hombre nada sucede
mecánicamente, sino que todo pasa a través del consentimiento o del rechazo del
plan creador y salvífico de Dios. Las leyes divinas son la expresión externa de
lo que es íntimamente necesario al hombre para su bien. El mal es, por lo
demás, como un boomerang, que siempre
vuelve al que lo lanzó.
“El principio de la sabiduría es el temor del
Señor; sabio es aquel que le es fiel”, nos recuerda el salmo 110. Los
mandamientos son siempre para nosotros,
hombres, y para nuestra salvación. Pero la palabra del Deuteronomio de hoy
nos recuerda que las obras y el corazón no pueden separarse, y que el Señor
mira al corazón (1 Sam 16, 7) y ninguno será justificado si se corrige
solamente como el fariseo en el templo (Lc 18, 10-14) o, como hoy se diría, si
sólo es políticamente correcto.
En
el evangelio de hoy vemos que Jesús
es consultado por un doctor de la ley, que conocía perfectamente la respuesta a
su pregunta. Él quiso poner a Jesús en un aprieto, pero al final será él quien
termine así. Jesús derriba los muros que el hombre se construye para no caer en
el océano de la caridas. Los doctores de la ley habían diluido el precepto del
amor al prójimo en una sofisticada red de distinciones: por nacionalidad, por
práctica de la ley, por condición social, edad, sexo... Pero Jesus recuerda que
la caridad tiene un solo objeto: el hombre.
La Santa Madre Iglesia nos
recuerda, en este sentido, que “la
caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, condición social
o religión; no espera lucro o agradecimiento alguno. Porque así como Dios nos
amó con amor gratuito, así los fieles han de vivir preocupados por el hombre
mismo, amándole con el mismo movimiento con que Dios lo buscó. Así, pues, como
Cristo recorría las ciudades y las aldeas curando todos los males y
enfermedades como prueba de la llegada
del reino de Dios, así la Iglesia se une por medio de sus hijos a los
hombres de cualquier condición, pero especialmente con los pobres y los
afligidos, y a ellos se consagra gozosa (AG 12) . Y también: “Conságrense con especial cuidado a la
educación de los niños y de los adolescentes por medio de escuelas de todo
género, que deben ser consideradas no sólo como medio extraordinario para
formar y atender a la juventud cristiana, sino también como servicio extraordinariamente
valioso a los hombres, y sobre todo a las naciones en vías de desarrollo, para
elevar la dignidad humana y preparar condiciones de vida más favorables. Tomen
parte, además, los cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que, luchando
con el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan por conseguir
mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo” (AG 12).
En
la segunda lectura, San Pablo se
enfrenta con algunos problemas de la Iglesia de Colosas, donde algunos rebajaban
la persona y el primado soteriológico de Cristo, aduciendo que la verdad sería
universal y estaría disponible en cualquier parte. Jesús sería persona
salvífica de “primer nivel”, pero no él unico. Por eso el Apóstol de los
gentiles, salvando de la descomposición a la comunidad de Colosas, nos ofrece
un magnífico himno sobre el primado de Cristo. Él no se detiene para refutar
las teorías aparenteente “abiertas” de los colosenses, pero que en realidasd
eran sutiles y perniciosas, sino que les indica quién es verdaderamente Cristo.
Él es imagen del Dios invisible, no se
corresponde con una semejanza, sino que es igual en su naturaleza divina al
Padre y al Espíritu Santo. Él es también el inicio de la creación porque es su
autor. Pertenece a la Divinidad, aunque siendo verdaderaente hombre. Él es el primogénito de toda criatura, el origen
de todo el universo creado y posee, en consecuencia, el primado. Todo ha sido
creado por Él y en vista de Él. Así, es también Cabeza de la Iglesia, es decir,
de la parte de la humanidad que ya ha sido alcanzada por la redención.
Si la gloria de Dios es el
hombre vivo, entonces el hombre no puede subsistir si no es con Cristo, por Cristo y en Cristo. S.
Ignacio de Loyola nos recuerda el fin, para el cual el hombre y la creación
salieron del corazón de Dios según un proyecto de bondad. El hombre fue creado
para alabar, reverenciar y servir a Dios nuestro Señor, y así alcanzar la
salvación; las otras realidades de este mundo son creadas para el hombre y para
ayudarlo a alcanzar el fin para el que fue creado. De aquí se sigue que el
hombre debe servirse de ellas en tanto en cuanto lo ayuden para su fin y debe
alejarse de ellas en tanto en cuanto le sean un obstáculo.