VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Is 49,14-15: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9avunhbq.htm
1Cor 4,1-5: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9absind.htm
Mt 6,24-34: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9bfesyf.htm
Continúa el discurso de la montaña, que ya la liturgia nos ha presentado los anteriores domingos.
El marco de esta parte del discurso está constituido por una notable atención a la creación, como signo de la presencia del Misterio Creador. Jesús invita con renovada insistencia a una total confianza en Dios, y no en las cosas o en las dinámicas del mundo, como punto de apoyo real del abandono confiado y de la vida nueva introducida por Él, en el mundo.
El discípulo que se deja absorber completamente, casi de modo obsesivo, de la materialidad de la existencia (de la obsesión por “la comida” y por “el vestido”), revela una fe incierta y vacilante, que no ha hecho experiencia todavía y por tanto no da razón apropiadamente del amor paternal de Dios; el cual cuida de los propios hijos, con el amor y la ternura de una madre, mucho más allá de cualquier expectativa humana, como nadie más lo podría hacer.
En realidad, haciendo eco al texto de Isaías de la primera lectura, podríamos afirmar que la atención que Dios tiene para con el hombre supera al de una madre. Efectivamente leemos en el texto: “aunque hubiera una mujer que se olvidase, yo no te olvidaré jamás”.
El cristiano está pues continuamente llamado a vigilar sobre la tentación de “atar el corazón” a lo que a la vida no puede bastar; a la necesidad de hacer una elección: entre basar la propia ilusoria existencia en la mentira de las “cosas del mundo” o confiarse totalmente a Aquel que mucho más que cualquier otro lo ama y que proveerá, paternalmente, también a sus necesidades, en la óptica del uso de los bienes terrenales al servicio del Reino. Ésta es la única pobreza que la Iglesia, desde hace dos mil años vive y propone a todos los hombres.
La página del Evangelio se abre con una advertencia que constituye la llave hermenéutica de fondo: no se puede servir al mismo tiempo a dos señores, porque se acabará inevitablemente por querer a uno y odiar el otro.
El hombre aferrado a las cosas del mundo, corre el riesgo de acabar como esclavo del mundo, porque el mundo siempre cobra un precio a cambio de cuánto, falsamente, otorga; mientras que quién elige servir a Dios, experimentará la verdadera libertad, ya que el único “Señor” que libera es sólo el Dios de la vida.
Quien elige la primera vía podría incluso poseer riquezas, pero estará afligido en el corazón y en la conciencia; quien sigue en cambio la segunda, puede descubrir un sabor particular de la vida, una gozosa y segura satisfacción y una inesperada libertad, hecha de alegría y de paz interior.
Por qué al final de cuentas, ¿qué persona con sentido común podría pensar que realmente un objeto material cualquiera, por el solo hecho de poseerlo, pueda cambiar algo lo que ella es?
1Cor 4,1-5: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9absind.htm
Mt 6,24-34: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9bfesyf.htm
Continúa el discurso de la montaña, que ya la liturgia nos ha presentado los anteriores domingos.
El marco de esta parte del discurso está constituido por una notable atención a la creación, como signo de la presencia del Misterio Creador. Jesús invita con renovada insistencia a una total confianza en Dios, y no en las cosas o en las dinámicas del mundo, como punto de apoyo real del abandono confiado y de la vida nueva introducida por Él, en el mundo.
El discípulo que se deja absorber completamente, casi de modo obsesivo, de la materialidad de la existencia (de la obsesión por “la comida” y por “el vestido”), revela una fe incierta y vacilante, que no ha hecho experiencia todavía y por tanto no da razón apropiadamente del amor paternal de Dios; el cual cuida de los propios hijos, con el amor y la ternura de una madre, mucho más allá de cualquier expectativa humana, como nadie más lo podría hacer.
En realidad, haciendo eco al texto de Isaías de la primera lectura, podríamos afirmar que la atención que Dios tiene para con el hombre supera al de una madre. Efectivamente leemos en el texto: “aunque hubiera una mujer que se olvidase, yo no te olvidaré jamás”.
El cristiano está pues continuamente llamado a vigilar sobre la tentación de “atar el corazón” a lo que a la vida no puede bastar; a la necesidad de hacer una elección: entre basar la propia ilusoria existencia en la mentira de las “cosas del mundo” o confiarse totalmente a Aquel que mucho más que cualquier otro lo ama y que proveerá, paternalmente, también a sus necesidades, en la óptica del uso de los bienes terrenales al servicio del Reino. Ésta es la única pobreza que la Iglesia, desde hace dos mil años vive y propone a todos los hombres.
La página del Evangelio se abre con una advertencia que constituye la llave hermenéutica de fondo: no se puede servir al mismo tiempo a dos señores, porque se acabará inevitablemente por querer a uno y odiar el otro.
El hombre aferrado a las cosas del mundo, corre el riesgo de acabar como esclavo del mundo, porque el mundo siempre cobra un precio a cambio de cuánto, falsamente, otorga; mientras que quién elige servir a Dios, experimentará la verdadera libertad, ya que el único “Señor” que libera es sólo el Dios de la vida.
Quien elige la primera vía podría incluso poseer riquezas, pero estará afligido en el corazón y en la conciencia; quien sigue en cambio la segunda, puede descubrir un sabor particular de la vida, una gozosa y segura satisfacción y una inesperada libertad, hecha de alegría y de paz interior.
Por qué al final de cuentas, ¿qué persona con sentido común podría pensar que realmente un objeto material cualquiera, por el solo hecho de poseerlo, pueda cambiar algo lo que ella es?