viernes, 5 de marzo de 2010

Sermón sobre la penitencia


Nada nos consuela tanto durante nuestra vida y nos conforta a la hora de la muerte como las lágrimas que derramamos por nuestros pecados, el dolor que por los mismos experimentamos y las penitencias a que nos entregamos. Es esto muy fácil de comprender, puesto que por semejantes medios tenemos la dicha de expiar nuestras culpas o satisfacer a la justicia de Dios. (…)

Desde que el hombre pecó sus sentidos todos se rebelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar al alma con todas sus potencias. Y si aun queréis convenceros más de la necesidad de la penitencia, abrid la Sagrada Escritura, y allí veréis como todos cuantos pecaron y quisieron volver a Dios, derramaron abundantes lágrimas, se arrepintieron de sus culpas e hicieron penitencia. (…)

¿Por qué, hermanos míos, sentimos tanta repugnancia por la penitencia y experimentamos tan escaso dolor de nuestros pecados? ¡Ay, hermanos míos! Porque no conocemos ni los ultrajes que el pecado infiere a Jesucristo, ni los males que nos prepara para la eternidad. (…)

Más, me diréis vosotros, ¿cuántas clases de mortificaciones hay? Vedlas aquí, hermanos míos, hay dos: una es la interior, otra es la exterior, pero ellas van siempre juntas.
La exterior consiste en mortificar nuestro cuerpo con todos sus sentidos:
1º Debemos mortificar nuestros ojos: abstenernos de mirar, ni por curiosidad, los diversos objetos que podrían inducirnos a algún mal pensamiento; no leer libros inadecuados para conducirnos por la senda de la virtud, los cuales, al contrario, no harían más que desviarnos de aquel camino y extinguir la poca fe que nos queda.
2º Debemos mortificar nuestro oído: nunca escuchar con placer canciones o razonamientos que puedan lisonjearnos, y que a nada conducen: será siempre un tiempo muy mal empleado y robado a los cuidados que debemos tener para la salvación de nuestra alma; nunca hemos de complacernos tampoco en dar oídos a la maledicencia y a la calumnia. Sí, hermanos míos, debemos mortificarnos en todo eso, procurando no ser de aquellos curiosos que quieren saber todo lo que se hace, de dónde se viene, lo que se desea, lo que nos han dicho los demás.
3º Decimos que debemos mortificarnos en nuestro olfato: o sea, no complacernos en buscar lo que pueda causarnos deleite. Leemos en la vida de San Francisco de Borja que nunca olía las flores, al contrario, llevábase con frecuencia a la boca ciertas píldoras que mascaba, a fin de castigarse, por algún olor agradable que hubiese podido sentir o por haber tenido que comer algún manjar delicado.
4º Es cuarto lugar, digo que hemos de mortificar nuestro paladar: no debemos comer por glotonería, ni tampoco más de lo necesario; no hay que dar al cuerpo nada que pueda excitar las pasiones; ni comer fuera de la horas acostumbradas sin una especial necesidad. Un buen cristiano no come nunca sin mortificarse algo.
5º Un buen cristiano debe mortificar su lengua, hablando solamente lo necesario para cumplir con su deber, para dar gloria a Dios y para el bien del prójimo. Contemplad a Jesucristo: a fin de mostrarnos cuan agradable le sea la virtud del silencio, y para inducirnos a imitarle, se encierra en él durante treinta años. Mirad a la Santísima Virgen: el Evangelio solamente nos la muestra cuatro veces hablando y siempre por exigirlo la gloria de Dios o el bien del prójimo. (…) Vemos, además, cómo en toda comunidad religiosa es el silencio uno de los puntos más importantes de sus reglas. Nos dice también San Agustín que es perfectamente que no peca con la lengua. Debemos, sobre todo, mortificar nuestra lengua cuando el demonio nos induzca a sostener pláticas pecaminosas, a cantar malas canciones, a la maledicencia y a la calumnia contra el prójimo; tampoco deberemos soltar juramentos ni palabras groseras.
6º Digo también hemos de mortificar nuestro cuerpo no dándole todo el descanso que nos pide; tal ha sido, en efecto, la conducta de todos los santos.

Hemos dicho después, que debemos practicar la mortificación interior. Mortificamos, ante todo, nuestra imaginación. No debe dejársela divagar de un lado a otro, ni entretenerse en cosas inútiles ni, sobre todo, dejarla que se fije en cosas que podrían conducirla al mal, como sería pensar en ciertas personas que han cometido algún pecado contra la santa pureza, o pensar en los afectos de los jóvenes recién casados: todo esto no es más que un lazo que el demonio nos tiende para llevarnos al mal-. En cuanto se presenten tales pensamientos, es necesario apartarlos. Tampoco he de dejar que la imaginación se ocupe en lo que yo me convertiría, en lo que haría, si fuese… si tuviese esto, si se me diese aquello, si pudiese conseguir lo otro. Todas estas cosas no sirven más que para hacernos perder un tiempo precioso durante el cual podríamos pensar en Dios y en la salvación de nuestra alma. Por el contrario, es preciso ocupar nuestra imaginación pensando en nuestro pecados para llorarlos y enmendarnos; pensando con frecuencia en el infierno, para huir de sus tormentos; pensando mucho en el cielo, para vivir de manera que seamos merecedores de alcanzarlo; pensando mucho en el cielo, para vivir de manera que seamos merecedores de alcanzarlo; pensando a menudo en la pasión y muerte de Jesucristo Nuestro Señor para que tal consideración nos ayude a soportar las miserias de la vida con espíritu de penitencia.
Debemos también mortificar nuestra mente: huyendo de examinar temerariamente la posibilidad de que nuestra religión no sea buena, no esforzándonos en comprender los misterios, sino solamente discurriendo de la manera más segura acerca de cómo hemos de portarnos para agradar a Dios y salvar el alma.
Igualmente hemos de mortificar nuestra voluntad, cediendo siempre al querer de los demás cuando no hay compromisos para nuestra conciencia. Y esta sujeción hemos de tenerla sin mostrar que nos cause enojo; por el contrario, debemos estar contentos al hallar una ocasión de mortificarnos y poder sí expiar los pecados de nuestra voluntad. Ahí tenéis, hermanos míos, en general, las pequeñas mortificaciones que a todas horas podemos practicar, a las que podemos aun añadir el soportar los defectos y malas costumbres de aquellos con quienes convivimos. (…)
¿Qué será de nosotros cuando Jesucristo proceda a confrontar nuestra vida con la suya? Hagamos, pues, algo capaz de agradarle.
Extractos del
Sermón sobre la penitencia.