sábado, 6 de marzo de 2010

P. Marco Antonio Foschiatti: La cruz de Jesús, zarza ardiente del Dios Santo


Homilía para el III Domingo de Cuaresma
7 de Marzo de 2010
Lecturas:
Éxodo 3, 1-8. 10. 13-15
Salmo 102
1 Corintios 10, 1-6. 10-12
Evangelio según San Lucas 13, 1-9
La Cruz de Jesús:
zarza ardiente del Dios Santo
“He visto…He escuchado…He bajado para redimir”

La Santa Cuaresma es un subir junto con Jesús a Jerusalén en donde vivirá su muerte de amor por todos nosotros. Allí vencerá la muerte y el pecado para siempre con la fuerza de su Resurrección. Cada año nos ponemos nuevamente en camino, como un generoso catecumenado, para ser injertados más hondamente en ése Misterio de muerte y Vida del Redentor.
El sentido de fe del pueblo sencillo concibe este camino bautismal de la cuaresma como un “acompañar” a Jesús, reviviendo en nosotros sus sentimientos de abajamiento, de mansedumbre, de compasión, su dolor amargo y crudelísimo, su incomprensión, el misterio de su abandono en Getsemaní y en la Cruz[1]. ¡Cuán cercano nos vemos de un Dios que sufre, de un Jesús herido! El Rostro de Dios que se nos revela en la Cruz no es el de un “desentendido e indiferente” ante la pérdida de su criatura, sino la de un “Dios que padece por amor” y padeciendo por amor nos revela lo más hondo de su Ser que es Amor Misericordioso…
Como sacerdote me gusta muchísimo sentarme un largo rato en algún banco de la Iglesia o en el mismo confesionario, y mientras rezo un poco –cosa que tanta falta nos hace a los curas-, contemplo a los fieles[2]… Son tantos que en estos días de Cuaresma, especialmente los viernes, silenciosamente, recorren y “comulgan” con el Jesús humilde del Via Crucis. Se sienten comprendidos y acogidos por el Cordero Inocente que lleva la Cruz con dificultad, que cae, que tiene miedo, que se angustia, que se ve abandonado, que necesita ayuda, que es enjugado por la misericordia, que calla y perdona, que suplica con sus labios resecos el agua de nuestro amor, que se despoja de todo, que nos confía a su Madre bendita, que muere abandonado… Creo que todos los que acompañan a Jesús en ese caminar con la Cruz salen no sólo reconfortados sino con un nuevo conocimiento de Jesús y de la propia vida: ¿puedo quejarme de mi pequeño dolor? ¿Y EL?... Acompañar a Jesús, aunque sea unos minutos, nos vuelve teólogos, nos hace experienciar: “Quién es Dios”, nos abre los ojos ante su Misterio, ante su Santidad. Nos hace incandescentes con su mismo amor. Ya que la Cruz es el máximo misterio de la Revelación Divina.
La primera lectura de este domingo, en base a la cual voy a centrar toda esta meditación, es no sólo la vocación de Moisés sino la Revelación de la Compasión salvadora de Dios. El Señor quiere salvar a su pueblo de las cadenas de la esclavitud y la opresión, su voluntar es salvar, es vivificar, es redimir. El Señor revela su compasión y manifiesta que no es una fuerza anónima, impersonal, abstracta, una deidad más, un buen arquitecto masónico… Es un Amor Salvador que se revela, que nos regala su Nombre, su Intimidad, nos permite tratarle de “Tú”, invocarlo, suplicarle…Es un “Dios Escondido” pero cercano, es la Trascendencia pero también es la más honda intimidad de toda criatura. Este icono de la revelación de Dios y su Nombre Santo en la zarza ardiente es uno de los Misterios más relevantes de la Antigua Alianza. Algunos autores espirituales[3] han llamado el episodio de la zarza ardiente una “encarnación anticipada”. Un preludio de la Encarnación, un comenzar la donación de Dios a nosotros que encontrará su plenitud en el “Verbo que nació en nuestra carne para poder morir por nosotros” (San Atanasio).
Dios revela su Nombre. El Nombre nos expresa la esencia, la identidad honda de una persona, sobre todo nos está mostrando el sentido de una existencia. Cuando Dios nos comunica su Nombre se nos da a conocer, se comunica a nosotros, se nos hace accesible, capaz de ser íntimamente conocido y de ser invocado personalmente. Su Nombre es Salvación[4]. Su Nombre es nuestra Roca firme y segura, su Nombre es nuestro auxilio. Como cantan casi todos los salmos y la liturgia de la Iglesia en sus bendiciones.
Intentemos describir los pasos de esta Revelación del Nombre Santo, de esta develación del Dios Escondido[5] que se nos muestra como el Compasivo. En primer lugar el Señor le dice a Moisés: “Yo he visto la opresión de mi pueblo…” “He visto…” La mirada de Dios, que nos sostiene día a día, no puede dejar de observar dolorido la pesadumbre de su criatura amada por los yugos interiores y exteriores. Es la mirada del Padre misericordioso, en la parábola del Hijo pródigo, que busca en el horizonte los rasgos de su hijo, lo llama y atrae con su mirada de amor y finalmente cuando lo ve a lo lejos[6] se lanza alocadamente en su búsqueda.
Segundo paso: nuestro Dios inclina su oído, nuestro Dios escucha el gemido de su criatura. “He oído los gritos de dolor”. En tantos salmos le gritamos confiadamente al Señor: ¡¡Señor escucha mis palabras, atiende a mis gemidos!![7] ¡Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado. Protege mi vida, que soy un fiel tuyo[8]…Desde lo más profundo te invoco, Señor. Señor, escucha mi voz…estén tus oídos atentos al clamor de mi suplica[9]. El orante confía en que el Señor tiene su oído vuelto a su gemido. La oración siempre será ejercicio teologal de la esperanza. Apoyarnos en la fidelidad del Señor que no desprecia ni desatiende nuestras palabras de auxilio aunque nosotros seamos sordos a su Palabra de vida. Y junto a los gemidos y las palabras de auxilio: las lágrimas. Las lágrimas espirituales tan queridas y deseadas por los Padres del desierto. Qué consuelo y serena fortaleza nos comunican las palabras del salmo cuando le decimos al Señor: “Recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío.” Ninguna lágrima de su criatura herida, oprimida, caída quedará sin el consuelo de su Dios[10].
Tercer movimiento: Dios no sólo mira la opresión, inclina el oído al gemido, sino que se abaja para salvar. Viene a nosotros. Él mismo viene a salvarnos: “He bajado a librarlos…” Este abajamiento, este venir de Él mismo como Redentor se dará en plenitud en la gruta de Belén, pero también en los abismos del Getsemaní en donde se abaja Jesús en su postración y finalmente en el abajamiento de la Cruz que es asimismo la máxima exaltación de Jesús: “Regnabit a ligno Deus”[11]

“Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada”
Ante este movimiento descendente de Dios se le invita al hombre a ascender, a subir, a acercarse al Dios Santo. Pero este llamado personalísimo: “¡Moisés! ¡Moisés!”, debe ir acompañado de la respuesta humilde y confiada de la criatura. La persona humana se debe descalzar, despojar de las pieles muertas, del hombre viejo, del antiguo Adán, para entrar en el Misterio Santo del Fuego[12] que consume, que transforma, que ilumina, que cauteriza las llagas, que quema y toca para transformar en sí mismo, para Deificarnos. Toda la Cuaresma es la invitación a descalzarnos…imagen de la desnudez de sí mismo, de nuestros caprichos, de nuestros egoísmos, de las pieles muertas de nuestros vicios materiales y espirituales. Sólo quien está descalzo puede acceder, en su gozosa pobreza, a la Revelación del Santo Nombre de Dios. Sólo en la pobreza podemos ser trasformados por la Llama que consume y no da pena (San Juan de la Cruz).
Para este despojo humilde de sí mismo en orden a acoger la plenitud del Ser del Dios vivo cuánto nos ayudaría en esta santa Cuaresma el repetir diariamente la bella oración del gran Santo ermitaño Nicolás de Flüe, patrono de Suiza, que exclamaba ante el Misterio del Dios que es Fuego consumidor: “Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a ti”.
Junto al despojo de sí mismo, la postración de la adoración ante el Dios vivo: “Moisés se cubrió el Rostro, porque tuvo miedo de ver a Dios”. La cuaresma nos enseña a ser adoradores en espíritu y en verdad[13]. Nos enseña a reconocer que adorar es reconocernos criaturas amadas y dependientes del “Que Es”. La adoración nos purifica de las vanas ilusiones, de los espejismos de la soberbia, de la adoración del ídolo de la propia imagen para poder vivirnos como una relación creatural. La adoración es gozosa conciencia del Misterio, es saber reconocer la absoluta trascendencia y primacía del Amor Divino, para no anteponer nada a El. La adoración es dejarse conformar –restaurar y modelar- por el Misterio del Dios vivo, la adoración culminará en la entrega de nuestro amor al Creador que tiene sed de la respuesta de su criatura.

Descalzos y adorantes para ofrecerle el fruto de nuestro amor
La Iglesia en su liturgia, escuela de fe y de vida cristiana, tiene un momento solemne en donde se hace presente este Misterio de Revelación y Salvación que es la Zarza ardiente. Mediante este rito Dios se nos revela plenamente como Amor Salvador en su Hijo Crucificado y muerto. En esta elevación y exaltación del Hijo amado podemos descubrir que “El que Es” es “El Amor”. Me refiero a la adoración de la Santa Cruz que vamos a revivir dentro de pocos días. La Cruz es la Zarza ardiente en la cual arde el Amor divino; arde la Santidad y la Justicia de Dios. Es la Zarza ardiente ante la cual podemos arrojar nuestras miserias y maldades para que sean consumidas definitivamente por la Misericordia. Todo el rito está fuertemente inspirado en la teología de San Juan: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy”.[14]
También en este acercarnos a la Zarza ardiente de la Cruz nos descalzamos como Moisés: es impresionante el momento cuando tanto el Sumo Pontífice como un sencillo párroco se acercan descalzos a adorar la Cruz. Despojados y desnudos a adorar a Jesús Crucificado. Antiguamente todos los fieles acudían descalzos a adorar la cruz imitando este gesto de Moisés ante la revelación del Nombre Divino. Mientras tanto el coro canta los dolidos improperios del Amor Crucificado que se queja tiernamente de nuestros rechazos, de nuestros salivazos, de nuestras espinas, de la amarga hiel que le dimos cuando El, que tan delicadamente nos había trasplantado y cuidado, esperaba buenos frutos[15], frutos de sinceridad y de justicia:
“¿Pueblo mío qué te he hecho, en qué te ofendido? ¡Respóndeme![16] Yo te planté, te cuidé, te aboné y ¿Dónde están tus frutos? ¿Dónde está el fruto que esperaba mi amor?
Sin embargo el Dios que se nos revela en la zarza ardiente de la Cruz es nuestra Santidad. En su Hijo entregado el Padre se reconcilia con nosotros. Nos hace renacer, siempre nos da una nueva oportunidad, siempre está dispuesto a empezar una nueva historia de amistad con nosotros. El Hijo amado está clamando con más eficacia que la Sangre de Abel[17] por sus hermanos, por nuestra infecundidad, por la dureza de la tierra de nuestro corazón que se resiste a abrirse en un fruto agradecido. El Hijo en la Zarza ardiente del Amor divino está intercediendo por nosotros:
“Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás”[18]
En estos días santos detengámonos largamente ante nuestro crucifijo, vayamos sin prisas al Santo Cristo de una iglesia[19], recorramos el camino de la Cruz…dejemos que el fuego del amor misericordioso de ésa zarza pueda consumir nuestra frialdad e indiferencia, que la luz de esa zarza pueda iluminar nuestras tinieblas y nuestro caminar, que la compasión del Dios que se abaja por nosotros en la Cruz pueda curarnos, liberarnos y hacernos entrar –descalzos- en la Tierra de su Vida. La Vida de su Hijo.
Moisés se cubrió el rostro ante la Gloria del Dios Santo en la zarza ardiente, la Iglesia se postra, rostro en tierra, ante la Gloria del Amor Crucificado. Pero esta postración, esta adoración, es a la vez puro amor. Será un amor virginal como el de María, un amor de amigo fiel como Juan, o un amor penitente como el de María Magdalena, pero siempre será puro amor. Descalzos y postrados nos acercaremos el Viernes Santo para adorar a Jesús Crucificado y para calmar su sed[20] le ofreceremos nuestro amor. ¡Que ése beso ardiente que depositemos sobre sus pies benditos –no somos dignos de besar su Divino Rostro- sea el fruto precioso de conversión y de vida nueva que El espera! Fruto que ha hecho posible gracias al riego y al abono de sus lágrimas y de su preciosísima Sangre. Y en ese beso amoroso escucharemos la gran revelación del Nombre Divino:
“Yo soy el que Soy”[21] “Yo Soy el Amor y la Misericordia misma”[22]

Para orar ante la Zarza ardiente del Crucificado:
A vos, corriendo, voy brazos sagrados
en la cruz sacrosanta descubiertos,
que para recibirme estáis abiertos,
y por no castigarme estáis clavados.

A vos, divinos ojos eclipsados,
de tanta sangre y lágrimas cubiertos,
que para perdonarme estáis despiertos
y por no confundirme estáis cerrados.

A vos, clavados pies para no huirme,
a vos, cabeza baja, por llamarme;
a vos, sangre vertida para ungirme.

A vos, costado abierto quiero unirme;
a vos, clavos preciosos quiero atarme
con ligadura dulce, estable y firme.
( Juan María García T., poeta colombiano)


Nuestro agradecimiento al P. Marco Antonio Foschiatti OP
Noviciado San Martín de Porres- Mar del Plata- Argentina


----------------------------------
[1] Nos son tan conocidas las palabras de San Ignacio de Loyola cuando nos introduce a los Misterios de la Pasión en sus Ejercicios Espirituales: “Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena honda, de tanta pena que Cristo pasó por mí”.
[2] Un buen sacerdote me decía un día que preparaba su prédica no sólo meditando, orando y estudiando los textos sagrados…sino sentándose un largo rato en la Iglesia y dando un paseo por la calle o por la plaza, para contemplar los rostros de tantas y tantas personas…Mirándolos comprendía cómo podía partirles el Pan de Vida de la Palabra.
[3] Entre ellos, el más cercano a nosotros, P. Dimitri Stanisloe, teólogo ortodoxo rumano.
[4] Sal 123, 8.
[5] Is 45, 15.
[6] “Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido corrió, y se echó a su cuello y le besó efusivamente” (Lc 15, 20)
[7] Sal 5.
[8] Sal 141, 142, 143.
[9] Sal 129 “De profundis”.
[10] “Como un niño a quién su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos florecerán como un prado” (Is 66, 13-14).
[11] Himno Vexilla Regis: “Nuestro Dios reinará desde el madero”. La Cruz es abajamiento humilde y exaltación eterna del Hijo amado.
[12] “Yahvé, tu Dios, es un fuego consumidor, un Dios celoso” ( Dt 4, 24).
[13] Jn 4, 24.
[14] Jn 8, 28. También “ Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré todo hacia mí”(Jn 12, 32).
[15] “Esperaba de ellos justicia, y hay iniquidad: honradez y hay alaridos” Is 5, 7.
[16] Mi 6, 3.
[17] Hb 12, 24.
[18] Lc 13, 8-9.
[19] Para este piadoso ejercicio luego les propongo un bello poema de Juan M. García T.
[20] “Mujer, dame de beber” “Tengo sed” cf Jn 4, 7; 19, 28.
[21] Ex 3, 14. Esta revelación del Nombre Divino alcanza su plenitud en la mirada a Aquel a quién traspasamos. El Discípulo amado con los ojos fijos en el Traspasado podrá luego decirnos que “El que es Es” es “El Amor”: “Quién no ama no ha conocido a Dios porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. ( I Jn 4, 8-10).
[22] Palabras de Jesús a Santa María Faustina Kowalska, Apóstol de la Divina Misericordia.