Jesús
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19 de marzo de 1897
Querido hermano:
Nuestra madre acaba de entregarme sus cartas, no obstante estar en cuaresma (tiempo durante el cual no se escribe en el Carmelo). Y me ha dado permiso para contestarle hoy, pues mucho nos tememos que nuestra carta de noviembre haya ido a visitar las profundidades del río Azul. Las de usted, fechadas en septiembre, hicieron una feliz travesía y vinieron a alegrar a su Madre y a su hermanita en la fiesta de Todos los Santos. La del 20 de enero nos llegó bajo la protección de san José. Y ya que usted sigue mi ejemplo escribiéndome en todas las líneas, no quiero perder yo esta buena costumbre, que, no obstante, hace que mi mala letra sea todavía más difícil de descifrar... ¡Ay, cuándo llegará el día en que no tengamos ya necesidad de tinta ni de papel para comunicarnos nuestros pensamientos...! Usted, hermano, a punto estuvo de ir a visitar ese país encantado donde es posible hacerse comprender sin escribir e incluso sin hablar; doy gracias a Dios con toda el alma por haberle dejado en el campo de batalla para que pueda ganar para él numerosas victorias. Ya sus sufrimientos han salvado muchas almas. San Juan de la Cruz dijo: "Es más precioso (...) un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, (...) que todas esas otras obras juntas". Si eso es así, ¡cuán provechosos para la Iglesia han de ser sus sufrimientos y sus pruebas, dado que sólo por amor a Jesús usted los sufre con alegría!
Verdaderamente, hermano, no puedo compadecerlo, pues se cumplen en usted estas palabras de la Imitación de Cristo: "Cuando el sufrimiento te parezca dulce y lo ames por amor a Jesucristo, habrás hallado el paraíso en la tierra". Este paraíso es, en verdad, el del misionero y el de la carmelita. La alegría que los mundanos buscan en medio de los placeres no es más que una sombra fugitiva; pero nuestra alegría, la que buscamos y saboreamos en los trabajos y en los sufrimientos, es una realidad extremadamente dulce, un disfrute anticipado de la felicidad del cielo. Su carta, toda ella impregnada de santa alegría, se me ha hecho muy interesante. Siguiendo su ejemplo, me reí de buena gana a costa de su cocinero, al que veo desfondando su olla... También su tarjeta de visita me ha divertido mucho; no sé ni siquiera de qué lado volverla, me parezco a un niño que quiere leer un libro poniéndolo al revés. Pero volviendo a su cocinero, ¿creerá que en Carmelo también nosotras tenemos a veces aventuras divertidas? El Carmelo, al igual que el Su-Tchuen, es un país extraño al mundo, donde uno pierde sus costumbres más primitivas. Lo voy a poner un ejemplo. Una persona caritativa nos regaló hace poco una pequeña langosta bien atada en una cesta. Seguramente hacía mucho tiempo que no se había visto en el monasterio semejante maravilla. Sin embargo, nuestra buena hermana cocinera se acordó de que había que poner en agua al animalito para cocerlo. Y así lo hizo, lamentando tener que someter a tamaña crueldad a una inocente criatura. La inocente criatura parecía dormida y se dejaba manejar a capricho; pero en cuanto sintió el calor, su dulzura se cambió en furia y, consciente de su inocencia, no pidió permiso a nadie para saltar en mitad de la cocina, pues su caritativo verdugo no había puesto la tapa a la olla.
La pobre hermana se arma enseguida de unas tenazas y corre tras la langosta que da saltos desesperados. La lucha continúa por mucho tiempo, hasta que la cocinera, cansada de luchar y todavía armada de sus tenazas, se va toda desconsolada a buscar a nuestra Madre y le declara que la langosta está endemoniada. Su aspecto era aún más elocuente que sus palabras (¡pobre criaturilla -parecía decir-, tan dulce y tan inocente hace un momento, y ahora endemoniada! ¡Verdaderamente, no hay que creer en los cumplidos de las criaturas!). Nuestra Madre no pudo menos de echarse a reír al escuchar las declaraciones del severo juez que pedía justicia, se dirigió inmediatamente a la cocina, cogió la langosta -que, al no haber hecho voto de obediencia, opuso alguna resistencia- y, metiéndola de nuevo en su prisión, se fue, no sin antes haber cerrado bien la puerta, es decir la tapa. Por la noche, en la recreación, toda la comunidad rió hasta las lágrimas a cuenta de la langosta endemoniada, y al día siguiente todas pudimos saborear un bocado. La persona que quería regalarnos no erró el blanco, pues la famosa langosta, o mejor dicho, su historia, nos servirá más de una vez de festín, no ya en el refectorio, pero sí en la recreación.
Tal vez mi historieta no le parezca a usted muy divertida, pero puedo asegurarle que, si hubiese asistido al espectáculo, no habría podido conservar su gravedad... En fin, hermano, si le aburro, le ruego que me perdone. Ahora voy a hablar más en serio. Después de su partida, he leído la vida de varios misioneros (en mi carta, que quizás no haya recibido, le daba las gracias por la vida del P. Nempon). He leído, entre otras, la de Teófano Vénard, que me interesó y me emocionó mucho más de lo que pueda decir. Bajo esta impresión, he compuesto algunas estrofas, totalmente personales; no obstante, se las envío, pues nuestra Madre me ha dicho que cree que estos versos le agradarán a mi hermano de Su-Tchuen. La penúltima estrofa requiere algunas explicaciones: en ella digo que partiría feliz para Tonkín si Dios se dignase llamarme allá. Tal vez esto le sorprenda, ¿pues no es acaso un sueño el que una carmelita piense en partir para Tonkín? Pues bien, no, no es un sueño, y hasta puedo asegurarle que si Jesús no viene pronto a buscarme para el Carmelo del cielo, algún día partiré para el de Hanoi, pues ahora en esa ciudad hay un Carmelo, fundado hace poco por el de Saigón. Usted ha visitado hace poco este último, y sabe bien que en Cochinchina una Orden como la nuestra no puede sostenerse sin vocaciones francesas; pero, por desgracia, las vocaciones son muy escasas, y con frecuencia las superioras no quieren dejar partir a las hermanas que a su entender pueden prestar servicios en la propia comunidad. Así, nuestra Madre, en su juventud, se vio impedida, por la voluntad de su superior, de ir a ayudar al Carmelo de Saigón. No soy yo quien deba lamentarlo, antes bien doy gracias a Dios por haber inspirado tan acertadamente bien a su representante; pero pienso que los deseos de las madres se realizan a veces en los hijos, y no me sorprendería de ir yo a la rivera infiel a orar y a sufrir como nuestra Madre hubiese querido hacerlo... Hay que confesar, no obstante, que las noticias que nos envían de Tonkín no son nada tranquilizadoras: a finales del año pasado, entraron unos ladrones en el pobre monasterio y penetraron en la celda de la priora, que no se despertó, pero a la mañana siguiente no encontró a su lado el crucifijo (por la noche, el crucifijo de una carmelita descansa siempre junto a su cabeza, sujeto a la almohada), un pequeño armario estaba roto y el poco dinero que constituía todo el tesoro material de la comunidad había desaparecido. Los Carmelos de Francia, conmovidos por la miseria del de Hanoi, se unieron para proporcionarle los medios de levantar un muro de clausura lo bastante elevado para impedir que los ladrones entren en el monasterio.
Nuestra madre acaba de entregarme sus cartas, no obstante estar en cuaresma (tiempo durante el cual no se escribe en el Carmelo). Y me ha dado permiso para contestarle hoy, pues mucho nos tememos que nuestra carta de noviembre haya ido a visitar las profundidades del río Azul. Las de usted, fechadas en septiembre, hicieron una feliz travesía y vinieron a alegrar a su Madre y a su hermanita en la fiesta de Todos los Santos. La del 20 de enero nos llegó bajo la protección de san José. Y ya que usted sigue mi ejemplo escribiéndome en todas las líneas, no quiero perder yo esta buena costumbre, que, no obstante, hace que mi mala letra sea todavía más difícil de descifrar... ¡Ay, cuándo llegará el día en que no tengamos ya necesidad de tinta ni de papel para comunicarnos nuestros pensamientos...! Usted, hermano, a punto estuvo de ir a visitar ese país encantado donde es posible hacerse comprender sin escribir e incluso sin hablar; doy gracias a Dios con toda el alma por haberle dejado en el campo de batalla para que pueda ganar para él numerosas victorias. Ya sus sufrimientos han salvado muchas almas. San Juan de la Cruz dijo: "Es más precioso (...) un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, (...) que todas esas otras obras juntas". Si eso es así, ¡cuán provechosos para la Iglesia han de ser sus sufrimientos y sus pruebas, dado que sólo por amor a Jesús usted los sufre con alegría!
Verdaderamente, hermano, no puedo compadecerlo, pues se cumplen en usted estas palabras de la Imitación de Cristo: "Cuando el sufrimiento te parezca dulce y lo ames por amor a Jesucristo, habrás hallado el paraíso en la tierra". Este paraíso es, en verdad, el del misionero y el de la carmelita. La alegría que los mundanos buscan en medio de los placeres no es más que una sombra fugitiva; pero nuestra alegría, la que buscamos y saboreamos en los trabajos y en los sufrimientos, es una realidad extremadamente dulce, un disfrute anticipado de la felicidad del cielo. Su carta, toda ella impregnada de santa alegría, se me ha hecho muy interesante. Siguiendo su ejemplo, me reí de buena gana a costa de su cocinero, al que veo desfondando su olla... También su tarjeta de visita me ha divertido mucho; no sé ni siquiera de qué lado volverla, me parezco a un niño que quiere leer un libro poniéndolo al revés. Pero volviendo a su cocinero, ¿creerá que en Carmelo también nosotras tenemos a veces aventuras divertidas? El Carmelo, al igual que el Su-Tchuen, es un país extraño al mundo, donde uno pierde sus costumbres más primitivas. Lo voy a poner un ejemplo. Una persona caritativa nos regaló hace poco una pequeña langosta bien atada en una cesta. Seguramente hacía mucho tiempo que no se había visto en el monasterio semejante maravilla. Sin embargo, nuestra buena hermana cocinera se acordó de que había que poner en agua al animalito para cocerlo. Y así lo hizo, lamentando tener que someter a tamaña crueldad a una inocente criatura. La inocente criatura parecía dormida y se dejaba manejar a capricho; pero en cuanto sintió el calor, su dulzura se cambió en furia y, consciente de su inocencia, no pidió permiso a nadie para saltar en mitad de la cocina, pues su caritativo verdugo no había puesto la tapa a la olla.
La pobre hermana se arma enseguida de unas tenazas y corre tras la langosta que da saltos desesperados. La lucha continúa por mucho tiempo, hasta que la cocinera, cansada de luchar y todavía armada de sus tenazas, se va toda desconsolada a buscar a nuestra Madre y le declara que la langosta está endemoniada. Su aspecto era aún más elocuente que sus palabras (¡pobre criaturilla -parecía decir-, tan dulce y tan inocente hace un momento, y ahora endemoniada! ¡Verdaderamente, no hay que creer en los cumplidos de las criaturas!). Nuestra Madre no pudo menos de echarse a reír al escuchar las declaraciones del severo juez que pedía justicia, se dirigió inmediatamente a la cocina, cogió la langosta -que, al no haber hecho voto de obediencia, opuso alguna resistencia- y, metiéndola de nuevo en su prisión, se fue, no sin antes haber cerrado bien la puerta, es decir la tapa. Por la noche, en la recreación, toda la comunidad rió hasta las lágrimas a cuenta de la langosta endemoniada, y al día siguiente todas pudimos saborear un bocado. La persona que quería regalarnos no erró el blanco, pues la famosa langosta, o mejor dicho, su historia, nos servirá más de una vez de festín, no ya en el refectorio, pero sí en la recreación.
Tal vez mi historieta no le parezca a usted muy divertida, pero puedo asegurarle que, si hubiese asistido al espectáculo, no habría podido conservar su gravedad... En fin, hermano, si le aburro, le ruego que me perdone. Ahora voy a hablar más en serio. Después de su partida, he leído la vida de varios misioneros (en mi carta, que quizás no haya recibido, le daba las gracias por la vida del P. Nempon). He leído, entre otras, la de Teófano Vénard, que me interesó y me emocionó mucho más de lo que pueda decir. Bajo esta impresión, he compuesto algunas estrofas, totalmente personales; no obstante, se las envío, pues nuestra Madre me ha dicho que cree que estos versos le agradarán a mi hermano de Su-Tchuen. La penúltima estrofa requiere algunas explicaciones: en ella digo que partiría feliz para Tonkín si Dios se dignase llamarme allá. Tal vez esto le sorprenda, ¿pues no es acaso un sueño el que una carmelita piense en partir para Tonkín? Pues bien, no, no es un sueño, y hasta puedo asegurarle que si Jesús no viene pronto a buscarme para el Carmelo del cielo, algún día partiré para el de Hanoi, pues ahora en esa ciudad hay un Carmelo, fundado hace poco por el de Saigón. Usted ha visitado hace poco este último, y sabe bien que en Cochinchina una Orden como la nuestra no puede sostenerse sin vocaciones francesas; pero, por desgracia, las vocaciones son muy escasas, y con frecuencia las superioras no quieren dejar partir a las hermanas que a su entender pueden prestar servicios en la propia comunidad. Así, nuestra Madre, en su juventud, se vio impedida, por la voluntad de su superior, de ir a ayudar al Carmelo de Saigón. No soy yo quien deba lamentarlo, antes bien doy gracias a Dios por haber inspirado tan acertadamente bien a su representante; pero pienso que los deseos de las madres se realizan a veces en los hijos, y no me sorprendería de ir yo a la rivera infiel a orar y a sufrir como nuestra Madre hubiese querido hacerlo... Hay que confesar, no obstante, que las noticias que nos envían de Tonkín no son nada tranquilizadoras: a finales del año pasado, entraron unos ladrones en el pobre monasterio y penetraron en la celda de la priora, que no se despertó, pero a la mañana siguiente no encontró a su lado el crucifijo (por la noche, el crucifijo de una carmelita descansa siempre junto a su cabeza, sujeto a la almohada), un pequeño armario estaba roto y el poco dinero que constituía todo el tesoro material de la comunidad había desaparecido. Los Carmelos de Francia, conmovidos por la miseria del de Hanoi, se unieron para proporcionarle los medios de levantar un muro de clausura lo bastante elevado para impedir que los ladrones entren en el monasterio.
Quizá quiere preguntarme usted qué piensa de mi vocación la Reverenda Madre; pues bien, está segura de mi vocación (pues en verdad, se necesita una muy especial, pues no todas las religiosas se sienten llamadas al destierro voluntario), pero, piensa ella que jamás se realizará mi vocación. Dice, que sería preciso que la vaina fuese tan fuerte como la espada, y ¿quién sabe si se tendría que arrojar al mar esta vaina antes de llegar a Tonkin? Así lo cree ella.... ¡Qué incomoda es nuestra composición de alma y cuerpo! Este miserable "hermanos asno", como lo llamaba san Francisco de Así, estorba a menudi a su noble hermana y la impide de lanzarse donde sus deseos la arrastran... Pero no me inquieto por lo que pueda pasar; estoy segura que el Señor hará siempre su voluntad; esta es la única gracia que pido: no debemos ser más realistas que el Rey.
Espero que si muero antes que Ud. no se olvidará en sus oraciones de la promesa que me tiene hecha, pero ya que siempre aceptó mis demandas tan bondadosamente me atrevo a hacerle otra: No quiere que pida al Señor que me libre del Purgatorio. La Seráfica santa Teresa decía a sus hijas: ¿Que va en que esté yo hasta el día del Juicio en el purgatorio, si por mi oración se salvase sola un alma? Estas palabras han hecho eco en mi alma; ¡quisiera salvarlas hasta después de mi muerte! Por eso me agradaría mucho que en lugar de la oración que viene rezando por mí diga esta otra: " Dios mío, permitid a mi hermanita que todavía os siga haciendo amar". Si el Señor escuhca esta plegaria le aseguro que experimetará mi agradecimiento.