Ofrecemos a continuación varios párrafos de la brillante intervención que Monseñor Brugués, secretario de la Congregación para la Educación Católica, ha pronunciado ante los rectores de los seminarios pontificios en Roma; publicado en http://la-buhardilla-de-jeronimo.blogspot.com/2009/06/el-problema-de-los-seminarios-dos.html
“[…] Sería necesario revisar nuestros programas de formación. Los jóvenes que ingresan al seminario saben que no saben. Son humildes y están deseosos de asimilar el mensaje de la Iglesia. Se puede trabajar verdaderamente bien con ellos. Su falta de cultura tiene de positivo que no cargan con los prejuicios negativos de sus hermanos mayores, lo cual constituye una feliz circunstancia, gracias a lo cual podemos construir sobre una "tabla rasa". Éste es el motivo por el que estoy a favor de una formación teológica sintética, orgánica y que apunte a lo esencial.
Esto implica, por parte de los profesores y de los formadores, la renuncia a una formación inicial signada por un espíritu crítico - como ha sido el caso de mi generación, para la cual el descubrimiento de la Biblia y de la doctrina se ha visto contaminado por un sistemático espíritu de crítica - y por la tentación de lograr una especialización demasiado precoz, precisamente porque le falta a estos jóvenes el necesario background cultural.
[…] Pregunto: ¿una perspectiva enciclopédica es adecuada para estos jóvenes que no han recibido ninguna formación cristiana de base? ¿Esta perspectiva no ha provocado quizás una fragmentación de la formación, una acumulación de cursos y una impostación excesivamente historicista? ¿Es realmente necesario, por ejemplo, dar a los jóvenes que no han aprendido jamás el catecismo una formación profunda en las ciencias humanas o en las técnicas de comunicación? […]
En numerosas ocasiones he hablado de las generaciones: de la mía, de la que me ha precedido y de las generaciones futuras. Esta es, para mí, la encrucijada de la situación presente. Ciertamente, el pasaje de una generación a otra ha planteado siempre problemas de adaptación, pero lo que vivimos hoy es absolutamente peculiar.
El tema de la secularización debería ayudarnos, también aquí, a comprender mejor. Ella ha conocido una aceleración sin precedentes durante los años ‘60. Para los hombres de mi generación, y todavía más para los que me han precedido, la mayoría de ellos nacidos y criados en un ambiente cristiano, esa aceleración ha constituido un descubrimiento esencial, la gran aventura de su existencia. Han llegado a interpretar la "apertura al mundo" invocada por el Concilio Vaticano como una conversión a la secularización.
Así, de hecho hemos vivido, o inclusive favorecido, una autosecularización potente en la mayor parte de las Iglesias occidentales.
Los ejemplos abundan. Los creyentes están dispuestos a comprometerse al servicio de la paz, de la justicia y de las causas humanitarias, ¿pero creen en la vida eterna? Nuestras Iglesias han llevado a cabo un esfuerzo inmenso para renovar la catequesis, ¿pero esta misma catequesis no tiende a desatender las realidades últimas? Nuestras Iglesias se han embarcado en la mayor parte de los debates éticos del momento, incitados por la opinión pública, ¿pero cuántos hablan del pecado, de la gracia y de la vida teologal? Nuestras Iglesias han desplegado felizmente tesoros ingeniosos para que los fieles participen mejor en la liturgia, ¿pero ésta última no ha perdido en gran parte el sentido de lo sagrado? ¿Alguien puede negar que nuestra generación, quizás sin darse cuenta, ha soñado una "Iglesia de creyentes puros", una fe purificada de toda manifestación religiosa, poniendo en guardia contra toda manifestación de devoción popular como las procesiones, las peregrinaciones, etcétera? […]
Existe ahora en las Iglesias europeas, y quizás también en la Iglesia americana, una línea divisoria, a veces de fractura, entre una corriente "conciliadora" y una corriente "contestataria".
La primera nos lleva a observar que existen en la secularización valores de fuerte matriz cristiana, como la igualdad, la libertad, la solidaridad y la responsabilidad, razón por la cual debe ser posible llegar a acuerdos con tal corriente y a identificar los campos de cooperación.
La segunda corriente, por el contrario, invita a tomar distancia. Considera que las diferencias o las oposiciones, sobre todo en el campo ético, llegarán a ser cada vez más marcadas. En consecuencia, propone un modelo alternativo al modelo dominante, y acepta sostener el rol de una minoría contestataria.
La primera corriente ha resultado ser la predominante luego del Concilio; ha proporcionado la matriz ideológica de las interpretaciones del Vaticano II que se han impuesto a fines de los años ‘60 y en la década siguiente.
Las cosas se han invertido a partir de los años ‘80, sobre todo - pero no exclusivamente - por la influencia de Juan Pablo II. La corriente "conciliadora" ha envejecido, pero sus adeptos detentan todavía los puestos claves en la Iglesia. La corriente del modelo alternativo se ha reforzado considerablemente, pero todavía no se ha convertido en dominante. Así se explicarían las tensiones del momento en numerosas Iglesias de nuestro continente. No me sería difícil ilustrar con ejemplos la contraposición que he descrito en líneas generales.
Las universidades católicas se distribuyen hoy según esta línea divisoria. Algunas juegan la carta de la adaptación y de la cooperación con la sociedad secularizada, a costa de encontrarse obligadas a tomar distancia en sentido crítico respecto a este o ese aspecto de la doctrina o de la moral católica. Otras, de inspiración más reciente, ponen el acento en la profesión de fe y en la participación activa en la evangelización. Lo mismo vale para las escuelas católicas. Lo mismo se podría afirmar, para retomar el tema de este encuentro, respecto a la fisonomía típica de los que llaman a la puerta de nuestros seminarios o de nuestras casas religiosas.
Los candidatos de la primera tendencia se han tornada cada vez más raros, con gran disgusto de los sacerdotes de las generaciones más ancianas. Los candidatos de la segunda tendencia se han tornado hoy más numerosos que los primeros, pero dudan en cruzar el umbral de nuestros seminarios, porque muchas veces no encuentran allí lo que buscan.
Ellos son portadores de una preocupación por la identidad (con un cierto desprecio son calificados a veces como "identitatarios"): por la identidad cristiana - ¿en qué nos debemos distinguir de los que no comparten nuestra fe? - y por la identidad sacerdotal, mientras que la identidad del monje o del religioso es más fácilmente perceptible.
¿Cómo favorecer la armonía entre los educadores -que pertenecen muchas veces a la primera corriente- y los jóvenes -que se identifican con la segunda? ¿Los educadores continuarán aferrándose a criterios de admisión y de selección que remiten a su época, pero que no se corresponden más con las aspiraciones de los más jóvenes? Me contaron el caso de un seminario francés en el que las adoraciones del Santísimo Sacramento habían sido desterradas durante una buena veintena de años, porque se las consideraba muy devocionales. Allí, los nuevos seminaristas han debido luchar durante la misma cantidad de años para que fueran restablecidas las adoraciones, mientras algunos docentes han preferido presentar la renuncia frente a lo que juzgaban como un "retorno al pasado"; al ceder a los requerimientos de los más jóvenes, tenían la impresión que renegaban de aquello por lo cual se habían batido durante toda la vida.
En la diócesis de la que fui obispo he conocido dificultades similares cuando los sacerdotes más ancianos - y también comunidades parroquiales enteras - experimentaban grandes dificultades para responder a las aspiraciones de los sacerdotes jóvenes que les habían sido mandados.
Comprendo las dificultades que ustedes encuentran en el ejercicio del ministerio de rectores de seminarios. Más que el tránsito de una generación a otra, ustedes deben asegurar armoniosamente el pasaje de una interpretación del Concilio Vaticano II a otra, y probablemente de un modelo eclesial a otro. La posición de ustedes es delicada, pero es absolutamente esencial para la Iglesia.”