En el pasaje evangélico que la Liturgia nos presenta este Domingo, el Señor se dirige a nosotros en distintos planos: desde su actitud e infinita paciencia que manifiesta a sus interlocutores; desde el contenido mismo de su respuesta; desde la clara indicación de método que en ella se presenta. Vamos a detenernos especialmente en este último aspecto: la indicación sobre el método.
Se le pregunta y se le pone a prueba en relación con las llamadas “cuestiones temporales”. El Verbo encarnado no inventa una nueva doctrina, no revoluciona el orden de las cosas, no pretende el reconocimiento abstracto de su propia divina Realeza, sino que, sencillamente, lleva a sus adversarios a “leer” la realidad, la realidad misma en la cual Él, que es verdadero Dios, ha querido entrar definitivamente como verdadero hombre.
“Enseñadme la moneda del tributo”. Para comprender el real valor de las cosas, de las relaciones interpersonales, de los propios deberes y responsabilidades, para recibir la respiesta auténtica a cada pregunta, el método es uno solo: presentar cada realidad a la mirada de Cristo. Haciéndolo así no se recibirá una indicación extraña a la inteligencia humana. Los mismos fariseos y herodianos que interrogaban a Jesús, no recibieron de Él una respuesta basada sobre criterios nuevos y desconocidos, que podría ser rechazada por ellos como incomprensible o subversiva del orden constituido.
“Él les preguntó: ¿de quién es esta imagen y esta inscripción? – Del César, contestaron”. Cristo no le responde al hombre saltando por encima de su inteligencia y libertad, sino, más bien, a través de ellas. Al mismo tiempo, no obstante, la verdad y profundidad de su respuesta son siempre increíblememnte nuevas. “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”. El les pide que le muestren la realidad en cuestión –la moneda del tributo-, para después guiar a los presentes a la observación simple y atenta de ese objeto. Cristo no ofrece doctrinas nuevas, en virtud de su Sabiduría divina, ni quiere sobrepasar a los hombres en virtud de su perfección humana. Él decide vivir desde dentro nuestra propia condición, para llevarnos como de la mano al real significado de las cosas que nos rodean, a la verdad de nuestro corazón y de todo nuestro ser, a la verdad del prójimo, a la Verdad última que sostiene todo y que es Dios: hasta alcanzar una familiaridad “ontológica” con Él, que es llegar a participar de su misma filiación divina.
“¿De quién es esta imagen y esta inscripción?” ¿Dónde podemos experimentar hoy una compañía tal en nuestra existencia, que alcanza a ofrecer el propio amor a cada hombre, incluso al más hostil? ¿Dónde podemos experimentar al Emmanuel, el Dios-con-nosotros que, poniéndose a nuestro lado, camina con nosotros para llevarnos, a través de su humanidad perfecta, al océano eterno de la Divinidad? ¿Dónde permanece hoy la presencia de Cristo, que sigue dirigiéndole a los hombres la misma pregunta: “¿De quién es esta imagen y esta inscripciòn?”.
Es en la unidad de quienes Él ha querido asociar a Sí mismo, como los sarmientos a la vid, donde Él continúa presente y operante en la historia de la humanidad. Es en la comunidad de los creyentes, regenerados a una Vida nueva en el Bautismo, conformados cada vez más a su Corazón adorable, a través de la comunión del Pan eucarístico y guiados en el camino por el “dulce Cristo en la tierra”, el Sucesor de Pedro, que Él recuerda a los hombres: “Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Pero, ¿qué es lo que pertenece al César? ¿Qué es lo que él puede, también hoy, reclamar a los hombres? Puede exigir el tributo; el respeto por su autoridad, indispensable para la convivencia; la colaboración en favor de la paz social, que permite al hombre cumplir con las exigencias propias de su altísima dignidad. Esta colaboración se presta con la honradez de la propia vida y la obediencia, en las materias legales-administrativas que están “disponibles” a la voluntad del legislador.
¿Y qué es lo que pertenece a Dios? ¿En dónde está impresa su imagen y la inscripción? Todo, también el César, es decir, la autoridad, que nunca está solamente más allá de cada uno para servir al pueblo, sino que con cada uno y con el pueblo, está “bajo el Cielo”, bajo la mirada de Dios, teniendo como coordenadas de la propia actuación la naturaleza y la razón. Como afirmaba Tertuliano: “¡Es grande el emperador porque es más pequeño que el Cielo!”.
El hombre, pues, tiene como coordenadas fundamentales para comprender qué es lo justo, la ley natural, que está inscrita en las cosas, y la intelgencia, capaz de reconocerla.
Como ha enseñado recientemente el Santo Padre Benedicto XVI en su visita al Parlamento federal, en el Reichstag de Berlín: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín. Nosotros, los alemanes, (...) hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada (...)Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente”.Queridos hermanos, miremos el mandamiento de amor que Cristo nos ha dado en la misma comunión con la vida divina; seamos promotores auténticos de los “derechos de Dios”, sin relativimos ni anarquías, sino conscientes de la única verdadera dependencia que anima y sostiene toda la realidad: la dependencia de Dios, Creador y Redentor. Y repitamos al mundo, junto con la Santísima Virgen: “Familia de los pueblos, dad al Señor la gloria de su nombre”.
Se le pregunta y se le pone a prueba en relación con las llamadas “cuestiones temporales”. El Verbo encarnado no inventa una nueva doctrina, no revoluciona el orden de las cosas, no pretende el reconocimiento abstracto de su propia divina Realeza, sino que, sencillamente, lleva a sus adversarios a “leer” la realidad, la realidad misma en la cual Él, que es verdadero Dios, ha querido entrar definitivamente como verdadero hombre.
“Enseñadme la moneda del tributo”. Para comprender el real valor de las cosas, de las relaciones interpersonales, de los propios deberes y responsabilidades, para recibir la respiesta auténtica a cada pregunta, el método es uno solo: presentar cada realidad a la mirada de Cristo. Haciéndolo así no se recibirá una indicación extraña a la inteligencia humana. Los mismos fariseos y herodianos que interrogaban a Jesús, no recibieron de Él una respuesta basada sobre criterios nuevos y desconocidos, que podría ser rechazada por ellos como incomprensible o subversiva del orden constituido.
“Él les preguntó: ¿de quién es esta imagen y esta inscripción? – Del César, contestaron”. Cristo no le responde al hombre saltando por encima de su inteligencia y libertad, sino, más bien, a través de ellas. Al mismo tiempo, no obstante, la verdad y profundidad de su respuesta son siempre increíblememnte nuevas. “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”. El les pide que le muestren la realidad en cuestión –la moneda del tributo-, para después guiar a los presentes a la observación simple y atenta de ese objeto. Cristo no ofrece doctrinas nuevas, en virtud de su Sabiduría divina, ni quiere sobrepasar a los hombres en virtud de su perfección humana. Él decide vivir desde dentro nuestra propia condición, para llevarnos como de la mano al real significado de las cosas que nos rodean, a la verdad de nuestro corazón y de todo nuestro ser, a la verdad del prójimo, a la Verdad última que sostiene todo y que es Dios: hasta alcanzar una familiaridad “ontológica” con Él, que es llegar a participar de su misma filiación divina.
“¿De quién es esta imagen y esta inscripción?” ¿Dónde podemos experimentar hoy una compañía tal en nuestra existencia, que alcanza a ofrecer el propio amor a cada hombre, incluso al más hostil? ¿Dónde podemos experimentar al Emmanuel, el Dios-con-nosotros que, poniéndose a nuestro lado, camina con nosotros para llevarnos, a través de su humanidad perfecta, al océano eterno de la Divinidad? ¿Dónde permanece hoy la presencia de Cristo, que sigue dirigiéndole a los hombres la misma pregunta: “¿De quién es esta imagen y esta inscripciòn?”.
Es en la unidad de quienes Él ha querido asociar a Sí mismo, como los sarmientos a la vid, donde Él continúa presente y operante en la historia de la humanidad. Es en la comunidad de los creyentes, regenerados a una Vida nueva en el Bautismo, conformados cada vez más a su Corazón adorable, a través de la comunión del Pan eucarístico y guiados en el camino por el “dulce Cristo en la tierra”, el Sucesor de Pedro, que Él recuerda a los hombres: “Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Pero, ¿qué es lo que pertenece al César? ¿Qué es lo que él puede, también hoy, reclamar a los hombres? Puede exigir el tributo; el respeto por su autoridad, indispensable para la convivencia; la colaboración en favor de la paz social, que permite al hombre cumplir con las exigencias propias de su altísima dignidad. Esta colaboración se presta con la honradez de la propia vida y la obediencia, en las materias legales-administrativas que están “disponibles” a la voluntad del legislador.
¿Y qué es lo que pertenece a Dios? ¿En dónde está impresa su imagen y la inscripción? Todo, también el César, es decir, la autoridad, que nunca está solamente más allá de cada uno para servir al pueblo, sino que con cada uno y con el pueblo, está “bajo el Cielo”, bajo la mirada de Dios, teniendo como coordenadas de la propia actuación la naturaleza y la razón. Como afirmaba Tertuliano: “¡Es grande el emperador porque es más pequeño que el Cielo!”.
El hombre, pues, tiene como coordenadas fundamentales para comprender qué es lo justo, la ley natural, que está inscrita en las cosas, y la intelgencia, capaz de reconocerla.
Como ha enseñado recientemente el Santo Padre Benedicto XVI en su visita al Parlamento federal, en el Reichstag de Berlín: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín. Nosotros, los alemanes, (...) hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada (...)Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente”.Queridos hermanos, miremos el mandamiento de amor que Cristo nos ha dado en la misma comunión con la vida divina; seamos promotores auténticos de los “derechos de Dios”, sin relativimos ni anarquías, sino conscientes de la única verdadera dependencia que anima y sostiene toda la realidad: la dependencia de Dios, Creador y Redentor. Y repitamos al mundo, junto con la Santísima Virgen: “Familia de los pueblos, dad al Señor la gloria de su nombre”.