Fiesta de los Santos Miguel, Gabriel y Rafael,
Arcángeles
Da 7,9-10.13-14: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9an35hg.htm
Ap 12,7-12a: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ak1eel.htm
Gv 1,47-51: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ciutqa.htm
La Sagrada Escritura y la ininterrumpida Tradición de la Iglesia hacen ver dos aspectos significativos de la identidad del Ángel. Ante todo, es una criatura qe “está delante de Dios”, orientada con todo su ser hacia Dios. Es sintomático que los nombres de los tres Arcángeles terminen con la palabra ‘El’: Dios está inscrito en sus nombres, en su misma identidad. Su naturaleza es la existencia en Él y para Él.
Esto nos lleva a otra dimensión de los Ángeles: son mensajeros de Dios, llevan Dios a los hombres, abren el Cielo y, de este modo, abren la tierra a la Verdad, como lo atestigua el Evangelio de hoy. Precisamente porque están delante de Dios, pueden estar también muy cerca de los hombres. Los Ángeles nos invitan a descubrir que, como ellos, nosotros recibimos continuamente nuestro ser de Dios y somos llamados a estar delante de Él: esta es nuestra común identidad y verdad. ¡Dios está inscrito en el nombre de ellos y en nuestro nombre! Mirando de cerca a los tres Arcángeles, se hace aún más luminosa su fisonomía y más preciosa su misión.
Del Arcángel San Miguel, la Escritura presenta dos tareas, dos misiones. Miguel defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, el diabólico tentativo, en cada época de la historia, de hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer para que ellos puedan llegar a ser grandes.
Pero el dragón no acusa sólo a Dios; acusa también al hombre. Satanás es “el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa delante de Dios día y noche” (Ap 12,10). Alejarse de Dios no hace grande al hombre, sino que, por el contrario, lo priva de su dignidad y lo hace insignificante. La fe en Dios, en cambio, defiende al hombre y lo hace libre, desvelándole, en Dios, su grandeza.
La otra gran misión de Miguel es ser protector del Pueblo de Dios (cfr Dn 10,13.21;12,1). Donde resplandece la gloria de Dios en la Santa Iglesia, allí se desencadena fuertemente la envidia del demonio. La cristiandad medieval comprendió bien esta específica misión de protección y dedicó al arcángel San Miguel espléndidas y atrevidas iglesias: basta pensar en el tríptico de abadías: S. Michele sul Gargano, la Sacra de San Miguel de Turín y la del Monte San Miguel en Francia. Son lugares sagrados que, incluso en su colocación geográfica (equidistantes 1.000 kilómetros y colocadas sobre un único eje orientado exactamente hacia Jerusalén), dan testimonio de la fe eclesial en su protección celestial sobre toda Europa. Hoy, más que nunca, es necesaria su poderosa protección.
San Gabriel es el mensajero de la Encarnación de Dios (Lc 1,26-38). Él llama a la puerta de María y, por medio suyo, Dios mismo pìde a la Virgen su “sí” para llegar a ser la Madre del Redentor. El Señor está incansablemente llamando a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón: “Miro que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, yo vendré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Llama para pedirle la libertad de abrirle. Él, entrando en nosotros y habitando entre nosotros, desea que nuestra vida tenga el respiro de Dios y la grandeza del Cielo. En la comunión con Cristo, estamos asociados tambièn nosotros a la misión de Gabriel: llevar a los hombres la llamada de Cristo y darles la buena noticia de su presencia.
San Rafael, finalmente, es presentado en el libro de Tobías como el Ángel a quien se le confía la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, a la tarea de anunciar el Evangelio le añade también la de sanar. Anunciar el Evangelio significa, ya por sí mismo, sanar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor de Dios. El Arcángel San Rafael cura la comunión entre hombre y mujer. Cura su amor y les da la capacidad de acogerse mutuamente y para siempre. En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de los ojos que están ciegos. Hoy tocamos con las manos que estamos amenazados por la ceguera para con Dios. Cuando mayor sea el peligro por lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que podemos hacer con ellas, más podemos hacernos ciegos para la luz de Dios. No captamos más la realidad del cielo, abierto sobre nosotros. Esto empobrece la tierra y hace triste nuestra vida. Curar esta ceguera de los corazones con el anuncio de Cristo, es la tarea sublime que, junto a Rafael, se nos ha confiado. Sólo la experiencia de la presencia regeneradora de Cristo puede hacer brillar con luz nueva nuestra mirada y abrir el Cielo, en el cual los Ángeles “suben y bajan” sirviendo y alabando la comunión entre el cielo y la tierra.
Hoy, en los santos Arcángeles, el cielo de Dios brilla luminoso y se abre nuevamente para nosotros: como defensa y protección, como alegre anuncio de su presencia y como luz que sana nuestros ojos. Agradezcamos a Dios el don de estos poderosos Amigos e invoquémosles como protectores celestiales, juntamente con Aquella que es Reina de los Ángeles, para nuestro bien y el de toda la Iglesia.
Ap 12,7-12a: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ak1eel.htm
Gv 1,47-51: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ciutqa.htm
La Sagrada Escritura y la ininterrumpida Tradición de la Iglesia hacen ver dos aspectos significativos de la identidad del Ángel. Ante todo, es una criatura qe “está delante de Dios”, orientada con todo su ser hacia Dios. Es sintomático que los nombres de los tres Arcángeles terminen con la palabra ‘El’: Dios está inscrito en sus nombres, en su misma identidad. Su naturaleza es la existencia en Él y para Él.
Esto nos lleva a otra dimensión de los Ángeles: son mensajeros de Dios, llevan Dios a los hombres, abren el Cielo y, de este modo, abren la tierra a la Verdad, como lo atestigua el Evangelio de hoy. Precisamente porque están delante de Dios, pueden estar también muy cerca de los hombres. Los Ángeles nos invitan a descubrir que, como ellos, nosotros recibimos continuamente nuestro ser de Dios y somos llamados a estar delante de Él: esta es nuestra común identidad y verdad. ¡Dios está inscrito en el nombre de ellos y en nuestro nombre! Mirando de cerca a los tres Arcángeles, se hace aún más luminosa su fisonomía y más preciosa su misión.
Del Arcángel San Miguel, la Escritura presenta dos tareas, dos misiones. Miguel defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, el diabólico tentativo, en cada época de la historia, de hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer para que ellos puedan llegar a ser grandes.
Pero el dragón no acusa sólo a Dios; acusa también al hombre. Satanás es “el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa delante de Dios día y noche” (Ap 12,10). Alejarse de Dios no hace grande al hombre, sino que, por el contrario, lo priva de su dignidad y lo hace insignificante. La fe en Dios, en cambio, defiende al hombre y lo hace libre, desvelándole, en Dios, su grandeza.
La otra gran misión de Miguel es ser protector del Pueblo de Dios (cfr Dn 10,13.21;12,1). Donde resplandece la gloria de Dios en la Santa Iglesia, allí se desencadena fuertemente la envidia del demonio. La cristiandad medieval comprendió bien esta específica misión de protección y dedicó al arcángel San Miguel espléndidas y atrevidas iglesias: basta pensar en el tríptico de abadías: S. Michele sul Gargano, la Sacra de San Miguel de Turín y la del Monte San Miguel en Francia. Son lugares sagrados que, incluso en su colocación geográfica (equidistantes 1.000 kilómetros y colocadas sobre un único eje orientado exactamente hacia Jerusalén), dan testimonio de la fe eclesial en su protección celestial sobre toda Europa. Hoy, más que nunca, es necesaria su poderosa protección.
San Gabriel es el mensajero de la Encarnación de Dios (Lc 1,26-38). Él llama a la puerta de María y, por medio suyo, Dios mismo pìde a la Virgen su “sí” para llegar a ser la Madre del Redentor. El Señor está incansablemente llamando a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón: “Miro que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, yo vendré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Llama para pedirle la libertad de abrirle. Él, entrando en nosotros y habitando entre nosotros, desea que nuestra vida tenga el respiro de Dios y la grandeza del Cielo. En la comunión con Cristo, estamos asociados tambièn nosotros a la misión de Gabriel: llevar a los hombres la llamada de Cristo y darles la buena noticia de su presencia.
San Rafael, finalmente, es presentado en el libro de Tobías como el Ángel a quien se le confía la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, a la tarea de anunciar el Evangelio le añade también la de sanar. Anunciar el Evangelio significa, ya por sí mismo, sanar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor de Dios. El Arcángel San Rafael cura la comunión entre hombre y mujer. Cura su amor y les da la capacidad de acogerse mutuamente y para siempre. En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de los ojos que están ciegos. Hoy tocamos con las manos que estamos amenazados por la ceguera para con Dios. Cuando mayor sea el peligro por lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que podemos hacer con ellas, más podemos hacernos ciegos para la luz de Dios. No captamos más la realidad del cielo, abierto sobre nosotros. Esto empobrece la tierra y hace triste nuestra vida. Curar esta ceguera de los corazones con el anuncio de Cristo, es la tarea sublime que, junto a Rafael, se nos ha confiado. Sólo la experiencia de la presencia regeneradora de Cristo puede hacer brillar con luz nueva nuestra mirada y abrir el Cielo, en el cual los Ángeles “suben y bajan” sirviendo y alabando la comunión entre el cielo y la tierra.
Hoy, en los santos Arcángeles, el cielo de Dios brilla luminoso y se abre nuevamente para nosotros: como defensa y protección, como alegre anuncio de su presencia y como luz que sana nuestros ojos. Agradezcamos a Dios el don de estos poderosos Amigos e invoquémosles como protectores celestiales, juntamente con Aquella que es Reina de los Ángeles, para nuestro bien y el de toda la Iglesia.