miércoles, 14 de octubre de 2009

Cartas de Santa Teresita con el P. Roulland, hermano espiritual (III)


J.M.J.T.
Carmelo de Lisieux, 1 de noviembre de 1896
Hermano:
Su interesante misiva, que llegó bajo el patrocinio de todos los santos, me ha producido una gran alegría. Le agradezco que me trate como a una verdadera hermana. Con la gracia de Jesús espero hacerme digna de ese título que tanto me gusta. Le agradezco también que nos haya enviado «El alma de un misionero». Este libro me ha resultado muy interesante y me ha permitido seguirlo a usted durante su largo viaje. La vida del P. Nempon tiene un título muy apropiado: revela muy bien el alma de un misionero, o, mejor aún, el alma de todo apóstol verdaderamente digno de ese nombre. Me dice (en la carta escrita en Marsella) que pida a Nuestro Señor que aleje de usted la cruz de que lo nombren director de un seminario, y también la de volver a Francia. Comprendo que esa perspectiva no sea de su agrado; pido a Jesús con toda el alma que se digne dejarle desempeñar su laborioso apostolado tal como su alma siempre lo soñó. Sin embargo, añado con usted: «Que se haga la voluntad de Dios». Sólo en ella se encuentra el descanso, y fuera de esa amorosa voluntad no haríamos nada, ni para Jesús ni para las almas.
No acierto a decirle, hermano mío, lo feliz que me siento al verlo tan enteramente abandonado en manos de sus superiores. Me parece que eso es una prueba evidente de que un día mis deseos se verán hechos realidad, es decir, que usted sea un gran santo. Permítame confiarle un secreto que acaba de revelarme la hoja en que me escribió las fechas más memorables de su vida. El 8 de septiembre de 1890, su vocación misionera fue salvada por María, la Reina de los apóstoles y los mártires; ese mismo día una humilde carmelita se convertía en esposa del Rey de los cielos. Al dar al mundo un eterno adiós, su único objetivo era el de salvar almas, sobre todo almas de apóstoles. Y pidió muy especialmente a Jesús, su Esposo divino, un alma apostólica: al no poder ser ella sacerdote, quería que, en su lugar, un sacerdote recibiese las gracias del Señor, que tuviese las mismas aspiraciones y los mismos deseos que ella... Hermano mío, usted conoce a la indigna carmelita que hizo esta oración. ¿No piensa usted, igual que yo, que nuestra unión, confirmada el día de su ordenación sacerdotal, comenzó el día 8 de septiembre...? Yo pensaba que sólo en el cielo llegaría a encontrarme con el apóstol, con el hermano que había pedido a Jesús; pero mi amado Salvador, levantando un poco el velo misterioso que oculta los secretos de la eternidad, se ha dignado darme la alegría de conocer, ya desde el destierro, al hermano de mi alma y de trabajar con él por la salvación de los pobres infieles. ¡Ah, qué grande es mi gratitud cuando pienso en las delicadezas de Jesús...! ¿Qué nos tendrá reservado en el cielo, si su amor nos dispensa ya aquí abajo tan deliciosas sorpresas?
Comprendo mejor que nunca que hasta los más pequeños acontecimientos de nuestra vida están dirigidos por Dios, que es él quien inspira y quien colma nuestros deseos... Cuando nuestra Madre me propuso convertirme en su auxiliar, le confieso, hermano, que vacilé. Pensando en las virtudes de las santas carmelitas que me rodean, me pareció que nuestra Madre habría servido mejor a sus intereses espirituales eligiendo para usted a cualquier otra hermana, y no a mí. Sólo el pensamiento de que Jesús no tendría en cuenta mis obras imperfectas, sino mi buena voluntad, me hizo aceptar el honor de compartir sus trabajos apostólicos. Yo no sabía entonces que era Nuestro Señor quien me había escogido, él que se sirve de los instrumentos más débiles para hacer maravillas... Yo no sabía que desde hacía seis años tenía un hermano que se preparaba para ser misionero. Ahora que este hermano es verdaderamente apóstol suyo, Jesús me revela este misterio, sin duda para aumentar todavía más en mi corazón el deseo de amarle y de hacerle amar. ¿Sabe usted, querido hermano, que si el Señor continúa escuchando mi oración, obtendrá una gracia que su humildad le impide solicitar? Esta gracia incomparable, usted ya lo adivina, es el martirio... Sí, tengo la esperanza de que, después de largos años pasados en medio de los trabajos apostólicos, después de haber dado a Jesús amor por amor, usted acabará dándole también sangre por sangre... Mientras escribo estas líneas, me estoy dando cuenta de que le llegarán en el mes de enero, mes en que la gente se intercambia deseos de felicidad. Y creo que los de esta su hermanita van a ser únicos en su género... A decir verdad, al mundo unos deseos como éstos le parecerán una locura, pero para nosotros el mundo ya no cuenta, «nosotros somos ciudadanos del cielo» y nuestro único deseo es el de asemejarnos a nuestro adorable Maestro, a quien el mundo no quiso conocer porque se anonadó a sí mismo tomando la forma y la condición de esclavo. Hermano querido, ¡feliz usted que sigue tan de cerca el ejemplo de Jesús...! Al saber que ha adoptado la forma de vestir de los chinos, pienso espontáneamente en nuestro Salvador que se revistió de nuestra pobre humanidad y que se hizo semejante a uno de nosotros a fin de rescatar nuestras almas para la eternidad.
Tal vez le parezca que soy una niña, pero no importa: le confieso que he cometido un pecado de envidia al leer que se iba a cortar los cabellos y sustituirlos por una trenza china. No es ésta última lo que deseo tener, sino simplemente un mechoncito de esos cabellos que ya no van a servir para nada. Seguramente, usted me preguntará, riendo, lo que voy a hacer con él. Pues muy sencillo, esos cabellos serán para mí reliquias cuando usted esté en el cielo con la palma del martirio en la mano. Sin duda le parecerá que me adelanto mucho a los acontecimientos; lo que pasa es que yo sé que ésa es la única manera de lograr mi objetivo, pues a la hora de repartir sus reliquias su hermanita (sólo conocida como tal por Jesús) será seguramente olvidada. Estoy completamente segura de se está riendo de mí, pero no me importa. Si acepta pagar con «los cabellos de un futuro mártir» esta recreación que le estoy proporcionando, quedaré bien recompensada. El 25 de diciembre no dejaré de enviarle a mi ángel de la guarda para que deposite mis intenciones junto a la hostia que usted consagrará. Le agradezco desde lo más profundo del corazón ese detalle de ofrecer por nuestra Madre y por mí su Misa de la aurora; mientras usted está en el altar, nosotras estaremos cantando los Maitines de Navidad que preceden inmediatamente a la Misa de Gallo.
Hermano mío, no se ha equivocado al decir que seguramente mis intenciones serían «agradecerle a Jesús este día de gracias, único entre todos». Pero no fue ese día cuando recibí la gracia de la vocación religiosa. Como Nuestro Señor quería para sí solo mi primera mirada, se dignó pedirme el corazón desde la cuna, si puedo expresarme así. Es cierto que la noche de Navidad de 1886 fue, realmente, decisiva para mi vocación; pero si quiero calificarla con mayor claridad, la deberé llamar: la noche de mi conversión. En esa noche bendita, de la cual está escrito que esclarece las delicias del mismo Dios, Jesús, que se hacía niño por mi amor, se dignó sacarme de los pañales y de las imperfecciones de la niñez y me transformó de tal suerte que ni yo misma me reconocía. Sin este cambio, yo hubiera seguido todavía muchos años en el mundo. Santa Teresa, que decía a sus hijas. «Quiero que no seáis mujeres en nada, sino que en todo igualéis a los hombres fuertes», santa Teresa no hubiera querido reconocerme por hija suya si el Señor no me hubiese revestido de su fuerza divina, si no me hubiese armado él mismo para la guerra. Le prometo, hermano, encomendar a Jesús de manera especial a la joven de la que me habla y que encuentra obstáculos en su vocación. Me compadezco sinceramente de su sufrimiento, pues sé por experiencia cuán amargo es no poder responder inmediatamente a la llamada de Dios. Le deseo que no se vea obligada, como yo, a ir hasta Roma... Porque seguramente usted no sepa que su hermana tuvo la audacia de hablar al Papa... Sin embargo, es verdad, y si no hubiese tenido ese atrevimiento, tal vez estaría todavía en el mundo.
Jesús ha dicho que «el reino de los cielos sufre violencia y sólo los violentos lo arrebatan». Lo mismo me ocurrió a mí con el reino del Carmelo. Antes de ser la prisionera de Jesús, tuve que viajar muy lejos para conquistar la prisión que yo prefería a todos los palacios de la tierra. La verdad es que no me apetecía lo más mínimo hacer un viaje para mi recreo personal, y cuando mi incomparable padre me propuso llevarme a Jerusalén si quería retrasar dos o tres meses mi entrada en el Carmelo, no vacilé en escoger el descanso a la sombra de aquel a quien había deseado (a pesar del atractivo natural que me empujaba a visitar los lugares santificados por la vida del Salvador). Comprendía que, verdaderamente, vale más un día pasado en la casa del Señor que mil en cualquier otra parte. Tal vez, hermano, desee usted saber cuál era el obstáculo que encontraba para la realización de mi vocación. El obstáculo no era otro que mi juventud. Nuestro Padre superior se negó terminantemente a recibirme antes de los 21 años, diciendo que una niña de 15 años no estaba capacitada para saber a qué se comprometía. Su forma de actuar era prudente, y no dudo de que, al probarme, estaba cumpliendo la voluntad de Dios que quería hacerme conquistar la fortaleza del Carmelo a punta de espada. Tal vez, también, Jesús permitió al demonio obstaculizar una vocación que no debía, creo yo, ser del gusto de ese miserable privado de amor, como lo llamaba nuestra santa Madre.
Gracias a Dios, todos sus ardides se volvieron contra él y no sirvieron más que para hacer más clamorosa la victoria de una niña. Si fuese a contarle todos los detalles del combate que tuve que sostener, necesitaría mucho tiempo, tinta y papel. Contados por una pluma hábil, creo que esos detalles podrían resultarle interesantes, pero la mía no sabe darle encanto y atractivo a un relato largo. Le pido, pues, perdón por haberle quizás aburrido ya. Me prometió, hermano, seguir diciendo cada mañana en el altar: «Dios mío, abrasa a mi hermana en tu amor». Le estoy profundamente agradecida, y no tengo dificultad en asegurarle que acepto y aceptaré siempre sus condiciones. Todo lo que pido a Jesús para mí, lo pido también para usted; y cuando ofrezco mi flaco amor al Amado, me permito la libertad de ofrecerle a la vez también el suyo. Al igual que Josué, usted combate en la llanura, y yo soy su pequeño Moisés, y mi corazón está elevado incesantemente hacia el cielo para alcanzar la victoria. Mas ¡qué digno de compasión sería mi hermano si Jesús mismo no sostuviese los brazos de su Moisés...! Pero con la ayuda de la oración que usted dirige por mí a diario al divino Prisionero del Amor, espero que nunca será digno de compasión, y que, después de esta vida, durante la cual los dos habremos sembrado juntos con lágrimas, nos volveremos a encontrar, felices, llevando gavillas en las manos. Me ha gustado mucho el sermoncito que usted dirige a nuestra Madre exhortándola a permanecer aún en la tierra; no es largo, pero, como usted dice, no tiene réplica. Ya veo que no le costará mucho convencer a sus oyentes cuando predica, y espero que recoja y ofrezca al Señor una abundante cosecha de almas. Veo que se me termina el papel, lo cual me obliga a poner fin a mis garabatos. Quiero, no obstante, decirle que celebraré fielmente todos sus aniversarios. Le tendré un cariño muy especial al 3 de julio, ya que en ese día usted recibió a Jesús por primera vez y en esa misma fecha yo recibí a Jesús de su mano y asistí a su primera Misa en el Carmelo. Bendiga, hermano, a su indigna hermana, Teresa del Niño Jesús rel. carm. ind.
Encomiendo a sus oraciones a un joven seminarista que quiere ser misionero. Su vocación acaba de ser puesta a prueba por causa del servicio militar.