Domingo XXVI DEL Tiempo Ordinario – C
Cita
de:
1Tim
6,11-16: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ara2mf.htm
Lc
16,19-31: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a3nylp.htm
El tema de la riqueza, sobre el cual
hemos meditado el domingo pasado, prosigue en la liturgia de la Palabra de hoy: ella
pretende advertir al cristano, acerca de los riesgos que se corren cuando la
fortuna no sirve para tender puentes de fraternidad entre los hombres o para crear
relaciones de solidaridad con los pobres y necesitados. En definitiva, todo
será aclarado cuando nos encontremos delante de la infinita justicia de Dios.
El domingo pasado, Jesús les había
dado a conocer a los cristianos el camino seguro para alcanzar el Reino, un
camino abierto también para los que poseen riquezas, de manera que les sirvan para
ayudar a quienes pasan necesidad y para crecer en el amor a Dios.
Hoy, la palabra de Dios nos lleva a
reflexionar sobre el peligro que corren quienes se enfrentan con las riquezas,
en sí mismos y cara los otros, como el “administrador infiel”: se gozan
egoístamente con sus bienes, sin pensar en otra cosa.
Este peligro no es imaginario sino
concreto, y el relato evangélico crea, en quien lo escucha, la impresión de
encontrarse frente a un asunto real, tomado por Jesús como modelo de la dureza
de los corazones en la relación con los hermanos necesitados, por parte del
hombre concentrado solo en la riqueza.
En esta línea nos guía ya la primera
lectura, tomada del libro del profeta Amós, el cual, como defensor de los
pobres, arremete contra los que se han enriquecido rápidamente en tiempos de
ganancias fáciles, denunciando su lujo desenfrenado.
El profeta describe sus sentimientos,
destacando el contraste entre los pocos que viven en la riqueza y la mayoría de
la gente, que vive en la miseria. Él condena a los privilegiados que viven en
palacios suntuosos, banqueteando al sonido de la música y bebiendo sin medida,
perfumándose con perfumes refinados y sin preocuparse de las dificultades en
las que se encuentran sus conciudadanos.
Todo ese esplendor, sin embargo, no
hace más que anticipar y simbolizar la destrucción de Samaría. Ella debe
afrontar una suerte terrible, reservada a los ricos y a todos los que, como
ellos, no se convierten, permaneciendo ciegos cara a la miseria del prójimo y
sordos frente a los reclamos de los profetas, los cuales, hablando en nombre de
Dios, les invitan a socrrer a los pobres, a los huérfanos, a las viudas.
También la parábola del rico epulón y
del pobre Lázaro, narrada en el Evangelio de hoy, presenta de forma dramática
toda la fuerza destructiva de la riqueza. Cuando se reduce a ser solamente un
medio de satisfacción personal, ella cierra de tal manera el corazón a las
necesidades ajenas que lleva a ni siquiera advertirlas. Por esto, precisamente,
Lucas usa un lenguaje fuerte, para que quede claro que el episodio es
simbólico, pero el mensaje que contiene no puede minimizarse.
El relato de Jesús está ambientado en
dos escenarios distintos, el primero de los cuales describe la situación de un
rico y de un pobre.
El hombre rico, del cual no se dice el
nombre, es el típico bonvivant que se preocupa únicamente de saborear las
alegrías de la vida presente, sin pensar ni en Dios ni en los otros, y tampoco
en la vida eterna. Aparentemente, no hace nada de malo gozando de la vida... pero
ni siquiera se da cuenta de que en la puerta de su casa yace un pobre, enfermo,
con el cuerpo lleno de llagas... Más aún, el pobre es atormentado no sólo por
sus llagas, sino más bien por el hambre que padece y, a pesar de todo, debe
contentarse con las migas que caen de la mesa del rico.
La escena que describe san Lucas es una
escena terrenal, provisoria, destinada a cambiar radical e irreversiblemente
después de esta vida.
He aquí la segunda representación, que
se desarrollla en el más allá, donde los destinos se revelan tan diferentes:
Lázaro está en en el lugar reservado a los justos, que se sientan con Abraham
en la mesa celestial; el rico, en cambio, está en el lugar reservado a los
pecadores, un lugar de tormentos e infelicidad.
El contraste entre los protagonistas de
esta parábola, ya evidente en la tierra, es acentuado en la vida ultraterrena y
con tonos realmente dramáticos en su diversidad.
Lázaro no pedía nada, mientras yacía a
la puerta del rico; éste, en cambio, invoca clemencia para sí y para sus
parientes, pidiéndole a Abraham, que no puede acceder a la súplica puesto que
la situación es ya irremediable...
Por esto, en la segunda lectura, el
apóstol Pablo exhorta a combatir la nueva batalla de la fe para alcanzar la vida
eterna, una vida que Cristo nos ha mostrado cuando dio a todos el testimonio de
fe en la Cruz. Por
tanto, es necesario el testimonio de los cristianos que hagan resplandecer en
su ambiente cotidiano el amor de Dios en Cristo Jesús. También un rico puede
convertirse y abrir su corazón al prójimo, compartiendo sus bienes y haciéndose
instrumento de fraternidad y de amor, y asegurándose un lugar en la vida
eterna.