martes, 1 de octubre de 2013

Domingo XXVI DEL Tiempo Ordinario – C. Homilía de la Congregación del Clero


Domingo XXVI DEL Tiempo Ordinario – C

Cita de:
Am 6,1-7:                                www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9absuhf.htm
1Tim 6,11-16:                www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ara2mf.htm
Lc 16,19-31:                 www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a3nylp.htm
 
El tema de la riqueza, sobre el cual hemos meditado el domingo pasado, prosigue en la liturgia de la Palabra de hoy: ella pretende advertir al cristano, acerca de los riesgos que se corren cuando la fortuna no sirve para tender puentes de fraternidad entre los hombres o para crear relaciones de solidaridad con los pobres y necesitados. En definitiva, todo será aclarado cuando nos encontremos delante de la infinita justicia de Dios.
El domingo pasado, Jesús les había dado a conocer a los cristianos el camino seguro para alcanzar el Reino, un camino abierto también para los que poseen riquezas, de manera que les sirvan para ayudar a quienes pasan necesidad y para crecer en el amor a Dios.
Hoy, la palabra de Dios nos lleva a reflexionar sobre el peligro que corren quienes se enfrentan con las riquezas, en sí mismos y cara los otros, como el “administrador infiel”: se gozan egoístamente con sus bienes, sin pensar en otra cosa.
Este peligro no es imaginario sino concreto, y el relato evangélico crea, en quien lo escucha, la impresión de encontrarse frente a un asunto real, tomado por Jesús como modelo de la dureza de los corazones en la relación con los hermanos necesitados, por parte del hombre concentrado solo en la riqueza.
En esta línea nos guía ya la primera lectura, tomada del libro del profeta Amós, el cual, como defensor de los pobres, arremete contra los que se han enriquecido rápidamente en tiempos de ganancias fáciles, denunciando su lujo desenfrenado.
El profeta describe sus sentimientos, destacando el contraste entre los pocos que viven en la riqueza y la mayoría de la gente, que vive en la miseria. Él condena a los privilegiados que viven en palacios suntuosos, banqueteando al sonido de la música y bebiendo sin medida, perfumándose con perfumes refinados y sin preocuparse de las dificultades en las que se encuentran sus conciudadanos. 
Todo ese esplendor, sin embargo, no hace más que anticipar y simbolizar la destrucción de Samaría. Ella debe afrontar una suerte terrible, reservada a los ricos y a todos los que, como ellos, no se convierten, permaneciendo ciegos cara a la miseria del prójimo y sordos frente a los reclamos de los profetas, los cuales, hablando en nombre de Dios, les invitan a socrrer a los pobres, a los huérfanos, a las viudas.
También la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro, narrada en el Evangelio de hoy, presenta de forma dramática toda la fuerza destructiva de la riqueza. Cuando se reduce a ser solamente un medio de satisfacción personal, ella cierra de tal manera el corazón a las necesidades ajenas que lleva a ni siquiera advertirlas. Por esto, precisamente, Lucas usa un lenguaje fuerte, para que quede claro que el episodio es simbólico, pero el mensaje que contiene no puede minimizarse.
El relato de Jesús está ambientado en dos escenarios distintos, el primero de los cuales describe la situación de un rico y de un pobre.
El hombre rico, del cual no se dice el nombre, es el típico bonvivant que se preocupa únicamente de saborear las alegrías de la vida presente, sin pensar ni en Dios ni en los otros, y tampoco en la vida eterna. Aparentemente, no hace nada de malo gozando de la vida... pero ni siquiera se da cuenta de que en la puerta de su casa yace un pobre, enfermo, con el cuerpo lleno de llagas... Más aún, el pobre es atormentado no sólo por sus llagas, sino más bien por el hambre que padece y, a pesar de todo, debe contentarse con las migas que caen de la mesa del rico.
La escena que describe san Lucas es una escena terrenal, provisoria, destinada a cambiar radical e irreversiblemente después de esta vida.
He aquí la segunda representación, que se desarrollla en el más allá, donde los destinos se revelan tan diferentes: Lázaro está en en el lugar reservado a los justos, que se sientan con Abraham en la mesa celestial; el rico, en cambio, está en el lugar reservado a los pecadores, un lugar de tormentos e infelicidad.
El contraste entre los protagonistas de esta parábola, ya evidente en la tierra, es acentuado en la vida ultraterrena y con tonos realmente dramáticos en su diversidad.
Lázaro no pedía nada, mientras yacía a la puerta del rico; éste, en cambio, invoca clemencia para sí y para sus parientes, pidiéndole a Abraham, que no puede acceder a la súplica puesto que la situación es ya irremediable...

Por esto, en la segunda lectura, el apóstol Pablo exhorta a combatir la nueva batalla de la fe para alcanzar la vida eterna, una vida que Cristo nos ha mostrado cuando dio a todos el testimonio de fe en la Cruz. Por tanto, es necesario el testimonio de los cristianos que hagan resplandecer en su ambiente cotidiano el amor de Dios en Cristo Jesús. También un rico puede convertirse y abrir su corazón al prójimo, compartiendo sus bienes y haciéndose instrumento de fraternidad y de amor, y asegurándose un lugar en la vida eterna.