domingo, 5 de mayo de 2013

VI Domingo de Pascua. Homilía de la Congregación para el Clero


VI Domingo de Pascua 
Año C

El Tiempo Pascual, cuyo sexto Domingo hoy celebramos, es sin duda una constante invitación a la alegría, tanto por la resurrección de Cristo como por la redención realizada por Jesús en favor de todos los hombres.
Estos acontecimientos nos piden vivir con particular intensidad el misterio de la Iglesia, que ha nacido, precisamente, en virtud de la Pascua de Cristo. La Palabra del Señor nos sale al encuentro subrayando que la Iglesia debe ser una comunidad de amor alimentada por el poder del Espíritu Santo que la vivifica y la hace capaz de recibir y transmitir la salvación.
Se trata de una Iglesia universal que se realiza y manifiesta en las Iglesias de los distintos lugares de la Tierra, para ser signo perenne en el mundo de la caridad de Cristo, estímulo para todo cristiano y para cada comunidad que quiere hacer creíble el mensaje evangélico en las situaciones cotidianas.
La Iglesia, en efecto, no puede ser considerada como un organismo jerárquico por una parte y como cuerpo místico por otra, como Iglesia de la tierra e Iglesia que ya está en posesión de los bienes celestiales. Estos son dos aspectos de una misma realidad y son inseparables entre ellos.
La Iglesia es una, tanto en la gloria como en la tierra, en cuanto la Jerusalén celestial se entrelaza con la historia de la Jerusalén terrestre, siendo esta última la continuación de la obra de Cristo.
Jesús ha resucitado y, por tanto, ya no está visible para los fieles. Pero se ha ido no para alejarse de ellos, sino para estar más intensamente y profundamente en sus vidas cotidianas. Él es el centro y el principio de unidad de la Iglesia triunfante, purgante y militante.
Aquel Jesús que se encontraba en la tierra humildemente, cuando resucitó recibió la plenitud de la gloria, que no se ha reservado sólo para él, sino que la ha extendido a sus fieles.
Él mismo lo dice en el pasaje evangélico que hemos escuchado: “Si alguno me ama observará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a Él y haremos nuestra morada en él”.
Por tanto, el Señor está con quien lo ama y cumple sus mandamientos, por lo cual el cristiano, realizando el mensaje evangélico, es decir amando, consigue aprehender a  Dios en su corazón: no puede ser de otra manera, puesto que Dios es amor y en esta comunión el diálogo con Él llevará a amar lo que Dios ama.
En la Iglesia se realizará aún más este encuentro con Dios, ya que la Iglesia es una co-participación de amor, en la que todos los hombres darán testimonio de que Dios  ama a todos indistintamente.
Creer y amar constituyen un acto de valentía por parte del cristiano, que sólo se puede comprender por el hecho de que Cristo ha prometido el don del Espíritu Santo.
Este acontecimiento será un signo ulterior de la presencia de Dios en el mundo porque, con la venida del Espíritu, el cristiano penetrará más a fondo en las enseñanzas, llevando a cabo no sólo un recuerdo de Él como simple repetición, sino como una profundización capaz de llegar a nuevos desarrollos y nuevas aplicaciones de la única experiencia salvífica realizada en Cristo.
De esta manera se obtendrá el verdadero culto a Dios, un culto santificante  porque se advertirá la presencia del Espíritu Santo que lo anima.
Es éste, por tanto, el Espíritu que necesita la Iglesia en su camino histórico, para ser fiel a la memoria completa de su Señor: una Iglesia que tiene su culmen en la Eucaristía, en la cual recuerda a su Señor: no se trata de una memoria imaginada, sino de una memoria (memorial) que es presencia real de Cristo, que se realiza por medio del Espíritu de modo perenne y siempre nuevo.
Es el significado de Iglesia completamente nuevo respecto a aquella que, como se lee en la primera Lectura, invitaba a la observancia minuciosa de la ley de Moisés.
Como afirma San Lucas, es el Espíritu Santo el que interviene sugiriendo a los apóstoles y a los ancianos una línea de fidelidad en el amor: fidelidad a la enseñanza de Cristo, que ordenó difundir el Evangelio, la buena nueva, superando así la observancia externa de la ley mosaica.
Es esta una prueba cierta de que el Espíritu Santo asiste a su Iglesia iluminando a los pastores de las comunidades e inspirándoles para que vivan conforme a la vida de Cristo. Seguramente siempre habrá tensiones y dificultades en la vida de la Iglesia, pero la barca de Pedro, nunca se irá a pique porque en el timón está el Espíritu de Dios.