Citas:
El
Domingo pasado, la liturgia nos presentó a Jesús en el desierto, combatiendo victoriosamente
contra el demonio, rechazando las grandes seducciones a las que habían cedido
nuestros primeros padres “en el comienzo”, y también el pueblo hebreo durante
los cuarenta años del éxodo.
Hoy la liturgia nos trae a Jesús en el monte de la
Transfiguración, vencedor del pecado y de la muerte, fulgurante en su divina
luz. En el camino cuaresmal, el acontecimiento de la Transfiguración es como un
anticipo de la gloria pascual, que da a nuestro itinerario penitencial la
certeza de un fondo de gloria y de luz, en medio de las pruebas de nuestra
vida.
El evangelista Lucas coloca
este acontecimiento en el contexto de la oración. Es más, Lucas es el único evangelista
que subraya que Jesús “subió al monte a
orar” (9,28), tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan. Como si dijera: la
oración es la verdadera Transfiguración, de la cual la otra –el rostro de Jesús
que “cambia de aspecto” (Lc 9,29) –
no es más que la consecuencia y el fruto. Es la profunda comunión de Jesús con
el Padre, es su apertura de corazón y de mente hacia el Padre el espacio
interior y exterior que hace posible la transformación del rostro y de la
persona de Jesús. Comprendemos el evento de la Transfiguración de Jesús
solamente si entramos en su oración, o sea, en su relación profunda con el
Padre y en su inmersión en el proyecto histórico del Padre, que comprende, en un
único abrazo, la antigua alianza, significada por Moisés y Elías, y la nueva,
participada por todos los creyentes, representados aquí por Pedro, Santriago y
Juan.
En el texto griego de Lucas
–otra característica respecto a los otros dos relatos de los sinópticos- se
dice también que el rostro de Jesús en la oración “se hizo otro”. No dice, como en los relatos de Mateo y Lucas, que Jesús se
“transfiguró”, sino que dice que el rostro de Jesús es otro respecto al de cualquier otra persona. No es un detalle sin
importancia. Jesús no es simplemente Elías, o el Bautista, o uno de los
profetas, sino “el Cristo de Dios” (cf. Lc 9, 19-20). Su identidad plena no
proviene de la tierra, sino del cielo. Jesús refleja en su rostro visible la
gloria del Dios invisible, porque Jesús es “Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero” (Símbolo Niceno-constantinopolitano). Y esta gloria
del Hijo de Dios se da a la Iglesia para siempre: “nosotros hemos contemplado su gloria, gloria como del Hijo unigénito,
lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).
En la oración, el rostro del
hombre se hace partícipe de la alteridad de Dios. En su relación con Dios el
hombre no sale de la historia, sino que permanece en ella con una mirada distinta de la realidad: es la mirada
misma de Dios, que no se detiene en las apariencias, en la opacidad y en las
tinieblas del mundo, sino que es una mirada de luz que da sentido al todo.
Jesús ha permanecido en las
dificultades de nuestra historia hasta el fin, muriendo en la cruz. Por esto,
al terminar el acontecimiento de la Transfiguración se habla de “éxodo” (otra
característica de Lucas), que evoca la salvación de Israel de Egipto, para que
la muerte de Jesus esté llena de significado pascual y salvífico.
En el monte de la
Transfiguración, la nube luminosa envuelve también a los discípulos, es decir,
a la Iglesia naciente, la Iglesia de todos los tiempos y, por tanto, a la
Iglesia de hoy, que refleja –a pesar del pecado de los discípulos de Jesús- la
“luz de las gentes” que es el Señor Jesús (“Lumen
gentium cum sit Christus…”). El acontecimiento de la Transfiguración le da
al monte Tabor un fuerte valor antropológico, porque se dice que el hombre está
hecho para la luz, también aunque se encuentre
inmerso en el “valle oscuro” (salmo 23) del mal, del sufrimiento y de la
muerte. Toda la vida cristiana es un éxodo,
un ir de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia (sacramento de la
penitencia), de las aguas de la muerte a las aguas de la vida (sacramento del
bautismo), del maná– “un alimento que no
dura” (Jn 6, 27), tan es así que “vuestros
padres comieron el maná en el desierto y murieron” (Jn 6, 49). Al “pan que baja del cielo” (Jn 6, 50)
(sacramento de la eucaristía), del hombre exterior, que se va desmoronando, al
hombre interior que se renueva de día en día, por el cual “la leve tribulación de un instante se convierte para nosotros,
incomparablemente, en una gloria eterna y consistente (2Cor 4, 16-17).
El éxodo es el paso por la Cruz
del Viernes Santo al alba de la mañana de Pascua. Es el paso del mundo viejo,
donde todo está inexorablemente expuesto a la caducidad, al mundo nuevo, al
mundo de la Pascua de Jesús, anticipada en el acontecimiento de la
Transfiguración y donado sacramentalmente en el bautismo y en la Eucaristía. La
vida cristiana no es sólo espera de la gloria futura, sino acogida de todos los
destellos de luz que el Señor nos da en nuestro camino cotidiano. Desde el día
de la creación, Dios mismo, contemplando su obra, estalla en un grito de
alegría: “¡Que hermoso!”. También en nuestra existencia cotidiana el Señor nos
da las semillas de luz y de gloria que aclaran la oscuridad de nuestra vida:
cuando encontramos a una persona amiga, cuando contemplamos las bellezas de la creación,
cuando admiramos una obra de arte, cuando experimentamos la maravilla de una
música, cuando nos enriquecemos con un escrito sabio, cuando dos esposos se
aman... Cuando tenemos la experiencia de lo “bello”, de lo “verdadero” y del “bien”,
entonces encontramos una luz distinta de
las luces efímeras del mundo que pasa. Estas luces son como un “Evangelio
abreviado”, un pequeño Tabor, un pedacito de cielo que nos ayuda a caminar en
el valle de nuestra vida sin dejarnos atrapar por la disconformidad, por el
miedo, por el peso de los acontecimientos.
La Transfiguración trae
consigo otro don: es la voz del Padre, que no solo declara la identidad de
Jesús: Éste es mi Hijo, el elegido,
como había sucedido en el bautismo en el Jordán, sino que agrega: “¡Escuchadlo!” (Lc 9,35). El gran
mandamiento que Dios había dado a Israel, el Shemà Israel (“Escucha
Israel: el Señor es nuestro Dios, es el único Señor” Dt 6,4), se realiza
por completo en Jesús: en Él se ha hecho visible la Palabra de Dios, se a hecho
carne y voz. En Él resuena la plenitud de la Palabra del Padre, una Palabra a la que
no podemos ponerle nuestros límites, que no es manipulable por las modas y por
los cambiantes intereses mundanos, que no es efímera y pasajera como las
palabras humanas, porque “cielo y tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35).
La eucaristía dominical es
como un Tabor semanal, que nos permite tener una luz distinta en el ritmo de nuestro vivir. En la divina liturgia, Jesús
se hace una vez más luz que ilumina nuestro camino, dándonos su Palabra y su
Carne. Y de este modo nuestra vida también se hace distinta porque es transfigurada por la gloria del Señor
resucitado.