miércoles, 19 de septiembre de 2012

Benedicto XVI. Ecclesia in Medio Oriente: A los patriarcas, obispos, sacerdotes, seminaristas y consagrados



«El grupo de los creyentes tenía un solo corazón
y una sola alma
» (Hch 4,32)


37. La dimensión visible de la comunidad cristiana naciente es descrita por las cualidades inmateriales que muestran la koinonia eclesial: un solo corazón y una sola alma, manifestando así el sentido profundo del testimonio. Es reflejo de una interioridad personal y comunitaria. Dejándose moldear en el interior por la gracia divina, toda Iglesia particular puede reencontrar la belleza de la primera comunidad de los creyentes, cimentada en una fe animada por la caridad, que caracteriza a los discípulos de Cristo ante los ojos de los hombres (cf. Jn 13,35). La koinonia da consistencia y coherencia al testimonio, y requiere una conversión permanente. Ésta perfecciona la comunión y consolida a su vez el testimonio. «Sin comunión no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente la vida de comunión»[31]La comunión es un don que debe ser plenamente aceptado por todos y una realidad que se ha de construir sin cesar. En este sentido, invito a todos los miembros de las Iglesias en Oriente Medio a reavivar la comunión, cada uno según su vocación, con humildad y con oración, para llegar a la unidad por la que oró Jesús (cf. Jn 17,21).
38. El concepto de Iglesia «católica» contempla la comunión entre lo universal y lo particular. Hay una relación de «mutua interioridad» entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, que identifica y concretiza la catolicidad de la Iglesia. La presencia «del todo en la parte» pone la parte en tensión hacia la universalidad, tensión que se manifiesta, por un lado, en el impulso misionero de cada una de las Iglesias y, por otro, en el aprecio sincero de la bondad de las «otras partes», que incluye el actuar en sintonía y en sinergia con ellas. La Iglesia universal es una realidad antecedente a las Iglesias particulares, que nacen en y por la Iglesia universal[32]. Esta verdad refleja fielmente la doctrina católica y, en particular, la del Concilio Vaticano II[33]. Ella nos introduce en la comprensión de la dimensión «jerárquica» de la comunión eclesial, y permite que la rica y legítima diversidad de las Iglesias particulares se articule siempre en la unidad, como lugar donde los dones particulares se convierten en una auténtica riqueza para la universalidad de la Iglesia. Una renovada y vivida toma de conciencia de estos puntos fundamentales de la eclesiología permitirá redescubrir la especificidad y la riqueza de la identidad «católica» en la tierra de Oriente.

Los patriarcas
39. «Padres y Guías» de las Iglesias sui iuris, los patriarcas son los signos visibles de referencia y los custodios vigilantes de la comunión. Por su identidad y su misión propia, son hombres de comunión que velan por la grey según Dios (cf. 1 P 5,1-4), y los servidores de la unidad de eclesial. Ejercen un ministerio que actúa por medio de la caridad, vivida realmente en todos los campos: entre los patriarcas mismos, entre el patriarca y los obispos, los sacerdotes, las personas consagradas y los fieles laicos bajo su jurisdicción.
40. Los patriarcas, cuya unión indefectible con el Obispo de Roma hunde sus raíces en la ecclesiastica communio, que han solicitado al Sumo Pontífice y recibido tras su elección canónica, hacen tangible por ese particular vínculo la universalidad y la unidad de la Iglesia[34]. Se preocuparán de todos los discípulos de Jesucristo que viven en el territorio patriarcal. Como signo de comunión para el testimonio, sabrán fortalecer la unidad y la solidaridad en el seno del Consejo de los Patriarcas católicos de Oriente y de los diversos sínodos patriarcales, privilegiando en ellos el acuerdo en cuestiones de gran importancia para la Iglesia, con vistas a una acción colegial y unitaria. Para la credibilidad de su testimonio, el patriarca perseguirá la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la perseverancia y la mansedumbre (cf. 1 Tm 6,11), buscando de todo corazón un estilo de vida sobrio, a imagen de Cristo, desprendido de todo para hacernos ricos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Asimismo, se esforzará en promover entre las circunscripciones eclesiásticas una solidaridad real en una sana gestión del personal y de los bienes eclesiásticos. Esto es lo que corresponde a sus deberes[35]. A imitación de Jesús, que recorría los pueblos y aldeas en cumplimiento de su misión (cf. Mt 9,35), los patriarcas realizarán con celo la visita pastoral a sus circunscripciones eclesiásticas[36]. No lo hará sólo por ejercer su derecho y su deber de vigilar, sino también para testimoniar concretamente su caridad fraterna y paterna para con los obispos, sacerdotes y fieles laicos, sobre todo con los pobres, los enfermos y los marginados, así como con los que sufren espiritualmente.

Los obispos
41. En virtud de su ordenación, el obispo queda instituido a la vez como miembro del Colegio episcopal y como pastor de una comunidad local mediante su ministerio de enseñar, santificar y gobernar. Con los patriarcas, los obispos son los signos visibles de la unidad en la diversidad de la Iglesia, como Cuerpo cuya cabeza es Cristo (cf. Ef 4,12-15). Ellos son los primeros elegidos gratuitamente y los enviados a todas las naciones para hacer discípulos, enseñándoles a observar todo lo prescrito por el Resucitado (cf. Mt 28,19-20)[37]. Es, pues, de vital importancia que escuchen y conserven en su corazón la Palabra de Dios. Han de anunciarla con valentía, y defender con firmeza la integridad y la unidad de la fe en situaciones difíciles, que por desgracia no faltan en Oriente Medio.
42. Para promover la vida de comunión y diakonía, es importante que los obispos se esfuercen siempre por su propia renovación personal. Esta atención del corazón pasa «ante todo por la vida de oración, de abnegación, de sacrificio y de escucha; después por la vida ejemplar de apóstoles y pastores, hecha de sencillez y humildad; y, finalmente, por su deseo constante de defender la verdad, la justicia, la moral y la causa de los débiles»[38]. Además, la tan deseada renovación de las comunidades pasa por el cuidado paternal que tengan por todos los bautizados, y en especial por sus colaboradores inmediatos, los presbíteros[39].
43. El primer fundamento de la comunión intereclesial es la comunión en el seno de cada iglesia local, que se alimenta siempre de la Palabra de Dios y de los sacramentos, así como de las diversas formas de oración. Por tanto, invito a los obispos a manifestar su solicitud por todos los fieles de su jurisdicción, sin discriminaciones por su condición, nacionalidad o proveniencia eclesial. Que apacienten el rebaño de Dios confiado a ellos, velando por él «no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 P 5,3). Que presten una atención especial a quienes no son constantes en la práctica religiosa y a los que, por diversas razones, la han abandonado[40]. Se cuidarán también de ser la presencia amorosa de Cristo entre los que no profesan la fe cristiana. Así promoverán la unidad entre los cristianos mismos y la solidaridad entre todos los hombres, creados a imagen de Dios (cf. Gn 1,27), pues todo viene del Padre, que es hacia quien nos dirigimos (cf. 1 Co 8,6).
44. Corresponde a los obispos asegurar una gestión sana, honesta y transparente de los bienes temporales de la Iglesia, de acuerdo con el Código de los cánones de las Iglesias orientales o elCódigo de Derecho Canónico de la Iglesia latina. Los Padres sinodales han creído necesario que se haga una auditoría seria de las finanzas y de los bienes, poniendo cuidado en evitar la confusión entre los bienes personales y los de la Iglesia[41]. El apóstol Pablo dice que el siervo de Dios es un administrador de los misterios de Dios. Ahora bien, «lo que se busca en los administradores es que sean fieles» (1 Co 4,2). El administrador gestiona bienes que no le pertenecen y que, según el apóstol, están destinados a un fin superior: los misterios de Dios (cf. Mt19,28-30; 1 P 4,10). Esta gestión fiel y desinteresada, tan deseada por los monjes fundadores –verdaderas columnas de muchas Iglesias orientales– debe servir prioritariamente para la evangelización y la caridad. Los obispos se preocuparán de asegurar a sus presbíteros, sus primeros colaboradores, una adecuada subsistencia, para que no se pierdan en la búsqueda de lo temporal, y puedan consagrarse dignamente a las cosas de Dios y a su misión pastoral. Por lo demás, quien ayuda a un pobre gana el cielo. Santiago insiste en el respeto que se debe al pobre, en su grandeza y su verdadero puesto en la comunidad (cf. 1,9-11; 2,1-9). Por eso es necesario que la gestión de los bienes se convierta en un lugar de anuncio eficaz del mensaje liberador de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). El mayordomo fiel es aquel que se ha dado cuenta de que sólo el Señor es la perla fina (cf. Mt 13,45-46), y que sólo él es el verdadero tesoro (cf. Mt 6,19-21; 13,44). Que los obispos lo manifiesten de manera ejemplar a los sacerdotes, seminaristas y fieles. Por otra parte, la enajenación de bienes de la Iglesia debe atenerse estrictamente a las normas canónicas y a las disposiciones pontificias en vigor.

Los sacerdotes, los diáconos y los seminaristas
45. La ordenación sacerdotal configura al sacerdote con Cristo y le convierte en un estrecho colaborador del patriarca y del obispo, participando de su triple munus[42]. Precisamente por eso, es un servidor de la comunión; y el cumplimiento de esta tarea requiere una relación constante con Cristo y su celo en la caridad y en las obras de misericordia para con todos. Así podrá irradiar la santidad, a la que todos los bautizados están llamados. Educará al Pueblo de Dios a construir la civilización del amor evangélico y la unidad. Para eso, renovará y fortalecerá la vida de los fieles mediante la transmisión sabia de la Palabra de Dios, de la Tradición y de la doctrina de la Iglesia, así como por los sacramentos[43]. Las tradiciones orientales han tenido la intuición de la dirección espiritual. Que los sacerdotes, los diáconos y los consagrados la practiquen ellos mismos y abran con ella a los fieles los caminos de la eternidad.
46. El testimonio de comunión exige, además, una formación teológica y una sólida espiritualidad, que requiere una renovación intelectual y espiritual permanente. Corresponde a los obispos proporcionar a los sacerdotes y a los diáconos los medios necesarios que les permitan profundizar en su vida de fe, para el bien de los fieles, dándoles «la comida a su tiempo» (Sal 145,15). Por su parte, los fieles esperan de ellos el ejemplo de una conducta intachable (cf. Flp 2,14-16).
47. Os invito, queridos sacerdotes, a redescubrir cada día el sentido ontológico del orden sagrado, que haga vivir el sacerdocio como una fuente de santificación para los bautizados, y para la promoción de todos los hombres. «Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo [...], no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa» (1 P 5,2). Os invito a apreciar también la vida en equipo –donde sea posible–, no obstante las dificultades que comporta (cf. 1 P 4,8-10), pues eso os ayudará a comprender y vivir mejor la comunión sacerdotal y pastoral, en el ámbito local y universal. Queridos diáconos, en comunión con vuestro obispo y los sacerdotes, servid al Pueblo de Dios según vuestro propio ministerio en las tareas específicas que se os confíen.
48. El celibato sacerdotal es un don inestimable de Dios a su Iglesia, que conviene recibir con gratitud, tanto en Oriente como en Occidente, pues representa un signo profético siempre actual. Recordamos, además, el ministerio de los sacerdotes casados, que son un elemento antiguo de las tradiciones orientales. Quisiera dirigir también mi aliento a estos presbíteros que, con sus familias, están llamados a la santidad en el ejercicio fiel de su ministerio y en sus condiciones de vida a veces difíciles. Reitero a todos que la belleza de vuestra vida sacerdotal[44] suscitará sin duda nuevas vocaciones, que tendréis la responsabilidad de atender.
49. La vocación del joven Samuel (cf. 1 S 3,1-19) nos enseña que los seres humanos necesitan guías expertos para ayudarles a discernir la voluntad del Señor y responder generosamente a su llamada. En este sentido, el florecimiento de las vocaciones debe ser favorecido por una pastoral apropiada. Y ésta ha de estar apoyada por la oración en la familia, las parroquias, los movimientos eclesiales y en el seno de los centros educativos. Quienes responden a la llamada del Señor necesitan crecer en lugares de formación específica y estar acompañados por formadores idóneos y ejemplares. Estos los educarán en la oración, la comunión, el testimonio y la conciencia misionera. Se abordarán con programas adecuados los aspectos de la vida humana, espiritual, intelectual y pastoral, teniendo en cuenta con perspicacia la diversidad del medio, los antecedentes, las pertenencias culturales y eclesiales[45].
50. Queridos seminaristas, así como el junco no puede crecer sin agua (cf. Jb 8,11), tampoco vosotros podréis ser verdaderos artesanos de comunión y auténticos testigos de la fe sin un enraizamiento profundo en Jesucristo, sin una conversión continua a su palabra, sin un amor por su Iglesia y sin una caridad desinteresada por el prójimo. Estáis llamados a vivir y perfeccionar hoy en día la comunión, con vistas a un testimonio valiente y sin ambigüedades. La firmeza de la fe del Pueblo de Dios dependerá también de la calidad de vuestro testimonio. Os invito a abriros más a la diversidad cultural de vuestras Iglesias, por ejemplo, aprendiendo otras lenguas y culturas diferentes a las vuestras, con vistas a vuestra futura misión. Estad también abiertos a la diversidad eclesial, ecuménica, y al diálogo interreligioso. Os ayudará mucho un estudio atento de mi Carta dirigida a los seminaristas[46].
La vida consagrada
51. El monacato, en sus diversas formas, ha nacido en Oriente Medio y es el origen de algunas de las iglesias de allí[47]. Que los monjes y monjas, que consagran su vida a la oración, santificando las horas del día y de la noche, encomendando en sus plegarias las preocupaciones y necesidades de la Iglesia y la humanidad, recuerden permanentemente a todos la importancia de la oración en la vida de la Iglesia y de todo creyente. Que los monasterios sean también lugares donde los fieles puedan dejarse guiar en la iniciación a la oración.
52. La vida consagrada, contemplativa y apostólica, es una profundización de la consagración bautismal. En efecto, los monjes y monjas buscan seguir a Cristo de manera más radical mediante la profesión de los consejos evangélicos de obediencia, castidad y pobreza[48]. La entrega sin reservas de sí mismos al Señor, y su amor desinteresado por todos los hombres, dan testimonio de Dios y son verdaderos signos de su amor por el mundo. Vivida como un don precioso del Espíritu Santo, la vida consagrada es un apoyo irremplazable para la vida y la pastoral de la Iglesia[49]. En este sentido, las comunidades religiosas serán signos proféticos de la comunión en sus iglesias y en el mundo entero en la medida en que estén realmente fundadas en la Palabra de Dios, la comunión fraterna y el testimonio de la diaconía (cf. Hch 2,42). En la vida cenobítica, la comunidad o el monasterio tienen por vocación el ser lugar privilegiado de la unión con Dios y la comunión con el prójimo. Es el lugar donde la persona consagrada aprende a caminar siempre desde Cristo[50], para ser fiel a su misión con la oración y el recogimiento, y ser para todos los fieles un signo de la vida eterna, que ya ha comenzado aquí (cf. 1 P 4,7).
53. Os invito a vosotros, que habéis sido llamados a la sequela Christi en la vida religiosa en Oriente Medio, a que os dejéis seducir siempre por la Palabra de Dios, como el profeta Jeremías, y la guardéis en vuestro corazón como un fuego ardiente (cf. Jr 20,7-9). Ella es la razón de ser, el fundamento y la referencia última y objetiva de vuestra consagración. La Palabra de Dios es verdad. Al obedecerla, santificáis vuestras almas para amaros sinceramente como hermanos y hermanas (cf. 1 P 1,22). Cualquiera que sea el estado canónico de vuestro Instituto religioso, mostraos disponibles para colaborar en espíritu de comunión con el obispo en la actividad pastoral y misionera. La vida religiosa es una adhesión personal a Cristo, Cabeza del Cuerpo (cf. Col 1,18;Ef 4,15), y refleja el vínculo indisoluble entre Cristo y su Iglesia. En este sentido, apoyad a las familias en su vocación cristiana y alentad a las parroquias para que se abran a las diversas vocaciones sacerdotales y religiosas. Esto contribuye a fortalecer la vida de comunión para el testimonio en el seno de la Iglesia particular[51]. No dejéis de responder a los interrogantes de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, indicándoles la senda y el sentido profundo de la existencia humana.
54. Quisiera añadir una consideración adicional que va más allá de los consagrados y se dirige al conjunto de los miembros de las Iglesias orientales católicas. Se refiere a los consejos evangélicos, que caracterizan particularmente la vida monástica, a sabiendas de que esta misma vida religiosa ha sido determinante en el origen de numerosas Iglesias sui iuris, y sigue siéndolo en su vida actual. Me parece que se debería reflexionar con detenimiento y atención sobre los consejos evangélicos, obediencia, castidad y pobreza, para redescubrir hoy su belleza, la fuerza de su testimonio y su dimensión pastoral. No se puede regenerar interiormente a los fieles, a la comunidad creyente y a toda la Iglesia, si no hay un retorno decidido e inequívoco, cada uno según su vocación, alquaerere Deum, a la búsqueda de Dios, que ayuda a definir y vivir en verdad la relación con Dios, con el prójimo y consigo mismo. Ciertamente, esto concierne a las Iglesias sui iuris, pero también a la Iglesia latina.