viernes, 1 de julio de 2011

La castidad sacerdotal por el Card. Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero



LA CASTIDAD SACERDOTAL
Cardenal Mauro Piacenza


Me siento particularmente feliz de estar entre vosotros el día de hoy, en la ocasión de la Jornada regional de los seminaristas piemonteses y les agradezco por su cordial invitación. El tema que me habéis propuesto (la castidad sacerdotal) es más que nunca actual y considero que debe caracterizar, en modo sustancial, todo camino de formación al sacerdocio ministerial, porque la educación de la esfera afectiva no está jamás separada, ni es separable, de los otros ámbitos de la formación intelectual, espiritual y pastoral. Desarrollaré mi relación en dos puntos fundamentales y buscaré de sacar algunas conclusiones del análisis realizado.

La situación actual

Sería poco menos que imprudente abordar el importante tema de la formación afectiva, sin considerar la verdadera y propia revolución acaecida en la sociedad occidental y, por letal contagio, un poco en todo el mundo, de los años setenta en adelante. El haber separado, al interno de la sexualidad, el aspecto unitivo de aquel de la fecundidad, y haber, por tanto, reducido uno de los actos antropológicamente más relevantes a su aspecto meramente instintivo, ha producido consecuencias devastadoras, no solo en el aspecto moral, - que sería ya de una inaudita gravedad – sino, con el pasar de los decenios, también sobre el aspecto psicoantropológico.

Es impensable afrontar el tema de la formación afectiva en el seminario, sin partir de la lúcida consciencia que, aunque independientemente de la propia voluntad, todos aquellos que han nacido después de los años Setenta-Ochenta, han crecido en un clima cultural pansexualista e hipererotizado, en el cual los poderes fuertes del mundo, que intentan doblegar la libertad de los hombres hacia varios indecorosos intereses, no han ahorrado ningún medio, incluso con mensajes subliminales, filtrados desde la más tierna edad, hasta en algunas caricaturas, para obtener la “desestructuración” del aspecto psicoafectivo de la persona humana, y, con eso, la sumisión del hombre a los propios instintos.

A aquella que podríamos llamar la “revolución sexual” del post sesenta ocho, debe ser añadida, además, a la invasión de los medios de comunicación social, sobre todo la televisión y, más recientemente, el Internet, los cuales han llevado a todo hogar, es más, a cada habitación y recinto, imágenes antes vistas y que permanecen impresas, desde la más tierna edad, en la memoria, en la fantasía y hasta en el inconsciente de las personas, las cuales se ven obligadas a actuar de un modo difícilmente controlado y controlable.

Si el pecado del origen ha hecho siempre particularmente frágil la dimensión psicosexual del hombre, tales recientes cambios graves han determinado el verdadero y propio «STRAVOLGIMENTO» , insertándose no solamente en la esfera privada o de la tentación, sino convirtiéndose en una costumbre difundida, hasta llegar a ser cultura compartida, al punto de hacer parecer como “extraño” al juicio común cualquier otro tipo de comportamiento. Tal situación, que podría, en un primer momento, aparecer como “apocalíptica”, describe en realidad, no tanto las actitudes morales, cuanto la real situación cultural, en la cual, también aquellos que sienten la llamada al celibato y al sacerdocio ministerial, están profundamente inmersos y de la cual, en el fondo, vienen.

Todavía, en tal contexto sociocultural, es desgraciadamente necesario reconocer aquella que definiría la “pérdida de significado” de la afectividad, en general, y de la sexualidad en particular. Me explico. El haber artificialmente separado el aspecto unitivo del procreativo (a la sexualidad, ndt), ha irremediablemente reducido la amplia esfera de la afectividad al sólo ejercicio de la genitalidad, privándola de aquel contexto de “definitividad” que le es propio y, como consecuencia, se le ha simplemente “aligerado” la importancia y hoy, la ha decididamente banalizado. Tal situación es constatable sobre todo en la superficialidad con la que, no pocas veces, vienen realizados algunos actos o gestos, los cuales, por su naturaleza propia, presupondrían una madurez y una definitividad que, en la mayor parte de los casos, no se dan, y esto sin la más mínima turbación de las conciencias. No es un misterio que, en algunos ambientes, algunos jóvenes vivan un ejercicio completo de la genitalidad, con la desenvoltura con la que uno saludaría a otro saludándose de la mano!

Se comprende con claridad que una situación cultural tal exija un atento discernimiento de los formadores, los cuales están llamados a distinguirse en manera neta, entre los que provienen de una formación tradicionalmente cristiana y conscientemente comprometida, en la recta comprensión de la afectividad y de la sexualidad, y quien, en cambio, proviene del mundo-mundano, totalmente inmerso en él, y por lo mismo no es imaginable, aún con la ayuda de la gracia, que improvise comportamientos radicalmente diversos.

Tal juicio no implica necesariamente la creación de itinerarios formativos diferenciados, ni comporta la imposibilidad de alcanzar a aquel equilibrio estable exigido del compromiso celibatario, previo a la sagrada Ordenación, sino ciertamente solicita una progresiva y radical consciencia, sea de la parte del candidato, sea de la parte de los formadores, no separada de una buena dosis de humilde realismo y de un camino serio y comprometido, porque no se trata solamente de vencer vicios y de adquirir virtudes, sino de combatir y vencer, en sí mismos, aquella que es una estructura antropológica mutada por la cultura dominante y por ella continuamente replanteada.

¡Es necesario ser verdaderamente libres! Se crea una situación de osmosis con tal cultura dominante y, si no se está atento y vigilante, se termina con el ser anestesiados a través de una especie de sedante que “gota a gota” mundaniza.

Un tal contexto desorientado y desorientador no tiene consecuencias solamente en la esfera psicosexual, sino repercute en el ámbito total de las personas. Crecer en un contexto híper erotizado en el cual, casi inconscientemente, se respira una sexualidad desordenada, tiene consecuencias también en el actuar cotidiano de las personas y en su modo de relacionarse.
El verdadero drama, además, en este contexto está constituido por el hecho hasta los mismos sujetos, víctimas, conscientes o no de la deriva psicoafectiva, viven en una radical insatisfacción, determinada únicamente por la atonía entre aquello por lo cual el hombre ha sido creado, con el consiguiente profundo significado de su propia afectividad, y cuanto él vive actualmente.
El corazón del hombre está hecho para la definitividad. Cualquiera que sea la vocación, virginal o esponsal, a la que Dios llama, es únicamente la definitividad a determinar la real contentamiento. Imagen y semejanza de Dios, Amor infinito, el hombre advierte entre las propias necesidades elementales, aquella de la verdad, de la libertad, de la belleza, de la justicia, del amor y, como síntesis de todo, -hoy tan poco comprendido, aunque si buscada y a veces pretendida- ¡la felicidad! Cada uno percibe cómo la satisfacción de cada una de estas necesidades necesita, es más exige, la totalidad. Ninguno aceptaría, serenamente y supinamente, de ser “un poco” pleno, sea experimentalmente sea cronológicamente hablando; tal plenitud es aquello que en el lenguaje compartido se describe con el término “definitividad”. La Escritura nos enseña a resistir “firmes en la fe” a aquel que “como león rugiente busca a quien devorar” (1Pe 5,8-9), también cuando esa experiencia fuese la de nuestro “hombre viejo”. La fragilidad, a veces extrema, de las uniones matrimoniales y la incapacidad de tantos jóvenes para asumir decisiones definitivas, no tienen raíces diversas de la dificultad a vivir una afectividad ordenada y a madurar la acogida serena de la vocación virginal. Si, en todas las épocas, ha sido complejo vivir la perfecta continencia por el “Reino de los Cielos” y el consiguiente celibato, a causa de la fragilidad de la naturaleza humana, paradoxalmente, en nuestra época, aparece particularmente arduo, porque la red de comunicaciones sociales transmite un pansexualismo violento, capaz de distorsionar la percepción misma de la esfera afectiva, sexual y relacional.

La formación afectiva al sagrado celibato

¿Cómo imaginar un camino formativo eficaz para los candidatos al sacerdocio que provengan de un tal contexto cultural? ¿De dónde iniciar o hacia dónde andar para evitar, por cuanto sea humanamente posible, errores que podrían demostrarse dramáticamente fatales para el futuro sacerdote? Después de una premisa de método, articularé este segundo punto de la conferencia, que es el central del tema que me ha sido asignado, en tres puntos menores, dinámicamente integrados entre ellos, pero que por eficacia didáctica, prefiero distinguir para después mostrar la íntima interrelación. Examinaremos sucesivamente las dimensiones: 1. de la purificación de la memoria, 2. de la educación del presente afectivo y, finalmente, 3. de la espera orante del don del sacerdocio y de la relativa gracia de estado que de él procede, tan esencial para vivir el sacro celibato. Lo dicho hasta aquí, si todavía fuera necesario, nos recuerda la importancia de la formación afectiva y la radical seriedad con la cual debe ser afrontada.

No es tolerable que, durante el tiempo de formación, se censure o se afronte sólo tangencialmente y superficialmente la cuestión afectiva. En el más riguroso respeto de la necesaria y canónicamente reconocida distinción entre el fuero interno y el fuero externo, es necesario que la dimensión afectiva sea expuesta explícitamente a los superiores del seminario y en el caso en que esto no suceda espontáneamente, sean ellos a cuestionar el tema. Ciertamente esto implica que ellos sean personas afectivamente maduras, reconciliadas consigo mismas y con la propia dimensión psicoafectiva, no frustradas, y por lo mismo, al menos no tendientes a proyectarse sobre los demás los propios problemas irresueltos. Es necesario que hayan integrado los propios eventuales problemas psicoafectivos para poder acompañar a los demás en este camino de maduración. Por tanto, es necesario que la elección de los formadores sea particularmente ponderada y tenga en consideración, no sólo las competencias teológicas y pastorales, sino además, y a los mejor sobre todo, de la madurez psicoafectiva y del equilibrio armónico general de la persona.

Aún en el reconocimiento de la indispensable dimensión de la responsabilidad personal en el desarrollo formativo, es siempre necesario mantener clara la distinción entre educadores y educandos, entre aquellos a los cuales ha sido asignado por el Obispo de ocuparse de la formación de los futuros sacerdotes y los candidatos a la ordenación. Cualquier equívoco en tal ámbito sería portador de graves consecuencias, sin contar la ineficacia de la misma acción educativa.

La purificación de la memoria
Mencioné antes cuánto es indispensable distinguir, entre los candidatos, aquellos que provienen de una formación motivadamente cristiana y, por tanto, han sido presumiblemente educados en el auténtico significado de la afectividad humana, y aquellos que, totalmente inmersos en el mundo y en sus costumbres afectivo-sexuales, se han convertido, han sido llamados y han tocado a las puertas del seminario.
Para ambos es necesario recorrer un auténtico e integral camino de purificación de la memoria, sea del punto de vista espiritual, sea del punto de vista moral o psicológico.

No es posible purificar la memoria, sin “hacer memoria”. Evitando el riesgo de permanecer atascados en los pantanos del recuerdo y de las consecuentes reacciones sensibles, es necesario al menos en el fuero interno, una “desarmada” narración de la propia historia afectiva, para presentarla a Dios, en su belleza y en su problemática, en sus frutos y en sus caídas, en sus errores esporádicos y accidentales o en sus límites estructurales y reiterativos. “Hacer memoria” significa favorecer aquel sano realismo, ¡sin el cual es simplemente imposible cualquier camino auténtico de sanación! “Hacer memoria” significa permitir al menos al superior del fuero interno –el director espiritual-, conocer realmente la historia personal del candidato, de recoger el mayor número de elementos de su camino vocacional, para poder establecer un camino formativo verdaderamente eficaz, o sea, capaz de acompañar a una suficiente integración de la dimensión afectiva y a una presumible fidelidad al compromiso celibatario.
Queridos amigos, más que callar aspectos fundamentales y relevantes de las propias experiencias afectivas, es mejor hablar con alguno, aunque sea fuera del seminario, con los así llamados “sacerdotes externos” o con un sacerdote de confianza, los cuales, si es necesario, puedan ayudar progresivamente a proponer el tema de la afectividad, y si fuera oportuno explicitarlo, allí donde el haber callado algunos elementos esenciales, se llega a corromper la misma rectitud de intención.
La purificación de la memoria que tiene una fase inicial y fundamental en el tiempo de formación seminarística, pero que dura por la entera vida terrena, exige, y en cierto modo implica, una radical humildad. San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales es maestro en el arte del discernimiento de espíritus, íntimamente ligado a la purificación de la memoria. Cada uno puede hacer experiencia de cómo la fragilidad de nuestra naturaleza humana y el límite de la memoria pueden permitir, y a veces en modo obstinado, la persistencia de imágenes y de recuerdos que, aún sometidos al “Poder de las llaves” y de la divina Misericordia, y por lo mismo destruidos por Dios, continúan sus insidias y algunas veces a llegan a asediar la vida espiritual.

La cultura contemporánea tiende a “atiborrar” a los jóvenes con imágenes y, por tanto, de “recuerdos” un tiempo inimaginables. Es suficiente pasear por las calles de cualquier ciudad, para ser sometidos a un verdadero linchamiento de imágenes, para no hablar de la televisión y, aún más, de Internet.
De la experiencia del estudio de las tristes causas de exoneración de los compromisos de la ordenación o dispensa de votos, me parece poder resaltar que con el mal uso de media hora en Internet, se puede ver aquello que, en el pasado, ¡ni siquiera en una entera existencia era posible encontrar!
Si los candidatos al sacerdocio provienen de este tipo de experiencia, es indispensable que ellos mismos elijan y sean ayudados a realizar un corte radical, pero que es indispensable, aún sólo para imaginar la posibilidad de una fidelidad al compromiso celibatario.
Todos los recuerdos no purificados durante los años de formación y los malos hábitos no superados, regresan al campo de juego, determinando serios problemas de equilibrio psicoafectivo y, a veces, dolorosísimas situaciones espirituales, morales y psicológicas.

La purificación de la memoria podría aparecer como una “misión imposible” pero nosotros sabemos, queridos amigos, que ¡nada es imposible para Dios! En tal sentido, la obra esencial de tal purificación, realizada y firmemente buscada por la inteligencia, por la libertad y la voluntad humanas, es perfeccionada por la gracia sobrenatural, que llega a nosotros a través de una intensa vida espiritual y sacramental. ¡Aquello que podría parecer imposible a nuestros ojos, es posible por la intervención constante y eficaz de Dios, el cual, si es capaz de “sacar hijos de Abraham de las piedras”, puede plasmar hombres equilibrados, íntegros, reconciliados con la memoria del propio pasado y castos, también en este tiempo, tan desorientado y desorientador del punto de vista psicoafectivo!


Educación del presente afectivo
La Exhortación apostólica “Pastores dabo vobis” en el número 44, afirma: “Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres”. Con un lenguaje extraordinariamente realista, y, por algunos detalles “nuevo” a los documentos pontificios, el beato Juan Pablo II nos ha entregado un pilar de la formación afectiva al celibato. Las inclinaciones de la afectividad y las pulsiones del instinto no vienen canceladas o modificadas por el carisma del celibato, el cual –como afirma el texto- ¡los deja intactos! Es por tanto necesario educar el propio presente afectivo, sea en la dimensión de las inclinaciones, sea en aquella de las pulsiones, porque no suceda de imaginar un futuro sacerdote que, bajo el aspecto psicoafectivo-sexual, sea radicalmente diferente del propio presente seminarístico.
Es necesario comprender cómo el importantísimo tiempo del seminario sea dado también para trabajar sobre el propio equilibrio psicoafectivo, para integrar las propias inclinaciones y pulsiones y para escoger y “afilar” aquellas armas esenciales para la lucha, que dura toda la vida. La conciencia que el carisma del celibato es un don sobrenatural del Espíritu, impone que, en la formación del celibato, se reconozca el primado absoluto de la gracia.
Si es necesario reconocer y utilizar prudentemente los avances de las ciencias humanas, en particular de la psicología, a condición de que tengan una concepción antropológica netamente cristiana, es preciso admitir no pocos errores cometidos en ese ámbito en los decenios pasados. Se pensó de poder delegar a la ciencia humana aquello que, en cambio, era competencia de los formadores, esenciales mediadores de la acción misteriosa y sobrenatural de Dios; se pensó que la psicología podía ser la panacea de “todos” los males para “todos” los candidatos al sacerdocio, imponiendo, sin ningún discernimiento previo, indiscriminadamente a todos, de hacer uso de ella, sin la obligatoria distinción entre la así llamada “neurosis fisiológica” –que todos tenemos- y aquellas patológicas, que requieren una intervención de carácter clínico; se creyó que era posible interiorizar los valores evangélicos, incluso el del celibato, no gracias a un encuentro personal, fascinante y vivificador con Cristo –come es obvio-, sino a través de varios procesos de desestructuración de la personalidad y presuntas, mal logradas reestructuraciones, inclusive de los supuestos valores antes mencionados…
La causa de dispensa de los compromisos derivados de la sagrada ordenación, incluso el celibato, documentan estos trágicos errores en el abuso o en el uso errado de las ciencias humanas, en la formación al sacerdocio ministerial. Si son usados con los debidos criterios y allí donde se manifiesta útil, entonces tales ciencias humanas resultan adecuadas.

El don del carisma celibatario florece, viene progresivamente acogido y madurado, hasta definir la misma personalidad psicológica del sacerdote únicamente en la relación íntima, prolongada, real e interpersonal con Jesús de Nazaret, ¡Señor y Cristo! Sólo la intimidad orante con el Señor, la progresiva asimilación de su vida, de sus palabras, de sus pensamientos –“Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5)- permite acoger y vivir el celibato, no como un elemento extraño a la propia persona, que debe ser penosamente soportado, sino como una redefinición de sí mismo, que nace del encuentro con Cristo y del cambio y de la vida nueva, que tal encuentro genera.
El celibato es, por excelencia, aquel nuevo horizonte que tal vez jamás habíamos imaginado y que el encuentro con Cristo ha radicalmente manifestado.
Además, -todos lo experimentamos- a la vocación sacerdotal corresponde, misteriosamente pero realmente, un extraordinario florecimiento de lo humano. ¿Qué cosa sería de nuestra humanidad sin Cristo, sin la vocación que él nos ha donado? Junto a la llamada al sacerdocio ministerial, el Señor permite un florecimiento de nuestra humanidad, su purificación, una inesperada y extraordinaria dilatación, para que ella sea progresivamente capaz de acoger, en modo definitivo, un carisma tan extraordinario y vivirlo como testimonio supremo a Cristo, en la cotidianeidad de la existencia ministerial.

El mundo –también en el dramático tiempo de los escándalos, vergonzosos y contra los cuales es necesario actuar con todas nuestras fuerzas, sea del punto de vista de la formación, que bajo el perfil de la penitencia y oración reparadora, como también y seriamente bajo el aspecto disciplinar y penal- no ataca nuestra actuación social, ni nuestras obras de caridad; no puede tolerar el testimonio de la castidad por el Reino de los Cielos y la consiguiente acción educativa, que de ella brota.

Si la vida monástica ha sido siempre fascinante, cuando es realmente tal, no olvidemos jamás, queridos amigos, que, paradójicamente, el testimonio de un sacerdote secular, o sea, inmerso en su tiempo y en su sociedad, en ciertos aspectos puede ser más impactante. Nosotros no somos monjes separados del mundo, a los cuales contemplar con mirada sentimentalista, somos hombres plenamente insertos en nuestro tiempo, “en” el mundo, pero no “del” mundo, y testificamos, con nuestra opción celibataria, que Dios existe, que llama así a los hombres, que puede dar significado a la existencia entera y que vale la pena gastar, por Él, nuestra vida.

La intimidad divina, condición imprescindible en la formación celibataria, se cultiva sobre todo con la oración, en la cual debemos estar totalmente inmersos; “Conversatio nostra in Coelis est”; diversamente en la tierra nos agitamos ¡pero no realizamos nada! Formarse en una radical fidelidad a la Santa Misa diaria, al Oficio divino, a la adoración eucarística, a la oración mental cotidiana, al rezo del santo Rosario, que cotidianamente encomienda a María el propio sacerdocio es el “coeficiente mínimo” para poder aún sólo esperar en vivir el celibato. Un sacerdote que no ora, que no advierta la urgencia de la celebración diaria de la Eucaristía, superando las infundadas teorías del “ayuno eucarístico” y los escandalosos “días libres” en los cuales aparentemente se libera también de la relación con Cristo –¡que cosa más triste que un sacerdote se libere de Cristo!-, difícilmente podrá vivir serenamente y eficazmente el propio celibato. En el tiempo del seminario es necesario formarse en estas dimensiones indispensables de la vida sacerdotal, suplicando a la gracia sobrenatural que ellas no sean sólo hábitos buenos y virtuosos, sino que se conviertan en una auténtica estructura psico-antropológico-espiritual, en la cual la misma identidad personal es definida.

El sacerdote no sólo celebra la santa Misa, sino que ella se identifica porque progresivamente, pero realmente, la santa Misa se convierte en su vida, y ¡él “es” la santa Misa que celebra! En esta dimensión claramente sobrenatural, a la cual uno se educa y viene educado, cada pensamiento, cada palabra, y, obviamente, discordancia con la grandeza de la propia vocación, deben ser evitados, ciertamente, por su valor pecaminoso, pero también –y diría sobretodo- por la infelicidad que generan en su total inadecuación con la verdad, sea del sacerdocio, sea de las acciones ministeriales el sacerdote realiza.

Las ciencias humanas pueden constituir una ayuda válida para conocer, al menos a grandes rasgos, las dinámicas fundamentales de la psique y de la afectividad, pero el mejor de los psicólogos puede indicar cuáles son los problemas que existen, puede ofrecer una ayuda verdaderamente preciosa, pero ciertamente no puede resolverlos. ¡Sólo Cristo salva en plenitud!
Todavía, dos elementos me parecen esenciales en la formación del propio presente afectivo: la relación con el mundo y el papel de la formación intelectual.

En la relación con el mundo –ya ampliamente descrito en el primer punto de la presente relación-, aparece con una evidencia preocupante cómo, demasiado frecuentemente, en la formación seminaristica se verifican con impresionante ingenuidad. Si en los años Cinquenta-Sesenta era para algunos, necesario abrirse al mundo o, por lo menos, mostrar nuevamente, en modo comprensible el mundo, toda la belleza del cristianismo, hoy estamos inmersos en el peligro opuesto: el de estar totalmente sumergidos en el mundo.

Considero que, en las actuales circunstancias, sea simplemente imposible recorrer un camino serio y comprometido de formación a la perfecta castidad por el Reino de los Cielos, si no se es capaz de vivir el corte radical con el mundo, que es, sobretodo y ante todo, un tajo con su mentalidad. Por lo demás, sólo así se puede servir a la sociedad. ¿Puede un seminarista tener los mismos e idénticos hábitos de cuándo era un animador parroquial o un joven universitario en el mundo? ¿Puede, en aquellas fugas en las que se convierten los tirocinios pastorales, frecuentar los mismos lugares, con las mismas actitudes?

No se trata aquí, queridos amigos, de esclerotizarse en comportamientos ridículos o incapaces de auténticas relaciones interpersonales; se trata simplemente de huir las ocasiones próximas de pecado y de no exponer sistemática y reiteradamente la propia psique, la propia emotividad y el propio cuerpo a situaciones que, inevitablemente, hacen todavía más difícil la perfecta continencia por el Reino de los Cielos.

El último aspecto tiene que ver con la importancia de la formación teológica, también en el camino de educación al celibato sacerdotal. Una sana cristología, fiel al dato escriturístico, a la Tradición, al Magisterio ininterrumpido, debe poner bajo la luz la realidad extraordinaria de la humanidad de Jesucristo y de la belleza de ser configurados con Él, y por tanto, también a Su humanidad perfectamente casta, con la ordenación sacerdotal. Una eclesiología que no quiera traicionar la verdad, no puede reducir a los sacerdotes a “funcionarios de Dios!, sino debe reconocer, al interno de un contexto sobre todo sobrenatural, el misterioso y necesario deber distinto, esencialmente y no solo de grado, del sacerdocio bautismal y en relación a la promoción de este.

Estoy profundamente persuadido que una cierta fragilidad teológica, difundida en no pocos ambientes académicos, tenga grave responsabilidad, también en lo que respecta a las vocaciones sacerdotales, las cuales, sin adecuadas razones –como es lógico- no soportan el impacto violento y persistente con el mundo.

Y concluyo esta profundización sobre la educación del presente afectivo, subrayando una vez más el primado absoluto e incontrovertible de la gracia en la formación al celibato. Contemplemos la Misericordia, comprendida, celebrada en el sacramento de la Reconciliación y continuamente invocada. Ella es la primera medicina para sanar de los límites de la concupiscencia y vivir, en modo progresivamente siempre más perfecto, aquella continencia por el Reino de los Cielos, tan estrechamente ligada al ministerio presbiteral, tanto que induce a la Iglesia a escoger a sus sacerdotes sólo entre aquellos que han recibido dicho carisma. Aquello que aparece imposible a las solas fuerzas humanas, es experimentalmente posible por la gracia, en la cual, continuamente y sin límites, es necesario confiar.


La espera orante del don del sacerdocio
La comunidad del seminario tiene su modelo supremo en el Cenáculo de Jerusalén, en el cual los apóstoles, realizada la experiencia de Jesús Resucitado y abrazados en torno a Èl, viven en espera orante del don del Espíritu, que los hace capaces de hablar lenguas nuevas, de anunciar eficazmente el Reino, de sanar con la potestad sacramental y de realizar cualquier otro acto del ministerio auténtico, entonces el seminario vive, se nutre, camina y crece como verdadero y propio Cenáculo. Como en el Cenáculo, todos los apóstoles han hecho la experiencia de la relación personal con Jesús y lo han visto resucitado, así cada seminario debe ser una comunidad de hombres que han encontrado a Jesucristo y cuya vida ha sido transformada por ese encuentro; hombres que han hecho la experiencia del Resucitado, que viven la Iglesia como un pueblo elegido por Dios y como su verdadero Cuerpo, que hoy camina en el tiempo y en la historia.

Aquel gigante de santidad y también de sabiduría humana que fu san Benito, en su Regla, invita, sin duda alguna, de alejar del monasterio a cualquiera que entrase por razones diversas que la búsqueda de Dios. Creo que la misma claridad y firmeza deba ser utilizada en el discernimiento sobre el ingreso y la continuación en la comunidad del Cenáculo que es el seminario.

Todos los límites pueden ser sufridos soportados y sobrellevados por la comunidad del seminario que es, por naturaleza propia, una comunidad formativa y de transición –ni siquiera los apóstoles permanecieron toda la vida en el Cenáculo-, pero la falta de recta intención y el permanecer en el seminario por razones diversas de aquella que es buscar y servir a Dios y su a Iglesia no puede ser tolerada, porque impide cualquier camino auténtico de conversión y real formación. La comunidad del Cenáculo, y por tanto el seminario, es una comunidad orante. ¡El sacerdote es y debe ser un hombre de oración! Una comunidad seminarística que no tuviera su centro en la dimensión de la oración, muy difícilmente lograría asumir su propio deber.

La oración no es una interrupción de las cosas que se deben hacer, sino al contrario, se interrumpen a veces la oración para realizar cosas, y también en las otras obras es necesario custodiar un espíritu orante. La reforma del clero, tan deseada por varias vertientes, no podrá sino ser fruto de un redescubrimiento radical de la dimensión sobrenatural del ministerio y del consiguiente primado de la relación orante con Dios. Primado que, en la misma oración oficial del seminario, debe transparentarse claramente: la fidelidad a la liturgia, así como la Iglesia determina que sea celebrada, por el cuidado de cada gesto, de cada postura. En esto no pueden haber formulismos. La justa forma, además, ayuda a la custodia y a la transmisión de la sustancia.

Junto a la oración de la Iglesia, constituida no sólo de la santa Misa y del Oficio divino, sino también de la Adoración eucarística, del santo Rosario y de cada acto de piedad, que sostenga y alimente la fe, la comunidad del seminario está llamada a educar a los futuros sacerdotes también en la oración personal, el silencio, a la meditación y a los espacios de real intimidad divina.
Tratándose de una “educación”, ella no puede dejarse únicamente a la responsabilidad o a la creatividad personal, sino que deben ser propuestos algunos momentos de silencio y Adoración eucarística que, aún conservando el carácter opcional, en orden a la adhesión, son sistemáticamente integrados en el camino diario o semanal. Mi experiencia personal es que la inserción de una hora de Adoración eucarística cotidiana en el camino formativo, tiene efectos extraordinarios en la formación de los seminaristas, crea una costumbre con el Señor que, en el tiempo del ministerio, sostiene y ayuda a advertir la nostalgia del “estar con Jesús”, empujando la libertad a buscar constantemente esos momentos.

La espera orante del don del sacerdocio orienta, además, toda la oración. No se ora independientemente de la vocación recibida, sino, partiendo de esa, se pone delante del Señor casi pregustando las dulzuras del ministerio. Pregustando la celebración de la Santa Misa, la administración de la Divina Misericordia, pregustando la intimidad divina que, con la ordenación sacerdotal, se convierte en ontológica y a la cual estáis llamados a prepararos interiormente. Del punto de vista humano nada se improvisa y del punto de vista divino nada se anticipa. En este sentido, deben de ser superados los temores, también con fecha de los años setenta, de excesiva “proximidad” a las cosas de Dios. Es necesario despertarse, ¡la historia camina hacia delante! Si hoy existe un auténtico problema, de tener siempre en consideración, es el de la fragilidad y de la identidad sacerdotal que, también causado por no pocas fluctuaciones teológicas, no es suficientemente delineado y, sobre todo, sólo raramente coincide con la misma identidad psicológica del candidato.

San Juan María Vianney, modelo de los sacerdotes, que hemos podido conocer mejor gracias al Año Sacerdotal, es ejemplar precisamente por la total identificación con el propio ministerio. Condición de la eficacia apostólica, pero también de la paz interior, de la serenidad y, sobre todo, del sentido de plena realización del sacerdote, al servicio de Dios, de la Iglesia y de los hombres.


Conclusiones
Al finalizar este largo recorrido, podemos entresacar algunas conclusiones que, aunque no son definitivas, pueden orientar el recorrido de la formación afectiva durante el tiempo del seminario. Por sencillez y claridad, las enumeraré:

1. La memoria de las propias vivencias psicoafectivas y sexuales constituye un elemento fundamental de un camino que quiera ser realmente fructuoso, sobre todo en la conciencia vigilante y constructivamente crítica de la situación cultural contemporánea, en la cual la mudanza de la objetividad del conocimiento al más arbitrario subjetivismo, con el relativismo que se desprende y que está al orden del día.

2. En la formación afectiva es necesario reconocer el primado absoluto de la Gracia, sin la cual no es siquiera posible imaginar una vida realmente casta. Tal primado se reconoce y se vive en el primado de la dimensión espiritual, hecho de oración y de vida sacramental, y en la progresiva delineación, también psicológica, de l personalidad presbiteral.

3. Es necesario que la comunidad del seminario encuentre el justo equilibrio entre el anhelo misionero, que no lo debe transformar en una comunidad centrífuga, y el ser, como el Cenáculo de Jerusalén, abrazada alrededor de Jesús, con María en la espera del don del Espíritu para la misión, pero jamás cerrada en sí misma.

4. La identificación, ya desde el tiempo del seminario, con el ministerio que, a su tiempo, será confiado, favorece la justa orientación de la formación afectiva. A diferencia de las épocas precedentes, hoy el seminarista es la figura jurídicamente más frágil al interno de la vida eclesial, porque no es clérigo sino hasta el diaconado –por una justa salvaguarda de su libertad-, aún viviendo todos los deberes disciplinares y de obediencia propios del estado clerical. Tal debilidad jurídica no debe determina una situación de incertidumbre, como si el ser seminarista no coincidiera ya, en modo perspectivo, con un determinado estado de vida, comprometido, por lo menos a dar testimonio de Cristo con el esfuerzo de formación ofrecido con la propia vida, en la perfecta continencia por el Reino de los Cielos.

5. La formación teológica tiene un papel fundamental también en la formación afectiva. Debe evitar el extraviarse entre las opiniones de varios teólogos, permaneciendo fiel a cuanto es solicitado por la Sapientia Cristiana, en la cual se indica el estudio de la Sagrada Escritura, de la Tradición milenaria de la Iglesia y del ininterrumpido Magisterio, como el esqueleto irrenunciable del ciclo institucional. Evitar el relativismo teológico y proponer la doctrina cierta contribuye en modo determinante a la configuración de una estable personalidad sacerdotal y, con ella, a una motivada formación afectiva.

También la correcta hermenéutica de los textos del Concilio Vaticano II, según la reforma de la continuidad, indicada repetidamente sea por el beato Juan Pablo II, sea por el Santo Padre Benedicto XVI, es un factor indispensable para el crecimiento eclesial sereno y auténtico, capaz de superar, eliminando al nacer, los motivos de las contraposiciones (del todo mundanas y políticas) entre “innovadores” y “conservadores”, que tanta contaminación han llevado al cuerpo de la Iglesia.

6. ¡El seminarista de hoy será el sacerdote de mañana! Si es verdad que, del día de la ordenación sacerdotal en adelante, se aprende a ser y a vivir como sacerdote, es también verdad que, sobre todo del punto de vista de la formación afectiva, nada puede ser improvisado. Es más prudente, y moralmente exigible por sí mismo, esperar algún tempo antes de solicitar la admisión a la ordenación sacerdotal, antes que atentar a ella, sin haber resuelto las cuestiones fundamentales de la propia afectividad. En este campo, como en aquello doctrinal, es preciso una probada maduración y no una simple ausencia de impedimentos.

Encomiendo a la Santísima Virgen María, tierna Madre de los sacerdotes, estas reflexiones, en la segura esperanza que, mirándola a Ella, ejemplo sublime de afectividad reconciliada, capaz del más auténtico, profundo y fecundo amor, en la perfecta castidad, podamos caminar en la espléndida vía del sacerdocio, que nos hace, a título del todo especial, sus hijos.