Ac 2,1-11 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abtnjb.htm
1Co 12,3b-7.12-13 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abtnll.htm
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9asrrvl.htm
Jn 20,19-23 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a3mhet.htm
En el quincuagésimo día después de Pascua, los Apóstoles se encontraban "todos juntos" en el Cenáculo (Cfr. Hch 2,1) para celebrar la fiesta judía de Pentecostés, en la que se recordaba el don que recibió Moisés en el Monte Sinaí, la Torá, la Ley de Dios. Ninguno de ellos podía imaginar que, precisamente ese día, el Señor habría llevado a buen término la promesa hecha tantas veces por el mismo Jesús a cerca del Paráclito, es decir, el Espíritu Santo (cfr. Jn 14, 16).
A la luz de lo que acabamos de mencionar, lo que atrae nuestra atención, además de las señales milagrosas que se produjeron en esa ocasión, es el hecho de que «judíos piadosos, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo» los escuchaban hablar en su propio idioma «de las maravillas de Dios» (Hch 2,5.11).
El Espíritu Santo es esencialmente un nuevo don, una nueva Ley que Dios hizo antes que nada a quienes habían perseverado hasta el final: un don de gracia que ya no está destinado sólo a un grupo étnico, sino que, como el aire, debe necesariamente ser comunicado a todas las criaturas que están en el mundo, porque “si les quitas el aliento mueren” (Cfr. Sal 103,29).
Se hace más claro, después de este quincuagésimo día, el significado urgente de esta invitación que el Señor nunca ha dejado de dirigir a cada uno de nosotros: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió a mí, yo también os envío» (Jn 20,21)
Pero, más importante aún, entendemos cómo, para la realización de este mandato, es necesario “recibir el Espíritu Santo” (cfr.Jn 20,22), que utilizando otra comparación, como el agua, aun siendo la misma, hace fértil la vida de los discípulos de Jesús, potenciando la especificidad, a través de una «manifestación particular del Espiritu Santo para el bien común».
El adjetivo “particular” nos regresa de nuevo al inicio de la presente reflexión: ¿que significa, para nosotros hoy, “hablar en los diferentes idiomas” y en que consiste la nueva Ley que Dios ha consignado a la Iglesia naciente?
Es todavía la liturgia, gran canal educativo, tesoro de gracias en las manos de la misma Iglesia, a aclarar estas interrogantes.
La nueva Ley que en este domingo se nos consigna es la vida misma de Dios, que es Amor: un amor que no tiene limites, ni siquiera la muerte, después de que esta ha sido vencida por el Crucifijo: «les mostró sus manos y su costado» (Jn 20,20) es un don que nos lleva directamente al corazón de Dios y que, solo, nos puede dar la fuerza necesaria con el fin de que “nuestro corazón se encienda con la llama de su amor” (cfr. Aclamación al Evangelio).
Somos por lo tanto llamados a desear y a acoger los dones del Espíritu Santo, para que nuestra vida primero que nuestras palabras, sea un testimonio comprensible, y por lo tanto creíble, a los ojos de todos nuestros hermanos que todavía no han experimentado la alegría de ser cristianos, para que en la renovación de la Pentecostés también ellos «Con gran admiración y estupor» puedan llegar a decir: «¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?» (Hch 2,7.11)
1Co 12,3b-7.12-13 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abtnll.htm
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9asrrvl.htm
Jn 20,19-23 : www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a3mhet.htm
En el quincuagésimo día después de Pascua, los Apóstoles se encontraban "todos juntos" en el Cenáculo (Cfr. Hch 2,1) para celebrar la fiesta judía de Pentecostés, en la que se recordaba el don que recibió Moisés en el Monte Sinaí, la Torá, la Ley de Dios. Ninguno de ellos podía imaginar que, precisamente ese día, el Señor habría llevado a buen término la promesa hecha tantas veces por el mismo Jesús a cerca del Paráclito, es decir, el Espíritu Santo (cfr. Jn 14, 16).
A la luz de lo que acabamos de mencionar, lo que atrae nuestra atención, además de las señales milagrosas que se produjeron en esa ocasión, es el hecho de que «judíos piadosos, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo» los escuchaban hablar en su propio idioma «de las maravillas de Dios» (Hch 2,5.11).
El Espíritu Santo es esencialmente un nuevo don, una nueva Ley que Dios hizo antes que nada a quienes habían perseverado hasta el final: un don de gracia que ya no está destinado sólo a un grupo étnico, sino que, como el aire, debe necesariamente ser comunicado a todas las criaturas que están en el mundo, porque “si les quitas el aliento mueren” (Cfr. Sal 103,29).
Se hace más claro, después de este quincuagésimo día, el significado urgente de esta invitación que el Señor nunca ha dejado de dirigir a cada uno de nosotros: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió a mí, yo también os envío» (Jn 20,21)
Pero, más importante aún, entendemos cómo, para la realización de este mandato, es necesario “recibir el Espíritu Santo” (cfr.Jn 20,22), que utilizando otra comparación, como el agua, aun siendo la misma, hace fértil la vida de los discípulos de Jesús, potenciando la especificidad, a través de una «manifestación particular del Espiritu Santo para el bien común».
El adjetivo “particular” nos regresa de nuevo al inicio de la presente reflexión: ¿que significa, para nosotros hoy, “hablar en los diferentes idiomas” y en que consiste la nueva Ley que Dios ha consignado a la Iglesia naciente?
Es todavía la liturgia, gran canal educativo, tesoro de gracias en las manos de la misma Iglesia, a aclarar estas interrogantes.
La nueva Ley que en este domingo se nos consigna es la vida misma de Dios, que es Amor: un amor que no tiene limites, ni siquiera la muerte, después de que esta ha sido vencida por el Crucifijo: «les mostró sus manos y su costado» (Jn 20,20) es un don que nos lleva directamente al corazón de Dios y que, solo, nos puede dar la fuerza necesaria con el fin de que “nuestro corazón se encienda con la llama de su amor” (cfr. Aclamación al Evangelio).
Somos por lo tanto llamados a desear y a acoger los dones del Espíritu Santo, para que nuestra vida primero que nuestras palabras, sea un testimonio comprensible, y por lo tanto creíble, a los ojos de todos nuestros hermanos que todavía no han experimentado la alegría de ser cristianos, para que en la renovación de la Pentecostés también ellos «Con gran admiración y estupor» puedan llegar a decir: «¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?» (Hch 2,7.11)