domingo, 20 de junio de 2010

Homilía en la ordenación de 14 sacerdotes de la diocesis de Roma (20-VI-2010)


Queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Queridísimos ordenandos,
Queridos hermanos y hermanas
Como obispo de esta diócesis estoy particularmente contento de acoger en el presbyterium romano a catorce nuevos sacerdotes. Junto con el cardenal vicario, los obispos auxiliares y todos los presentes, doy las gracias al Señor por el don de estos nuevos pastores del Pueblo de Dios. Quisiera dirigiros un saludo particular a vosotros, queridísimos ordenandos: hoy estáis en el centro de la atención del Pueblo de Dios, un pueblos simbólicamente representado por la gente que llena esta Basílica Vaticana: la llena de oración y de cantos, de afecto sincero y profundo, de conmoción auténtica, de alegría humana y espiritual. En este Pueblo de Dios tienen un lugar particular vuestros padres y familiares, los amigos y compañeros, los superiores y educadores del Seminario, las distintas comunidades parroquiales y las diferentes realidades de la Iglesia de las que procedéis y que os han acompañado en vuestro camino, y a las que vosotros mismos ya habéis servido pastoralmente. Sin olvidar la singular cercanía, en este momento, de tantísimas personas, humildes y sencillas pero grandes ante Dios, como por ejemplo las monjas de clausura, los niños, los enfermos. Ellos os acompañan con el don preciosísimo de su oración, de su inocencia y de su sufrimiento.
Es, por tanto, toda la Iglesia de Roma la que hoy da gracias a Dios y reza por vosotros, que pone tanta confianza y esperanza en vuestro mañana, que espera frutos abundantes de santidad y de bien del ministerio sacerdotal. Sí, la Iglesia cuenta con vosotros, ¡cuenta muchísimo con vosotros! La Iglesia os necesita a cada uno de vosotros, consciente como es de los dones que Dios os ofrece y, al mismo tiempo, de la absoluta necesidad del corazón de cada hombre de encontrarse con Cristo, único y universal salvador del mundo, para recibir de él la vida nueva y eterna, la verdadera libertad y la alegría plena. Nos sentimos, por tanto, todos invitados a entrar en el “misterio”, en el acontecimiento de gracia que se está realizando en vuestros corazones con la Ordenación presbiteral, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios que se ha proclamado.
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo le juzgan ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe, que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, de hecho, afirma: Tú eres el Cristo de Dios (cfr Lc 9,20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está ligada a un momento de oración: “Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él”, dice san Lucas (9,18). Es decir, los discípulos son involucrados en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y se les concede de este modo ver al Maestro en lo intimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del “ser con él”, del “estar con él” en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote: en la oración, él esta llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación intima con el Señor viene aferrado por Él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un “permanecer con él” que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser la parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las “cosas que hacer” deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos “permanecer siempre con Él”.
Un segundo elemento quisiera subrayar del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección y hace seguir a este anuncio una enseñanza en relación al camino de los discípulos, que es un seguirlo a Él, el Crucificado, seguirlo por el camino de la cruz. Y agrega después -con una expresión paradójica – que ser discípulos significa “perderse a si mismo”, pero para reencontrarse plenamente a uno mismo (Cfr. Lc 9,22-24). ¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el sacerdocio, no puede jamás representar un modo par alcanzar seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para un aumento del propio prestigio personal y el propio poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio. Quien quiere ante todo realizar una ambición propia, alcanzar éxito propio será siempre esclavo de si mismo y de la opinión pública. Para ser considerado deberá adular; deberá decir aquello que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea en estos términos su propio ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás, sino solo a si mismo y, paradójicamente, termina por perderse a si mismo. El sacerdocio -recordémoslo siempre- se funda sobre el coraje de decir sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente conformándose a la voluntad de Dios, “inmersos” en esta voluntad, no solo no será cancelada nuestra originalidad, sino, al contrario, entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio.
Queridos ordenandos, quisiera proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente ligado a este apenas expuesto: la invitación de Jesús de “perderse a sí mismo”, de tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. A vosotros hoy, con el sacramento del Orden, ¡os viene dado presidir la Eucaristía! A vosotros se os confía el sacrificio redentor de Cristo; a vosotros se os confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su donación de amor humilde y completo a la Iglesia su Esposa, sobre la Cruz. Es sobre ese leño donde el grano de trigo dejado caer por el Padre sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el diseño de Dios, esta donación de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a aquella potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, presbíteros. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el pan del Cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento para la vida del mundo. Es algo que no puede sino llenar vuestro corazón de íntimo estupor, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado pasan a través de vuestras manos, vuestra voz, y vuestro corazón. ¡Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de Su presencia!
¡Cómo no rezar por tanto al Señor, para que os dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de vuestro ser sacerdotes! Para que os de la gracia de saber experimentar en profundidad toda la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al mismo tiempo, la gracia de poder vivir este ministerio con coherencia y generosidad, cada día. La gracia del presbiterado, que dentro de poco os será dada, os unirá íntimamente, estructuralmente, a la Eucaristía. Por eso, os pondrá en contacto en lo profundo de sus corazones con los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta el don total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar vuestro camino con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras habla de la absoluta gratuidad del don, graba dentro del mismo ser una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os empuja a insertaros y a hacer surgir en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día el amor mismo de donación de Cristo crucificado. Volvemos a escuchar la voz del apóstol Pablo, es más, en esta voz reconocemos aquella potente del Espíritu Santo: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo” (Gal 3,27) Ya con el Bautismo, y ahora en virtud del Sacramento del orden, vosotros os revestís de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se dona totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, Sumo y eterno Sacerdote, siervo de Dios y de los hombres.
Queridos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es el camino de vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia e incisividad, incluso en las situaciones más fatigosas y áridas. Es más, este es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la sierva del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió el Hijo hasta los pies de la cruz en el supremo acto de amor, os acompañe cada día de vuestras vidas y de vuestro ministerio. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte, podréis ser felizmente fieles a la consigna que como presbíteros hoy os es dada: la de conformaros a Cristo Sacerdote, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar a los hombres hasta el extremo.
¡Amén