Por la mañana, al despertaros, pensad en seguida en Dios y haced sin demora la señal de la cruz, diciéndole: Dios mío, os entrego mi corazón, y pues, sois tan bondadoso al concederme un día más, hacedme la gracia de que cuanto haga en él no sea sino para gloria vuestra y bien de mi alma. ¡Ay! -debemos decirnos a nosotros mismo -¡cuántos han caído en el infierno dede ayer, que quizás eran menos culpablas que yo! Preciso es, pues, que me porte mejor de lo que me he portado hasta ahora.
Ya desde aquel momento habéis de ofrecer a Dios todas las acciones del día, diciéndole: Recibid, oh Dios mío, todos los pensamientos, todas las acciones que yo haga en unión de lo que vos sufristeis durante vuestra vida mortal por amor de mí. Jamás debéis olvidaros de hacer este acto; pues, para que nuestras acciones sean meritorias para el cielo, es necesario que las hayamos ofrecido a Dios, sin lo cual quedarían sin recompensa. Llegada la hora de levantaros, hacedlo con recompensa. Llegada la hora de levantaros, hacedlo con prontitud; guardaos de dar oído al demonio, que os tentará a que os quedéis un poco mñas en la cama, para que dejéis vuestera oración o la hagáias distraidos pensando que os esperan o que vuestro trabajo corre prisa.
San Juan Maria Vianney, el santo cura de Ars
Sermon sobre la santificación del cristiano