viernes, 1 de enero de 2010

P. Marco Antonio Foschiatti, O.P.: La Oración Camino de Santificación


Hemos sido creados para la oración, para hacernos respuesta filial en el Hijo:
La primera carta de San Juan se abre con esta preciosa afirmación: “Lo que hemos visto y oído, lo que contemplamos, lo que tocaron nuestras manos acerca del Verbo de Vida…os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión de vida es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1, 3)
Toda la historia de la creación y de la redención de la persona humana converge hacia este único fin: la comunión de Vida con el Dios Amor, con Dios Trinidad. Una comunión filial, amorosa, una comunión en el lazo de amor de las Personas Divinas. Una comunión en su Beso paternal y filial que es el Espíritu Santo, como tan hermosamente lo llama San Bernardo.
Hemos sido creados para ser alabanza de gloria de la Trinidad, para esto hemos sido elegidos y amados desde antes de la creación del mundo. Elegidos y amados en el Hijo, en la Palabra. El Padre nos contempla en el Rostro de su Hijo amado y nos bendice con su gracia, con su Vida. Esta es la Santidad. La Santidad es amor, es ser receptores de esa bendición en el Hijo Amado y es amor porque es devolverse, hacerse oblación, hacerse alabanza, adoración y servicio en el Hijo por el Espíritu: “Hemos sido creados para que seamos santos e inmaculados, ante su mirada, por el Amor” ( cf. Ef 1, 1-2 )
La persona humana ha sido creada para la oración, este sería como el principio más alto de nuestra vocación y de nuestra dignidad. Hemos sido creados para la oración, en analogía con los ángeles , cuyo ser más profundo es la alabanza, la adoración, el consumirse de amor ante la mirada del Dios Amor, el vivir de esa mirada, el moverse siempre en Dios.
La persona humana como la persona angélica tiene esta altísima vocación que la diferencia de las demás criaturas, las cuales, por grandes y hermosas que sean, son incapaces de entrar en relación con Dios y de darse en una respuesta personal a Aquel que nos sacó de la nada.
Dios Amor nos crea a su imagen y semejanza, somos seres inteligentes y libres, capaces de ofrecernos, y en esta ofrenda entregar todo lo creado en sacrificio de alabanza; ofrecernos en amor. Cuando Dios crea al varón y la mujer los regala con la morada del Paraíso, imagen para los Santos de la elevación del corazón humano a los dones sobrenaturales, y Él mismo, el Dios Amor gusta de bajar y pasear por el Jardín en la hora del crepúsculo para conversar, para entrar en coloquio, en diálogo con la obra de su amor: ¿acaso los santos no comprendieron que ese Jardín de delicias en donde Dios Amor quiere siempre bajar y permanecer con su criatura, con su hijo, es el corazón humano?
¿Acaso la historia de la redención no es un volver al Jardín del diálogo con el Dios Amor por medio del Hijo que en su encarnación se nos hizo Camino de retorno hacia la Verdad y la Vida?
Dios Amor baja al Jardín para hablar a su criatura: Dios le habla y la llama en esa primera palabra de la salvación, de la búsqueda alocada de Dios cuando por el pecado nos escondemos de su mirada: ¿Adán, dónde estás? De esta manera comienza el diálogo de la redención, impulsado por Dios “que nos amó primero”…
Dios habla, se manifiesta a los patriarcas, a los profetas, les descubre sus planes de bondad, de salvación, les revela su Nombre santo, Nombre de misericordia y fidelidad. Les entrega su Ley los invita a una comunión de vida por medio de su Alianza.
Cuando los hombres, alejándose de Dios, son infieles a su Alianza, Dios calla…es terrible el gran silencio de Dios. El silencio divino es la consecuencia del desprecio de la Palabra de esperanza en los profetas, es la consecuencia del corazón endurecido, que no quiere escuchar…que se cierra al amor obediente. Y el corazón humano creado para hablar y vivir en comunión con Dios se siente una cisterna agrietada, no puede contener el torrente de la Vida, se muere en la sed de Dios. El Jardín, la Viña escogida se convierte en tierra desierta que sólo produce cardos y espinas.
Llegada la plenitud de los tiempos cuando Dios quiere realizar su Plan de salvación, y manifestar su derroche de misericordia por el mundo, envía a su Verbo, el Verbo que espira amor, para que se siembre por la encarnación en la tierra reseca y espinosa para transformarla, en Sí mismo, en el Nuevo Jardín de Dios: en el Nuevo Huerto cerrado de la Oración, de la Intimidad Divina.
“He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” ( Hb 10, 7), dice el Hijo Amado al entrar a este mundo, y desde ese momento el Padre recibe del Hombre-Dios, de la Palabra hecha carne, la respuesta más perfecta a su Amor. El Hijo se encarna para ser Oración perfecta en su Corazón Divino-humano al Padre. En la Encarnación el diálogo, la oración, entre el Corazón de la Trinidad y el corazón humano se desarrolla de la manera más sublime. Desde aquel momento cada uno de los creyentes es introducido en el coloquio de Cristo con el Padre en el Espíritu Santo, vínculo de comunicación y comunión; más aún es llamado a tomar parte, a entrar en el corazón de la Vida Trinitaria por medio de su oración personal.
La oración cristiana es por esencia la participación en este sublime diálogo y coloquio del Hijo con el Padre en el Amor del Espíritu Santo. Cuando el Evangelio dice que Jesús “gustaba retirarse a lugares solitarios” para orar (Lc 5, 16) o pasaba las noches en oración (Lc 6, 12), nos señala precisamente éstos coloquios de tú a tú con el Padre, cuyo misterio no puede ser penetrado por el hombre, pero de los cuales Jesús mismo revelo algunos aspectos para instruir y para que su oración “contagiara” a la oración de sus discípulos. Tenemos así sus oraciones al Padre, expresadas en alta voz, en las cuales pone siempre de relieve su actitud de Hijo. “¡Padre, te doy gracias…Padre te alabo…Padre!” repite Jesús en todas sus invocaciones. El es el Hijo único de Dios y es por su divinidad absolutamente igual –consubstancial a El-; el Padre se manifiesta todo en el Hijo y el Hijo manifiesta por completo al Padre en un coloquio eterno tan perfecto que se derrama en Aquel principio de comunión mutua que es el Espíritu Santo.
Desde el momento de la Encarnación en ese coloquio no interviene sólo el Verbo, sino el Verbo encarnado, Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, que ama con un corazón humano; y en Él está toda la humanidad por haberla asociado a su Misterio. Jesús mediante su Misterio Pascual nos hace participar de la filiación divina, nos hace renacer del agua y del Espíritu: “ a cuantos le recibieron –al Verbo de Vida- les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, éstos no han nacido de la carne ni de la sangre…sino que han sido engendrados por Dios.”(Jn 1, 12.13), de manera que “somos llamados hijos de Dios y lo somos realmente” (1 Jn 3, 1) Y habiéndonos hecho hijos de Dios, hijos en El, nos invita a tomar parte en su eterno coloquio con el Padre.
Cuando los discípulos le dicen: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1), Jesús los introduce en seguida en este diálogo y como primera cosa les enseña a invocar a Dios con el nombre de Padre. ¡Padre!! Nombre que muchas veces pronunciamos distraídamente y sólo por costumbre, pero que compendia toda la substancia de la oración cristiana y expresa su actitud más esencial: la de hijos en el Hijo. El “Padrenuestro” es la síntesis de toda oración cristiana, desde la sencilla oración del niñito que balbucea junto a su madre hasta la solemne oración litúrgica, desde la oración de “liturgia del corazón” hasta la oración comunitaria en que todos los fieles se unen en la caridad de Cristo para alabar a “nuestro Padre”. Rezando el Padrenuestro el corazón de todo cristiano debería experimentar, en cierta manera, la emoción que envolvía a los Santos: por ejemplo Santa Teresita del Niño Jesús se conmovía hasta las lágrimas al llamar a Dios con el dulce Nombre de Padre, bastándole esto para sumergirse en contemplación. La humilde pastorcita Santa Germana Cousin muy afligida le contaba a su párroco que no podía rezar el padrenuestro. ¿Pero Germana qué te sucede? Le preguntaba el buen sacerdote. Es que cuando pronuncio el nombre “Padre” y veo que el Dios Creador de toda esta grandeza de cielos y tierra, de toda esta hermosura es mi Padre…mi Padre; no puedo continuar…me pongo a llorar. ¿Cómo puede haber mayor amor…el Creador, mi Padre?
El gran contemplativo del desierto Beato Charles de Foucauld tiene estas páginas de fuego comentando el “Padrenuestro”: “¡Qué bueno sois, Dios mío, permitiéndome llamaros “Padre nuestro”! ¿Quién soy yo, para que mi Creador, mi Rey, mi supremo Señor me permita llamarle “Padre mío”? ¿Y no sólo me lo permita, sino que me lo mande? ¡Dios mío, que bueno sois! ¡Cómo debo recordarme en todos los momentos de mi vida de este mandato tan dulce! ¡Qué reconocimiento, qué alegría, qué amor, pero sobre todo qué confianza debe inspirarme! Pues eres mi Padre debo esperar siempre en ti. Y siendo Tú tan bueno para conmigo, ¡Cómo debo ser yo también bueno para con los demás! Queriendo ser tú mi Padre y de todos los hombres, debo alimentar para con ellos, sean quienes sean, sentimientos de un verdadero hermano…
Padre nuestro…Padre nuestro, enséñame a tener continuamente este nombre en los labios, junto con Jesús, en él y gracias a él, pues poderlo decir es mi mayor felicidad. Padre nuestro…Padre nuestro, que yo pueda vivir y morir diciendo: ¡Padre nuestro!, y ser siempre, por mi gratitud, amor y obediencia, un hijo tuyo verdaderamente fiel y según tu corazón.”
Gracias al Hijo volvemos al Paraíso de delicias, volvemos al coloquio amoroso con el Padre. El corazón humano se convierte en ese Paraíso, en el Jardín cerrado, en donde Dios Amor encuentra sus delicias en habitar con los hijos de los hombres. Orar es la expansión de nuestra vida filial en Jesús, es el balbuceo y la mirada de amor del niño que permanece junto al Verbo de Vida, el Niño eterno de Dios, en el Seno del Padre. Es por esto que la matriz de toda oración cristiana es el bautismo, en la pila bautismal nace la oración cristiana, nace el canto de agradecimiento de alabanza y amor de los hijos en el Hijo. En la pila bautismal se restaura el Paraíso del corazón humano convirtiéndolo en Sagrario del Dios Amor: “Si alguno me ama…mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23)
Orar no es otra cosa que la atmósfera vital en donde puede crecer, abrirse y dar fruto esa Vida de Gracia que hemos recibido en el Bautismo. En este sentido la oración es la respiración de esa Vida de Dios, o mejor un grito filial desde el Corazón de Cristo en el Espíritu Santo: ABBA, Padre!
Orar es tomar conciencia de esa Vida de Gracia en la cual estamos sumergidos. ¡Desde el día de nuestro Bautismo la Vida de Dios es la nuestra y orar es reconocerse dentro de esa Vida! Estamos sumergidos en la Vida del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo . Asimismo vivimos sumergidos en el Misterio de Cristo y orar es introducirse en la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de radiante gloria.
“Tratar de amistad…con Quién sabemos que nos ama.” (Santa Teresa de Jesús)
Toda forma de oración es un encuentro del corazón humano con el Dios Amor, y cuanto más profunda sea la oración, tanto más interior y entrañable será este encuentro, verdadera comunión “con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1,3).
Santa Teresa de Jesús ha visto la oración desde esta perspectiva: “no es otra cosa oración mental –dice- sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con Quien sabemos nos ama.” (Vida 8, 5)
La oración no es una mirada solipsista, un autovacío interior, o tantas otras rarezas psicologistas que hoy pululan, que nos dejan un sabor pelagiano o semi-pelagiano.
La oración es una Comunión de Vida. El alma orante en su soledad tiene compañía: Dios Trinidad y mientras trata cordialmente con El, reflexiona, medita, cree, adora, espera y ama.
¿Cómo comenzar este trato de amistad, que nos enciende en el Amor del amado, que nos comunica su Santidad? ¿Cómo comenzar a caminar para gustar de la fuente de Agua viva que tiene sed de nuestra sed de El? ¿Cómo llegar al agua viva de la contemplación, a esa fuente que mana y corre en nuestro interior desde el día de nuestro bautismo?
Recordemos que la oración no es exclusivamente un acto de la inteligencia, como dice el P. Garrigou-Lagrange: “es sobre todo la caridad la que nos une a Dios y es esta virtud la que debe conservar el primer puesto en nuestra alma. Es como decir que el alma debe elevarse a Dios sobre las alas de la inteligencia y la voluntad ayudada por la gracia. Se ha de preparar con un acto de humildad y proceder de las tres virtudes teologales que nos unen directamente con el Dios Amor.” (tomado de su obra Perfección cristiana y contemplación según Santo Tomás y San Juan de la Cruz).
Toda oración debe comenzar por una serena y confiada invocación al Espíritu Santo, la comunión del Padre y del Hijo para que nos introduzca en esa comunión y para que derrame sus iluminaciones y dones haciendo nuestra oración una lluvia fecunda de su Presencia transformante: “El Espíritu todo lo que toca lo transforma…” (aforismo de los hesicastas). ¡Ven Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu Luz! ¡Sin Ti nada hay en nosotros! Recordemos que el alma vuela como un pájaro, mediante el esfuerzo de sus alas, pero el soplo del Espíritu Santo sostiene este esfuerzo y lo lleva más alto, más alto de cuanto ella puede subir por sus propios medios.
Luego de la invocación serena al Espíritu Santo procuremos realizar un profundísimo acto de adoración y de humildad. La humildad es la base de la vida espiritual, de igual manera es el cimiento de la oración. Escuchar las palabras del Señor a Santa Catalina de Siena: “Yo soy el que Soy…tú eres la que no eres.” Recordemos lo que somos mientras nos disponemos para conversar con Dios: nada y menos que nada. Ese acto profundo de humildad remueve el principal obstáculo para la gracia que es el orgullo. Esta humildad, este andar en la verdad de nuestro ser creatural continuamente sostenido por el acto creador de Dios, lejos de deprimirnos nos mueve a la adoración. La Humildad nos recuerda que en este vaso de arcilla que somos llevamos un tesoro infinitamente precioso: la Gracia Santificante y la Santísima Trinidad inhabitando en nosotros como en su “morada predilecta, en su casa solariega” (Sor Isabel de la Trinidad). Consideremos esto al principio de nuestra oración para que esta no proceda de un vago sentimentalismo, sino que oremos desde la Gracia misma, infinitamente superior a nuestra sensibilidad. Humildemente adoremos a la Trinidad Santísima que nos vivifica interiormente: “Qué nunca te deje sólo Dios Amor, Dios mío, Trinidad a quién adoro, sino que permanezca siempre contigo bien despierto en mi fe, en total adoración, con una entrega sin reservas a tu acción creadora y redentora en mí.” (cf. Elevación a la Sma Trinidad de Sor Isabel de la Trinidad).
Luego de esta adoración humilde hagamos un acto de fe , sencillísimo, sin palabras, profundo, prolongado sobre esta o alguna Verdad fundamental de nuestra fe: el Misterio de Dios Amor, sus Perfecciones: su Bondad, su Amor Misericordioso, su Divina Justicia, su Providencia. Miremos el Rostro del Hijo amado y que este acto de fe repose en El: su Encarnación, su humilde nacimiento en Belén, su ternura de Niño que nos revela las entrañas de misericordia del Padre, su Rostro coronado de espinas y ultrajado en la Cruz, sus llagas, su Costado abierto torrente de misericordia y perdón, su Vida resucitada, la donación de su Espíritu. Su Presencia amorosa en la Eucaristía…
Este acto de fe se debe alimentar con la Palabra de Vida, con la Palabra que es más dulce que la miel, que es la lámpara en nuestra oración y nuestro caminar. Pero no debemos leer mucho…bastan muy pocas palabras. Debemos poner por obra lo que nos enseña San Francisco de Sales: “En la oración debemos hacernos como las palomitas que beben de la fuente, un pequeño sorbo y elevan su cabecita al cielo, otro pequeño sorbo y lo mismo.” Un pequeño sorbo de la palabra de Dios y elevar el corazón en un acto de fe. No es necesario que razonemos mucho; un sencillo acto de fe teologal es superior a estos razonamientos, y se va convirtiendo cada vez más en simple mirada acompañada de admiración y amor. Nos dice bellamente el Catecismo:

“La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a El es renuncia a “mi”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el conocimiento interno del Señor para más amarle y seguirle.” (C.E.C. n 2715)
La oscuridad de este acto de fe no le impide ser infaliblemente seguro. Este acto de fe es la primera luz de nuestra vida interior: “credo quidquid dixit Dei Filius, nil hoc veritatis verbo verius.” (Adorote devote) Este Credo, en ciertos momentos, parece convertirse en un Video. Se ve desde lejos la fuente del Agua Viva. Se convierte en un saber experiencial, como dice el Doctor Místico: “Qué bien se yo la fonte que mana y corre aunque es de noche…”
Apoyándose en los datos de la revelación, la fe tiene el oficio de alimentar el conocimiento de Dios para que de él brote un mayor amor: “Hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16): he aquí el fruto de la oración iluminada por la fe, fruto preciosísimo en cuanto que el alma que está profundamente convencida del amor de Dios para con ella, se abre totalmente en la redamatio, en el repagar y darse en el mismo amor con que es amada por Dios. Dios es el que nos ha amado primero, y dándonos su amor nos ha hecho capaces de poder amarle nosotros: “Amemos a Dios, porque Él nos amó primero” ( 1 Jn 4, 19)
Por esto las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad son los fundamentos de la oración entendida como trato de amistad.
Esta mirada de fe sobre la Verdad del Dios Amor, sobre la Vida de su Hijo Amado, hace brotar casi naturalmente un acto de esperanza: se desea la Bienaventuranza, la Paz prometida por Dios a quienes siguen al Hijo amado Jesucristo; pero nos damos cuenta de que con las fuerzas naturales no podremos llegar a realizar este fin de amor para el cual hemos sido creados. Entonces recurrimos a la Bondad infinitamente auxiliante de Dios, pedimos su Gracia. Recuerda tu palabra Jesús: “Separados de mi no podéis hacer nada, venimos a pedir tu Gracia, tu auxilio, tu socorro…tu presencia.” “La súplica es el lenguaje ordinario de la esperanza” (P. Garrigou-Lagrange) Después de haber dicho Credo, el alma pasa espontáneamente a decir: desidero, sitio, spero. Después de haber visto de lejos la fuente de Agua viva, desea acercarse a ella para beber a largos sorbos: sicut cervus ad fontes.
Pero el acto de esperanza nos dispone, a la vez, para el acto de caridad, porque la confianza con la ayuda de Dios nos hace pensar en El, en lo Bueno que es en Sí mismo, Bonitas infinita. Entonces surge un acto de Caridad en forma afectiva o sea si nuestra sensibilidad nos ofrece su concurso interior, puede ser útil a condición que quede subordinado a la vida teologal, que se puede dar intensísima y muy santificante en la más oscura de las sequedades. Por ejemplo en Santa Teresita del Niño Jesús, en San Pablo de la Cruz, en la Beata Teresa de Calcuta. Un afecto sereno pero profundo, que es más seguro y más fecundo que las emociones superficiales. El coloquio con el Señor más que derramarse en muchas expresiones de amor se convertirá en un amor silencioso, en una música callada: “La contemplación es silencio, este símbolo del mundo venidero o amor silencioso. Las palabras en la oración contemplativa no son discursos, sino ramillas que alimentan el fuego del amor…En este silencio el Padre nos da a conocer a su Verbo encarnado, sufriente, muerto y resucitado, y el Espíritu filial nos hace participar de la oración de Jesús.” (C.E.C. n 2717)
Es una verdadera comunión e intercambio de amistad: cuanto más contempla el alma a su Dios , es suyo por el Amor, más se enamora de Él y siente la urgencia de darse a Él con generosidad total. Este acto de amor oblativo, plenitud de toda oración, lo expresa admirablemente la oblatio sui que trae S. Ignacio de Loyola en su Contemplación para alcanzar amor, cúspide de la vía unitiva en su cuarta semana de los ejercicios espirituales: “Tomad y recibid Señor, toda mi libertad, recibid mi memoria, mi entendimiento y toda mi libertad. Todo lo que tengo y poseo, Tú me lo diste: a Ti lo entrego y devuelvo. Concédeme, tan sólo, tu amor y tu gracia, que estas me bastan.”
Por otra parte, Dios Caridad se da al alma, iluminándola con su luz y atrayéndola a sí fuertemente con su amor y su gracia. Como tan hermosamente lo expresa el Doctor Místico:
Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella” (San Juan de la Cruz, Llama, 3, 28).
Jesús, camino y término de nuestra oración: “Permaneciendo junto al Padre el Verbo es la Verdad y la Vida, haciéndose hombre se nos convirtió en Camino” (San Agustín)
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida –nos dice Jesús- nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14, 6) Para traernos de nuevo a su amistad, para devolvernos al Jardín de delicias de la oración, el Padre ha querido servirse de su Hijo, y nosotros para ir a Dios Amor debemos seguir el mismo camino por donde Dios se nos ha revelado y comunicado: su Hijo, Camino y Puente. Debemos buscarlo a El, mirarlo a El, unirnos al Camino para gustar su Verdad y Vida en el seno del Padre.
Hablando de la oración dice Santa Teresa acerca de la humanidad de Jesús como el camino verdadero de toda oración: “Traer a Jesucristo con nosotros aprovecha en todos los estados y es un medio segurísimo para ir aprovechando” (Vida 12, 3).
Para todos Jesús es Maestro, Guía y materia de oración. Cada vez que nos disponemos a la oración debemos experimentar la mirada de amor de Jesús que nos llama, que desea tratar de amistad con nosotros, que desea confiarnos los secretos de su Sagrado Corazón, que quiere contarnos a su Padre. ¿Cómo no escuchar junto al Sagrario, en su Palabra de Vida, en su Cruz la dulce invitación: “El Maestro está ahí y te llama” (Jn 11, 28)? Sólo El tiene palabras de Vida eterna. El instruye a sus amigos en la oración y les revela a sí mismo y sus misterios: “todo lo que escuché de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). Enseña a orar en secreto al Padre celestial y a adorarlo en lo íntimo del corazón “en espíritu y verdad” (Jn 4, 24). Ofrece el agua viva que apaga la sed del alma humana e inflama en el amor divino: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva” (ib. 10).
Santa Teresa de Jesús la doctora de la oración nos sigue diciendo acerca de la necesidad de aferrarnos a esta humanidad santísima de Jesús para poder llegar a beber de la fuente del agua viva de la Divina Contemplación: “Con tan buen amigo –Jesucristo- todo se puede sufrir: es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima en quien se deleita…He visto claro que por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre su majestad grandes secretos” (Vida, 22, 6).
Ya lo había dicho Jesús: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare se salvará, y entrará y saldrá y hallará pasto” (Jn 10, 9). Quien toma a Jesús por guía de su oración, lleva un camino del todo seguro y puede repetir con el salmista: “El Señor es mi Pastor, nada me falta. Me hace recostar en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma.” (Sal 22).
En el punto anterior reflexionábamos acerca de cómo orar por medio de las virtudes teologales, arrojándonos en ese torrente de la vida de Dios que es la gracia; en ese piélago del amor divino que brota del Costado de Cristo en la Cruz y quiere anegarnos. Orar desde la Vida de Dios en nosotros, dejándonos llevar y elevar por esa misma Vida. Ahora, en esta misma línea, queremos dirigir nuestra vida teologal: fe, esperanza y caridad hacia la humanidad santísima de Jesús. Ejercitarnos en la oración mental o interior, proponer un pequeño método como lo hicimos con el punto anterior.
Santa Teresa, enseñando a sus hijas a hacer oración, dice: “Procurad luego, hija, pues estáis sola tener compañía. ¿Pues qué mejor que la del Divino Maestro? No os pido ahora que penséis en él ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más que le miréis…Si estáis alegre, miradle resucitado, si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto, qué aflicción tan grande llevaba en su alma…o miradle atado a la columna…o miradle cargado con la cruz… Y entonces podréis hablarle si se os ha enternecido el corazón de verle tal, que no sólo queréis mirarle, sino que os holguéis de hablar con él, no con oraciones compuestas sino desde la pena de vuestro corazón que las tiene él en muy mucho.” (Camino, 26, 1-6)
Oración de simple mirada, simplificarnos en esa mirada de fe, esperanza y caridad hacia Cristo. Es este un método de oración muy sencillo y eficaz, que ayuda al cristiano a sumergirse en Cristo, a vivir sus misterios, a gustar sus sentimientos. San Pablo, el gran enamorado de Jesucristo, escribía a los efesios: “doblo mis rodillas ante el Padre…para que os conceda…que podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” ( Ef 3, 14-19). El conocimiento de los misterios de Cristo de que habla el Apóstol es el que proviene de esta oración de simple mirada; realizada a los pies de Jesús contemplándolo y amándolo, porque él ha dicho: “el que me ama…yo le amaré y me manifestaré a él” ( Jn 14, 21).
El Rosario como sencilla mirada del corazón: Para mi la oración es una sencilla mirada... (Santa Teresa del Niño Jesús) Estas palabras nos abren a todo el misterio de la contemplación cristiana. Esa contemplación que es gracia, o sea que es un regalo de lo alto, del Padre de las luces, y a la cual todos estamos llamados.
¡Con el Rosario somos los contemplativos por excelencia! El rosario mismo nace en el corazón contemplativo de la Iglesia, en los claustros cartujanos y la cálida meditación de los misterios de Jesús que San Bernardo instaura en su escuela de la caridad, que es el monasterio cisterciense.
Vuelvo a repetirlo: rezando bien el Rosario ¡somos los contemplativos por excelencia! Y la oración es contemplar: mirar con Jesús, mirar con María, mirar al Padre. Pero contemplar es también, y sobre todo, mirar dentro de Jesús y de María, mirar dentro de sus misterios para poder aclarar en ellos nuestra mirada de fe y hacer de nuestra mirada y de nuestro corazón pura transparencia de Jesús y de María.
Sencilla mirada: uno aprende esta lección de mirada de amor contemplando el sublime icono de la Trinidad de Rubleiv. La contemplación de las miradas mutuas de las Personas de la Santísima Trinidad, es la mejor escuela para orar. Desde esas miradas la oración brota espontáneamente, brota de la conciencia del amor: “Yo lo miro y el me mira”.
Con el rosario “yo lo miro a Jesús” pero no con cualquier mirada sino con la de su Madre y Jesús “me mira”. Me mira para invitarme a ser otro Jesús, me mira para inspirarme sus mismos sentimientos, su pobreza de corazón, su obediencia al Padre, su amor hasta el fin, su paciencia, su humildad, su mansedumbre, su pureza, su Vida nueva de Resucitado.
El Rosario es una sencilla mirada, una mirada que hace nacer las maravillas de Dios en nuestro corazón: su gran obra de Amor en Jesús. María en el rosario nos enseña esta simple mirada contemplativa. La contemplación no es otra cosa que fijar los ojos del corazón en el Rostro de Jesús, es un mirar amando, es un mirar para reproducir. Es un mirar al Misterio de Jesús y a sus misterios, tantas decenas de nuestros rosarios, para descubrir al Señor en nuestro camino ordinario y doloroso de cada día. Contemplar es hacernos discípulos como María, que mientras caminamos en los gozos, alegrías y cruces de cada día saben dejarse iluminar por la palabra de vida del Maestro. Contemplar es estar a los pies del Maestro escuchando y guardando en el corazón su Palabra y es, a la vez, caminar con el Maestro en su camino de dar la vida gota a gota, en su amor hasta el extremo.
Cada Ave María nos tiene que introducir en la mirada de nuestra Madre: la Mirada de María es toda ella impulso y adhesión de su Corazón a Jesús, su Hijo: “La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de El. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el Templo: Hijo mío, por qué nos has hecho esto?; será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones como en Caná; otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la parturienta, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte de su Hijo, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella; en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés”

Conclusión: “Si oramos y amamos lo tenemos todo…” (San Juan María Vianney)

Hemos comenzado nuestro itinerario afirmando que hemos sido creados para la oración, como dice hermosamente San Ignacio de Loyola en su Principio y fundamento de los ejercicios espirituales: “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir…” La oración es ese Paraíso de delicias, el Jardín de Dios Amor en nuestros corazones. Descubrimos que la oración es ante todo un dejar fluir la vida teologal: la fe, esperanza y caridad, un tratar de amistad con el Dios Amor presente en nosotros como en su Templo, su Sagrario. Hacernos presente por las virtudes teologales en Aquel que nos habita, en quien vivimos, nos movemos y existimos. Descubrimos que Jesús es el Orante, el Adorador, el Camino de la Oración: porque es el Hijo, y orar es respirar filialmente en Jesús. Finalmente nos acercamos a la modalidad contemplativa del Rosario para entrar en Aquella, en el Paraíso de Dios que es la Virgen, la Madre de la Oración Perpetua -como la llama la tradición oriental- para que ella nos lleve y nos regale el Camino: Jesús. María en el Rosario es la Hodigritía, la Madre nos enseña el Camino hacia la Oración, hacia Jesús. El akathistos, el himno litúrgico a la Madre de Dios, le canta:
Regocíjate, por ti Dios abrió el Paraíso.
Regocíjate, por ti la creación se renueva.
Regocíjate, nos muestras a Cristo, el Señor y el Amigo.
Su intercesión amorosa nos abra el Paraíso de la oración
.


P. Marco Antonio Foschiatti OP.


Nota: La siguiente meditación no pretende ser una ponencia detallada, conserva la estructura de una “plática” o sea de una exposición más libre y coloquial, por esto no recurrimos al aparato crítico y a las citas.
***
Texto para la meditación personal:

“Oración es, como dicen los santos, un levantamiento de nuestro corazón a Dios mediante el cual nos llegamos a El y nos hacemos una cosa con El.

Oración es subir el alma sobre sí y sobre todo lo creado y juntarse a Dios y engolfarse en aquel piélago de infinita suavidad y amor.

Oración es salir el alma a recibir a Dios cuando viene por nueva gracia, y poseerlo, amarlo y gozarlo. Orar es estar el alma en presencia de Dios y Dios en presencia de ella, mirando El a ella y ella a El.

Oración es una cátedra espiritual donde el alma sentada a los pies de Dios, oye su doctrina y recibe las influencias de Su Gracia y dice con la Esposa del Cantar de los Cantares: “Mi alma se derritió después que oyó la Voz de su Amado” (5, 6). Allí enciende Dios al alma en su amor y la unge con su gracia, la cual así ungida, es levantada en espíritu y levantada contempla, y contemplando ama, y amando gusta, y gustando reposa y en este reposo tiene toda aquella gloria que en este mundo se puede alcanzar.

Ella es un sábado espiritual en que Dios huelga con ella y una casa de solaz en el monte Líbano, donde el verdadero Salomón, “tiene sus delicias en estar con los hijos de los hombres”.

Ella es un reparo saludable de los defectos de cada día, un espejo limpio en que se ve a Dios y se ve al hombre, y se ven todas las cosas.

Ella es un ejercicio cotidiano de todas las virtudes, muerte de todos los apetitos sensuales y fuente de todos los buenos propósitos y deseos.

Ella es medicina de los enfermos, alegría de los tristes, fortaleza de los débiles, remedio de los pecadores, regalo de justos, ayuda de vivos, sufragio de muertos y común socorro de toda la Iglesia.

Ella es una Puerta Real para entrar en el Corazón de Dios, unas primicias de la Gloria venidera, un maná que contiene toda suavidad y una escalera como aquella que vio Jacob.
( Fr Luis de Granada)