Mensaje de los obispos españoles a los sacerdotes
con motivo del Año Sacerdotal
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XCIV Asamblea Plenaria
Madrid, 27 de noviembre de 2009/
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XCIV Asamblea Plenaria
Madrid, 27 de noviembre de 2009/
14 de diciembre de 2009
Queridos hermanos sacerdotes:
Reunidos en Asamblea Plenaria en el Año Sacerdotal, los obispos os recordamos en nuestra oración y damos gracias a Dios por todos vosotros: por el don de vuestra vocación, que es regalo del Señor, y por vuestra tarea, respuesta en fidelidad. Una fidelidad que manifestáis a diario con el testimonio de vuestra vida y con la dedicación de cada uno al anuncio del Evangelio, a la edificación de la Iglesia en la administración de los Sacramentos y al servicio permanente de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Damos gracias al Señor, porque seguís con la mano puesta en el arado, a pesar de la dureza de la tierra y de la inclemencia del tiempo.
Esperamos que este Año Sacerdotal produzca abundantes frutos en consonancia con los objetivos propuestos por el Papa Benedicto XVI: «Promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»; «favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio»; «para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea» (1).
En nuestra Asamblea hemos reflexionado y dialogado sobre la vida y el ministerio de los presbíteros en España, deseosos de seguir buscando juntos, con la ayuda del Espíritu Santo, las actuaciones pastorales necesarias que respondan a las diversas situaciones que nos afectan a los obispos y presbíteros como pastores de la Iglesia.
Más que una enseñanza completa sobre nuestro ministerio, queremos ofreceros un mensaje de esperanza con la invitación a que volváis de nuevo a la abundante doctrina sobre el sacerdocio que nos ofrecen el Concilio, el Magisterio Pontificio y los documentos de la Conferencia Episcopal. Os invitamos a leerlos y meditarlos de nuevo y, sobre todo, a llevarlos a la vida.
Reunidos en Asamblea Plenaria en el Año Sacerdotal, los obispos os recordamos en nuestra oración y damos gracias a Dios por todos vosotros: por el don de vuestra vocación, que es regalo del Señor, y por vuestra tarea, respuesta en fidelidad. Una fidelidad que manifestáis a diario con el testimonio de vuestra vida y con la dedicación de cada uno al anuncio del Evangelio, a la edificación de la Iglesia en la administración de los Sacramentos y al servicio permanente de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Damos gracias al Señor, porque seguís con la mano puesta en el arado, a pesar de la dureza de la tierra y de la inclemencia del tiempo.
Esperamos que este Año Sacerdotal produzca abundantes frutos en consonancia con los objetivos propuestos por el Papa Benedicto XVI: «Promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»; «favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio»; «para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea» (1).
En nuestra Asamblea hemos reflexionado y dialogado sobre la vida y el ministerio de los presbíteros en España, deseosos de seguir buscando juntos, con la ayuda del Espíritu Santo, las actuaciones pastorales necesarias que respondan a las diversas situaciones que nos afectan a los obispos y presbíteros como pastores de la Iglesia.
Más que una enseñanza completa sobre nuestro ministerio, queremos ofreceros un mensaje de esperanza con la invitación a que volváis de nuevo a la abundante doctrina sobre el sacerdocio que nos ofrecen el Concilio, el Magisterio Pontificio y los documentos de la Conferencia Episcopal. Os invitamos a leerlos y meditarlos de nuevo y, sobre todo, a llevarlos a la vida.
1. «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14)
Estamos convencidos, y también vosotros, de que nuestra vida y ministerio se fundamentan en nuestra relación personal e íntima con Cristo, que nos hace partícipes de su sacerdocio. Esta vinculación Jesús la sitúa en el ámbito de la amistad: «Vosotros sois mis amigos», nos dice.
Hoy escuchamos estas mismas palabras. La iniciativa partió de Él. Fue Jesús quien nos eligió como amigos y es en clave de amistad como entiende nuestra vocación. Llamó a los apóstoles «para estar con Él y enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Lo primero fue «estar con Él», convivir con Él, para conocerle de cerca, no de oídas. Él les abrió el corazón. Como amigo, nada les ocultó. Ellos pudieron conocer, incluso, su debilidad, su cansancio, su sed, su sueño, su dolor por la ingratitud o por el rechazo abierto, el miedo en su agonía... Conocerle a Él, en esta experiencia de amistad, supera todo conocimiento, afirma san Pablo (cf. Flp 3, 8-9).
Esta amistad, nacida de Jesús y ofrecida gratuitamente, es un don valioso y espléndido. Es una experiencia deseada y generadora de «vida y vida abundante». Lo primero es conocerle y amarle personalmente. El conocimiento y el amor nos hacen testigos: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, […] os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 3-5).
El Señor nos envía a «ser sus testigos». En la Evangelii nuntiandi leemos que el mundo de hoy atiende más a los testigos que a los maestros, y que, si atiende a los maestros, es porque son testigos (2). Con la fuerza del Espíritu Santo, los apóstoles confesarán después de la Pascua: «Somos testigos» (Hch 3, 15). También nuestro mundo necesita hoy que los sacerdotes salgamos a su encuentro diciendo «somos testigos», «lo que hemos visto y oído os lo anunciamos». La fuente de este anuncio está en la intimidad con Jesús: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (3).
El Santo Padre, en la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal, nos invita a «perseverar en nuestra vocación de amigos de Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él». Una clave fundamental para vivir este Año Sacerdotal ha de ser «renovar el carisma recibido», lo que implica «fortalecer la amistad con el amigo». En la homilía de la Misa Crismal de 2006, nos decía el Papa: «Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in persona Christi capitis”. ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos… Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo».
El trato con el Señor tiene un nombre, dice el Papa: la oración, «el monte de la oración». «Sólo así se desarrolla la amistad…». Queridos sacerdotes: «sólo así podremos desempeñar nuestro ministerio; sólo así podremos llevar a Cristo y a su Evangelio a los hombres». La expresión del Papa es rotunda: la oración del sacerdote es acción prioritaria de su ministerio. «El sacerdote debe ser, ante todo, un hombre de oración», como lo fue Jesús. Esta oración sacerdotal nuestra es, a la vez, una de las fuentes de santificación de nuestro pueblo. Lo expresamos mediante la Liturgia de las Horas que se nos encomendó el día de nuestra ordenación diaconal. Esto fue lo que vivió el santo Cura de Ars con las largas horas de oración que hacía ante el sagrario de su parroquia.
«Amistad significa también comunión de pensamiento y de voluntad» (4). El poder de la amistad es unitivo. Los primeros cristianos hablaban de «tener los sentimientos de Cristo», que se asimilan con el trato, la escucha, el amor. Nos acreditamos como sacerdotes en la amistad e intimidad con Jesús. Él nos comunica sus sentimientos de Buen Pastor. Esta realidad no se vive, no se disfruta de modo inconsciente o rutinario, sino con el esfuerzo necesario, con la esperanza en Él, con su gracia y con ilusión compartida.
Esta amistad es expresión de la fidelidad de Dios para con su pueblo y reclama nuestra fidelidad, que es una nota del amor verdadero. La fidelidad brota espontánea y fresca de la amistad sincera. En la fidelidad el primero es el otro. Nosotros somos sacerdotes por la amistad indecible de Jesús, una amistad que exige gratitud y reconocimiento de su señorío: escucharle, no ocultarlo, transparentarlo, darle siempre el protagonismo. Él ha de crecer y nosotros menguar. La fidelidad reclama, a la vez, perseverancia, porque la fidelidad es el amor que resiste el desgaste del tiempo.
Somos conscientes de que esta amistad, núcleo de nuestra vida y ministerio, «es tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7); reconocemos nuestras fragilidades y pecados; nuestras manos son humanas y débiles. Sin embargo, confesamos con María, nuestra Señora, que en los pobres y débiles Dios sigue haciendo obras grandes.
Queridos sacerdotes: el Año Sacerdotal es una ocasión propicia para agradecer, profundizar y dar testimonio de nuestra amistad con Jesús, y repetir con el salmista: «Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16). Y no olvidemos que la satisfacción y alegría por el ministerio sacerdotal es una clave fundamental de la pastoral vocacional...
Hoy escuchamos estas mismas palabras. La iniciativa partió de Él. Fue Jesús quien nos eligió como amigos y es en clave de amistad como entiende nuestra vocación. Llamó a los apóstoles «para estar con Él y enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Lo primero fue «estar con Él», convivir con Él, para conocerle de cerca, no de oídas. Él les abrió el corazón. Como amigo, nada les ocultó. Ellos pudieron conocer, incluso, su debilidad, su cansancio, su sed, su sueño, su dolor por la ingratitud o por el rechazo abierto, el miedo en su agonía... Conocerle a Él, en esta experiencia de amistad, supera todo conocimiento, afirma san Pablo (cf. Flp 3, 8-9).
Esta amistad, nacida de Jesús y ofrecida gratuitamente, es un don valioso y espléndido. Es una experiencia deseada y generadora de «vida y vida abundante». Lo primero es conocerle y amarle personalmente. El conocimiento y el amor nos hacen testigos: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, […] os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 3-5).
El Señor nos envía a «ser sus testigos». En la Evangelii nuntiandi leemos que el mundo de hoy atiende más a los testigos que a los maestros, y que, si atiende a los maestros, es porque son testigos (2). Con la fuerza del Espíritu Santo, los apóstoles confesarán después de la Pascua: «Somos testigos» (Hch 3, 15). También nuestro mundo necesita hoy que los sacerdotes salgamos a su encuentro diciendo «somos testigos», «lo que hemos visto y oído os lo anunciamos». La fuente de este anuncio está en la intimidad con Jesús: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (3).
El Santo Padre, en la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal, nos invita a «perseverar en nuestra vocación de amigos de Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él». Una clave fundamental para vivir este Año Sacerdotal ha de ser «renovar el carisma recibido», lo que implica «fortalecer la amistad con el amigo». En la homilía de la Misa Crismal de 2006, nos decía el Papa: «Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in persona Christi capitis”. ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos… Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo».
El trato con el Señor tiene un nombre, dice el Papa: la oración, «el monte de la oración». «Sólo así se desarrolla la amistad…». Queridos sacerdotes: «sólo así podremos desempeñar nuestro ministerio; sólo así podremos llevar a Cristo y a su Evangelio a los hombres». La expresión del Papa es rotunda: la oración del sacerdote es acción prioritaria de su ministerio. «El sacerdote debe ser, ante todo, un hombre de oración», como lo fue Jesús. Esta oración sacerdotal nuestra es, a la vez, una de las fuentes de santificación de nuestro pueblo. Lo expresamos mediante la Liturgia de las Horas que se nos encomendó el día de nuestra ordenación diaconal. Esto fue lo que vivió el santo Cura de Ars con las largas horas de oración que hacía ante el sagrario de su parroquia.
«Amistad significa también comunión de pensamiento y de voluntad» (4). El poder de la amistad es unitivo. Los primeros cristianos hablaban de «tener los sentimientos de Cristo», que se asimilan con el trato, la escucha, el amor. Nos acreditamos como sacerdotes en la amistad e intimidad con Jesús. Él nos comunica sus sentimientos de Buen Pastor. Esta realidad no se vive, no se disfruta de modo inconsciente o rutinario, sino con el esfuerzo necesario, con la esperanza en Él, con su gracia y con ilusión compartida.
Esta amistad es expresión de la fidelidad de Dios para con su pueblo y reclama nuestra fidelidad, que es una nota del amor verdadero. La fidelidad brota espontánea y fresca de la amistad sincera. En la fidelidad el primero es el otro. Nosotros somos sacerdotes por la amistad indecible de Jesús, una amistad que exige gratitud y reconocimiento de su señorío: escucharle, no ocultarlo, transparentarlo, darle siempre el protagonismo. Él ha de crecer y nosotros menguar. La fidelidad reclama, a la vez, perseverancia, porque la fidelidad es el amor que resiste el desgaste del tiempo.
Somos conscientes de que esta amistad, núcleo de nuestra vida y ministerio, «es tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7); reconocemos nuestras fragilidades y pecados; nuestras manos son humanas y débiles. Sin embargo, confesamos con María, nuestra Señora, que en los pobres y débiles Dios sigue haciendo obras grandes.
Queridos sacerdotes: el Año Sacerdotal es una ocasión propicia para agradecer, profundizar y dar testimonio de nuestra amistad con Jesús, y repetir con el salmista: «Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16). Y no olvidemos que la satisfacción y alegría por el ministerio sacerdotal es una clave fundamental de la pastoral vocacional...
2. «Se la carga sobre los hombros, muy contento» (Lc 15, 5)
Los mismos que fueron llamados para «estar con Él» fueron «enviados a predicar». La misión apostólica es constitutiva de la vocación. Nuestra misión es la del propio Jesús: «Como el Padre me envió, así os envío yo»; y ha de llevarse a cabo como lo hizo Jesús: «Yo soy el buen pastor».
La imagen del «buen pastor», recordada y admirada en las primeras comunidades en referencia a Cristo Resucitado y presente en medio de su Iglesia, sirvió también para identificar a los que en nombre de Cristo cuidaban de la comunidad cristiana: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28).
La tarea del pastor es cuidar, guiar, alimentar, reunir y buscar. Buscar es hoy especialmente necesario. Desde el seno del Padre, el Señor vino a buscar a la humanidad perdida (5). La parábola del buen pastor da fe de ello y en la parábola del buen samaritano el hombre apaleado en el camino representa a la humanidad caída, ante la que, conmovido, Cristo se inclina, la cura y levanta. Él vino a buscar a los alejados y a ofrecerles el amor de Dios. Vino a buscar la oveja perdida y, compadecido, se la echó al hombro lleno de alegría, como narra san Lucas. Buscó a los dos de Emaús, la misma tarde de Pascua. Buscó a los apóstoles en su miedo y desilusión y les regaló el soplo del Espíritu Santo. También hoy Jesús sale cada día a buscarnos y no deja de enviarnos la fuerza de su Espíritu, principal agente de la evangelización (6).
Buscar es hoy tarea del buen sacerdote. Nuestros rediles decrecen. Las palabras «también tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir» (Jn 10, 16) siguen resonando en nuestro corazón. «Salid a buscar», decía el rey, para celebrar la boda de su Hijo (cf. Lc 14, 21). Todos los hombres son ovejas del rebaño que Dios ama. Por tanto, siguiendo las huellas de Jesucristo, el pastoreo del sacerdote no es sedentario, sino a campo abierto. Por eso nos sentimos tan orgullosos de los sacerdotes que anuncian el Evangelio en otros países.
Buscar es trabajo misionero. Se nos preparó a muchos, preferentemente, para cuidar una comunidad ya constituida. Hoy, en cambio, cuando en muchos de nosotros ha aumentado la edad, además de cuidar la comunidad existente, el Señor nos pide «conducir otras ovejas al redil». Es tiempo de «nueva evangelización» y de primer anuncio en nuestro propio territorio. En esta tarea, la comunidad y el pastor, a la vez, han de ser hoy los misioneros. De aquí que el buen sacerdote sea consciente, y sepa bien, en qué medida ha de apoyar a los laicos y contar con ellos. Asimismo, ha de unir esfuerzos con los distintos carismas de la vida consagrada. De todo ello nos habla el Papa en su Carta del Año Sacerdotal.
Pedía el Señor, por otra parte, que el Padre no nos saque del mundo. Los sacerdotes, como el propio Cristo, estamos en el mundo y somos para el mundo, sin ser del mundo. Así lo pidió Jesús al Padre en la última cena con los apóstoles. La Iglesia está plantada en el mundo y es para los hombres, pero no es del mundo. Así somos los pastores. Y aprendemos de Jesús que: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único… Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 4, 16-17). Esta misión, en muchas ocasiones, es dolorosa para nosotros por las circunstancias en que la hemos de realizar, y esto nos une a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Confiando en la palabra de Cristo, recordamos en los momentos de dolor que el Señor prometió la bienaventuranza a los perseguidos, a los que sufren, a los que lloran.
Sabemos que somos instrumento sacramental de la acción salvadora de Cristo, y en consecuencia hemos de ser con nuestra vida transparencia del amor de Dios que salva al mundo amando a los hermanos. La respuesta diaria de Dios a un mundo alejado, de espaldas a su amor, es seguir enviando a su Hijo Único para salvarlo. Esto se realiza de modo pleno en la celebración de la Eucaristía, en la que el Hijo se ofrece al Padre por la salvación del mundo. Testigos excepcionales de ello somos los sacerdotes, no sólo con la celebración litúrgica, sino haciendo de nuestra vida, «por Cristo, con Él y Él», una ofrenda permanente. Dice el Papa, citando al santo Cura de Ars: «Siempre que celebraba tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: ¡cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!» (7).
Queremos compartir con vosotros que el corazón del sacerdote que fija la mirada en Jesús está lleno de amor, amor que tiene un nombre extraordinario: misericordia. San Lucas pone nuestra perfección en ser «misericordiosos», como el Padre lo es. Y comentaba el Papa Juan Pablo II que «fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para la humanidad» (8). Si esto es así, el futuro del mundo pasa por la misericordia de Dios, de la que nosotros somos ministros, especialmente en el sacramento de la Reconciliación. Nosotros hemos de recibir frecuentemente en este sacramento el perdón y la misericordia de Dios que nos renuevan. Regatear esfuerzos en el ejercicio de la misericordia, tanto en la vida de cada día como en la disponibilidad para ofrecer a otros el sacramento de la Reconciliación, es restarle futuro al mundo. El sacerdote, como Cristo, es icono del Padre misericordioso.
Dice san Juan que Cristo murió «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Él es el Pastor que dio la vida para reunir el rebaño. El sacerdote, que prolonga la misión de Cristo, tiene también la misión esencial de «reunir», es decir, ser ministro de comunión, hasta dar la vida si es preciso. La fidelidad al Buen Pastor nos sitúa en la expresión suprema de la amistad: dar la vida, ¡cuánto más el prestigio o una situación cualquiera! Dar la vida como a diario hacéis, porque «el discípulo no es más que su maestro».
¡Cuántas veces, como sacerdotes, tenemos que llevar la cruz en el ministerio! Bendita Cruz de Cristo, que siempre estará presente en nuestras vidas. Llevando la cruz participamos de un modo especial en el ministerio.
Hoy suena igualmente con fuerza la oración de Jesús: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Hasta cinco veces aparece esta petición en la oración sacerdotal. La pasión por la unidad es necesaria en la vida de un presbítero, si no quiere renunciar a su identidad de pastor. Pasión por la unidad y por la comunión con el obispo, también con los hermanos presbíteros, con los laicos y con las personas de vida consagrada. Pasión por la unidad y por la comunión de toda la Iglesia diocesana y de la Iglesia entera bajo la guía del Sucesor de Pedro, evitando toda desafección y alejamiento. Servir hoy a la comunión es una señal clara de nuestra fidelidad a Cristo, Buen Pastor.
Estamos llamados a vivir todo esto en el ejercicio de la caridad pastoral, la virtud que anima y guía la vida espiritual y ministerial del sacerdote. Con ella imitamos a Cristo, el Buen Pastor, con ella le somos fieles y con ella unificamos nuestra vida, amenazada de dispersión. Gracias a la caridad pastoral nuestro ministerio, más allá de un conjunto de tareas, se convierte en fuente privilegiada de nuestra santificación personal.
La imagen del «buen pastor», recordada y admirada en las primeras comunidades en referencia a Cristo Resucitado y presente en medio de su Iglesia, sirvió también para identificar a los que en nombre de Cristo cuidaban de la comunidad cristiana: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28).
La tarea del pastor es cuidar, guiar, alimentar, reunir y buscar. Buscar es hoy especialmente necesario. Desde el seno del Padre, el Señor vino a buscar a la humanidad perdida (5). La parábola del buen pastor da fe de ello y en la parábola del buen samaritano el hombre apaleado en el camino representa a la humanidad caída, ante la que, conmovido, Cristo se inclina, la cura y levanta. Él vino a buscar a los alejados y a ofrecerles el amor de Dios. Vino a buscar la oveja perdida y, compadecido, se la echó al hombro lleno de alegría, como narra san Lucas. Buscó a los dos de Emaús, la misma tarde de Pascua. Buscó a los apóstoles en su miedo y desilusión y les regaló el soplo del Espíritu Santo. También hoy Jesús sale cada día a buscarnos y no deja de enviarnos la fuerza de su Espíritu, principal agente de la evangelización (6).
Buscar es hoy tarea del buen sacerdote. Nuestros rediles decrecen. Las palabras «también tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir» (Jn 10, 16) siguen resonando en nuestro corazón. «Salid a buscar», decía el rey, para celebrar la boda de su Hijo (cf. Lc 14, 21). Todos los hombres son ovejas del rebaño que Dios ama. Por tanto, siguiendo las huellas de Jesucristo, el pastoreo del sacerdote no es sedentario, sino a campo abierto. Por eso nos sentimos tan orgullosos de los sacerdotes que anuncian el Evangelio en otros países.
Buscar es trabajo misionero. Se nos preparó a muchos, preferentemente, para cuidar una comunidad ya constituida. Hoy, en cambio, cuando en muchos de nosotros ha aumentado la edad, además de cuidar la comunidad existente, el Señor nos pide «conducir otras ovejas al redil». Es tiempo de «nueva evangelización» y de primer anuncio en nuestro propio territorio. En esta tarea, la comunidad y el pastor, a la vez, han de ser hoy los misioneros. De aquí que el buen sacerdote sea consciente, y sepa bien, en qué medida ha de apoyar a los laicos y contar con ellos. Asimismo, ha de unir esfuerzos con los distintos carismas de la vida consagrada. De todo ello nos habla el Papa en su Carta del Año Sacerdotal.
Pedía el Señor, por otra parte, que el Padre no nos saque del mundo. Los sacerdotes, como el propio Cristo, estamos en el mundo y somos para el mundo, sin ser del mundo. Así lo pidió Jesús al Padre en la última cena con los apóstoles. La Iglesia está plantada en el mundo y es para los hombres, pero no es del mundo. Así somos los pastores. Y aprendemos de Jesús que: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único… Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 4, 16-17). Esta misión, en muchas ocasiones, es dolorosa para nosotros por las circunstancias en que la hemos de realizar, y esto nos une a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Confiando en la palabra de Cristo, recordamos en los momentos de dolor que el Señor prometió la bienaventuranza a los perseguidos, a los que sufren, a los que lloran.
Sabemos que somos instrumento sacramental de la acción salvadora de Cristo, y en consecuencia hemos de ser con nuestra vida transparencia del amor de Dios que salva al mundo amando a los hermanos. La respuesta diaria de Dios a un mundo alejado, de espaldas a su amor, es seguir enviando a su Hijo Único para salvarlo. Esto se realiza de modo pleno en la celebración de la Eucaristía, en la que el Hijo se ofrece al Padre por la salvación del mundo. Testigos excepcionales de ello somos los sacerdotes, no sólo con la celebración litúrgica, sino haciendo de nuestra vida, «por Cristo, con Él y Él», una ofrenda permanente. Dice el Papa, citando al santo Cura de Ars: «Siempre que celebraba tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: ¡cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!» (7).
Queremos compartir con vosotros que el corazón del sacerdote que fija la mirada en Jesús está lleno de amor, amor que tiene un nombre extraordinario: misericordia. San Lucas pone nuestra perfección en ser «misericordiosos», como el Padre lo es. Y comentaba el Papa Juan Pablo II que «fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para la humanidad» (8). Si esto es así, el futuro del mundo pasa por la misericordia de Dios, de la que nosotros somos ministros, especialmente en el sacramento de la Reconciliación. Nosotros hemos de recibir frecuentemente en este sacramento el perdón y la misericordia de Dios que nos renuevan. Regatear esfuerzos en el ejercicio de la misericordia, tanto en la vida de cada día como en la disponibilidad para ofrecer a otros el sacramento de la Reconciliación, es restarle futuro al mundo. El sacerdote, como Cristo, es icono del Padre misericordioso.
Dice san Juan que Cristo murió «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Él es el Pastor que dio la vida para reunir el rebaño. El sacerdote, que prolonga la misión de Cristo, tiene también la misión esencial de «reunir», es decir, ser ministro de comunión, hasta dar la vida si es preciso. La fidelidad al Buen Pastor nos sitúa en la expresión suprema de la amistad: dar la vida, ¡cuánto más el prestigio o una situación cualquiera! Dar la vida como a diario hacéis, porque «el discípulo no es más que su maestro».
¡Cuántas veces, como sacerdotes, tenemos que llevar la cruz en el ministerio! Bendita Cruz de Cristo, que siempre estará presente en nuestras vidas. Llevando la cruz participamos de un modo especial en el ministerio.
Hoy suena igualmente con fuerza la oración de Jesús: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Hasta cinco veces aparece esta petición en la oración sacerdotal. La pasión por la unidad es necesaria en la vida de un presbítero, si no quiere renunciar a su identidad de pastor. Pasión por la unidad y por la comunión con el obispo, también con los hermanos presbíteros, con los laicos y con las personas de vida consagrada. Pasión por la unidad y por la comunión de toda la Iglesia diocesana y de la Iglesia entera bajo la guía del Sucesor de Pedro, evitando toda desafección y alejamiento. Servir hoy a la comunión es una señal clara de nuestra fidelidad a Cristo, Buen Pastor.
Estamos llamados a vivir todo esto en el ejercicio de la caridad pastoral, la virtud que anima y guía la vida espiritual y ministerial del sacerdote. Con ella imitamos a Cristo, el Buen Pastor, con ella le somos fieles y con ella unificamos nuestra vida, amenazada de dispersión. Gracias a la caridad pastoral nuestro ministerio, más allá de un conjunto de tareas, se convierte en fuente privilegiada de nuestra santificación personal.
3. Queridos sacerdotes: «Cristo nos necesita»
Como sacerdotes, y con nuestros sacerdotes, queremos cantar, con humildad pero a la vez con voz potente, como María, nuestro propio Magníficat. El testimonio de la vida entregada de la inmensa mayoría de los sacerdotes es un motivo de alegría para la Iglesia y una fuerza evangelizadora en nuestras diócesis y cada una de sus comunidades, donde se admira y se reconoce con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio de vida. Ellos son también un regalo para el mundo, aunque a veces no se les reconozca. Verdaderamente, vosotros, los sacerdotes, sois importantes no sólo por lo que hacéis, sino, sobre todo, por lo que sois. Por eso queremos recordar con afecto entrañable y gratitud sincera a los sacerdotes ancianos y enfermos que siguen ofreciendo con amor su vida al Señor. ¡Ánimo a todos! La gracia de Cristo nos precede y acompaña siempre. Él va delante de nosotros.
En este momento, con satisfacción, traemos a nuestra memoria y a nuestro corazón, y hacemos nuestras las palabras de Juan Pablo II en Pastores dabo vobis: «Vuestra tarea en la Iglesia es verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el peso del ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario con los fieles. Vosotros sois los ministros de la Eucaristía, los dispensadores de la misericordia divina en el sacramento de la Penitencia, los consoladores de las almas, los guías de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la vida. Os saludamos con todo el corazón, os expresamos nuestra gratitud y os exhortamos a perseverar en este camino con ánimo alegre y decidido. No cedáis al desaliento. Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios. El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los días de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por mandato de Cristo» (9).
«Ahí tienes a tu Madre». Desde la Cruz, Jesús nos entregó a María, discípula perfecta y Madre de la unidad, indicándole al discípulo amado: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27). Cada discípulo está invitado a «recibirla en su casa». Invocamos a María, Madre de los sacerdotes, con esta bella oración conclusiva de Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis:
«Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo,
acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos en su vida y ministerio,
oh, Madre de los sacerdotes. Amén».
Queridos hermanos sacerdotes, queremos concluir este mensaje con la invitación que el Papa nos hace al final de su Carta para el Año Sacerdotal: Dejaos conquistar por Cristo. Recibid el saludo afectuoso y fraterno en el Señor de vuestros obispos.
NOTAS:
(1) Cf. Benedicto XVI, Carta para la Convocatoria del Año Sacerdotal (16 de junio de 2009), y Discurso a la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009).
(2) Cf. Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41.
(3) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 76.
(4) Benedicto XVI, Homilía de la Misa Crismal de 2006.
(5) Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 7.
(6) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 75.
(7) Benedicto XVI, Carta para el Año Sacerdotal.
(8) Benedicto XVI, Homilía en la consagración del Santuario de la Divina Misericordia (17 de agosto de 2002).