Carmelo de Lisieux, 14 de julio de 1897
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Jesús
Hermano:
Me dice en su última carta (que me ha gustado mucho): «Soy como un bebé que está aprendiendo a hablar". Pues bien, desde hace cinco o seis semanas, también yo soy como un bebé, pues sólo vivo de leche, pero pronto iré a sentarme en el banquete celestial, pronto iré a apagar mi sed en las aguas de la vida eterna. Para cuando usted reciba esta carta, seguramente yo habré dejado ya la tierra. El Señor, en su infinita misericordia, me habrá abierto ya su reino y podré disponer de sus tesoros para prodigarlos a las almas que amo.
Puede estar seguro, hermano, de que su hermanita mantendrá sus promesas, y que su alma, libre ya del peso de su envoltura mortal, volará feliz hacia las lejanas regiones que usted está evangelizando. Lo sé, hermano mío: le voy a ser mucho más útil en el cielo que en la tierra; por eso vengo, feliz, a anunciarle mi ya próxima entrada en esa bienaventurada ciudad, segura de que usted compartirá mi alegría y dará gracias al Señor por darme los medios de ayudarlo a usted más eficazmente en sus tareas apostólicas.
Tengo la confianza de que no voy a estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas. Así se lo pido a Dios, y estoy segura de que me va a escuchar. ¿No están los ángeles continuamente ocupados de nosotros, sin dejar nunca de contemplar el rostro de Dios y de abismarse en el océano sin orillas del amor? ¿Por qué no me va a permitir Jesús a mí imitarlos? Ya ve, hermano, que si abandono el campo de batalla, no es con el deseo egoísta de irme a descansar. El pensamiento de la felicidad eterna apenas si hace estremecerse a mi corazón: desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra, y realmente me cuesta entender cómo voy a poder aclimatarme a un país en el que reina la alegría sin mezcla alguna de tristeza. Será necesario que Jesús transforme mi alma y le dé capacidad para gozar; de lo contrario, no podré soportar las delicias eternas. Lo que me atrae hacia la patria del cielo, es la llamada del Señor, es la esperanza de poder amarle al fin tanto como he deseado, y el pensamiento de que podré hacerle amar por una multitud de almas que lo bendecirán eternamente.
Hermano mío, ya no va a tener tiempo para hacerme sus encargos para el cielo, pero los adivino. Además, sólo tiene que decírmelos muy bajito, y yo le escucharé y llevaré fielmente sus mensajes al Señor, a nuestra Madre Inmaculada, a los ángeles y a los santos que usted ama. Yo pediré para usted la palma del martirio y estaré cerca de usted sosteniéndole la mano para que pueda recoger sin esfuerzo esa palma gloriosa, y luego volaremos juntos jubilosos a la patria celestial, rodeados de todas las almas que usted ha conquistado. Adiós, hermano, rece mucho por su hermanita, rece por nuestra Madre, a cuyo corazón sensible y maternal le cuesta tanto aceptar mi partida. Cuento con usted para consolarla. Soy, para toda la eternidad, su hermanita.
Me dice en su última carta (que me ha gustado mucho): «Soy como un bebé que está aprendiendo a hablar". Pues bien, desde hace cinco o seis semanas, también yo soy como un bebé, pues sólo vivo de leche, pero pronto iré a sentarme en el banquete celestial, pronto iré a apagar mi sed en las aguas de la vida eterna. Para cuando usted reciba esta carta, seguramente yo habré dejado ya la tierra. El Señor, en su infinita misericordia, me habrá abierto ya su reino y podré disponer de sus tesoros para prodigarlos a las almas que amo.
Puede estar seguro, hermano, de que su hermanita mantendrá sus promesas, y que su alma, libre ya del peso de su envoltura mortal, volará feliz hacia las lejanas regiones que usted está evangelizando. Lo sé, hermano mío: le voy a ser mucho más útil en el cielo que en la tierra; por eso vengo, feliz, a anunciarle mi ya próxima entrada en esa bienaventurada ciudad, segura de que usted compartirá mi alegría y dará gracias al Señor por darme los medios de ayudarlo a usted más eficazmente en sus tareas apostólicas.
Tengo la confianza de que no voy a estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas. Así se lo pido a Dios, y estoy segura de que me va a escuchar. ¿No están los ángeles continuamente ocupados de nosotros, sin dejar nunca de contemplar el rostro de Dios y de abismarse en el océano sin orillas del amor? ¿Por qué no me va a permitir Jesús a mí imitarlos? Ya ve, hermano, que si abandono el campo de batalla, no es con el deseo egoísta de irme a descansar. El pensamiento de la felicidad eterna apenas si hace estremecerse a mi corazón: desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra, y realmente me cuesta entender cómo voy a poder aclimatarme a un país en el que reina la alegría sin mezcla alguna de tristeza. Será necesario que Jesús transforme mi alma y le dé capacidad para gozar; de lo contrario, no podré soportar las delicias eternas. Lo que me atrae hacia la patria del cielo, es la llamada del Señor, es la esperanza de poder amarle al fin tanto como he deseado, y el pensamiento de que podré hacerle amar por una multitud de almas que lo bendecirán eternamente.
Hermano mío, ya no va a tener tiempo para hacerme sus encargos para el cielo, pero los adivino. Además, sólo tiene que decírmelos muy bajito, y yo le escucharé y llevaré fielmente sus mensajes al Señor, a nuestra Madre Inmaculada, a los ángeles y a los santos que usted ama. Yo pediré para usted la palma del martirio y estaré cerca de usted sosteniéndole la mano para que pueda recoger sin esfuerzo esa palma gloriosa, y luego volaremos juntos jubilosos a la patria celestial, rodeados de todas las almas que usted ha conquistado. Adiós, hermano, rece mucho por su hermanita, rece por nuestra Madre, a cuyo corazón sensible y maternal le cuesta tanto aceptar mi partida. Cuento con usted para consolarla. Soy, para toda la eternidad, su hermanita.
Teresa del Niño Jesús de la Santa Faz
rel. carm. ind.