El sacerdote puede con su palabra imitar, aunque sea de lejos, a Cristo, y ejecutar las maravillas que hacía con la suya el celestial Maestro; pero para que la palabra sacerdotal posea tamaña eficacia es menester que sea total y verdaderamente divina, lo cual no se verificará cumplidamente, sino sometiéndose el ministro del Evangelio a un doble procedimiento, a saber: lo primero, esto es, vaciarnos de nosotros mismos, lo realiza la humildad, la que nos desnuda del amor propio que nos hincha, nos engríe, nos enorgullece. Lo segundo, el llenarnos de Dios, es obra de otra virtud, no menos necesaria que la humildad, la cual ha sido por cierto objeto de preferencias más señaladas de Cristo, y tema querido y por tanto favorito de sus predicaciones: la caridad.
La caridad es el amor de Dios, y el amor, bien sabido es, nos liga al ser amado con lazos que son más o menos fuertes, más o menos estrechos, según suben o bajan los grados del amor mismo.
Cuando éste se eleva a su última potencia; cuando amamos todo lo que podemos amar, entonces el amado nos llena, y está en nuestra mente, porque en él pensamos de día y de noche; está en nuestro corazón, porque por él suspiramos a toda hora; está en nuestros labios, porque de él hablamos sin cesar; está en nuestras empresas, porque para él trabajamos; está en nuestros caminos, porque por él nos movemos.
Así pues, cuando la caridad, que es el amor de Dios, de nosotros se enseñorea, literalmente podemos decir que Dios se hace nuestro dueño: su Espíritu, al modo que el día de Pentecostés, llenó como dicen los libros sagrados el Cenáculo en que los Apóstoles y discípulos estaban reunidos «Replevit totam domum ubi erante sedentes», llena la casa de nuestro pecho, donde vienen a juntarse todas las fuerzas, energías, afectos y pensamientos del alma, o diciéndolo de otro modo, donde el alma se recoge toda entera.
Después que hayamos empleado el doble procedimiento de que hablamos, y el sacerdote se haya vaciado de sí propio y se haya llenado de Dios, hablará palabra divina, y se verificará en él lo que en el diácono Esteban, cuando salían a discutir con el célebre levita los diputados de las más insignes sinagogas de Jerusalén. Ninguno podía contrarrestar su sabiduría, ni resistir al Espíritu Santo que hablaba por su boca: «Nemo poterat resistere sapientiae et Spiritui qui loquebatur».
Así de este modo la santidad sacerdotal, porque los polos sobre que gira toda santidad son la humildad y la caridad, dará eficacia a la palabra nuestra, y será no sólo ella misma, es decir, nuestra santidad, predicador elocuente, sino alma y vida y fuerza de nuestra predicación.