lunes, 17 de agosto de 2009

Dom Columba Marmión: Jesucristo, ideal del sacerdote


PRIMERA PARTE
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CRISTO, AUTOR DE NUESTRO SACERDOCIO
Y NUESTRA SANTIDAD
I
EL SACERDOCIO DE CRISTO
1.- La gloria de Dios
San Pablo nos lo revela: la absoluta dependencia de toda criatura ante la soberana grandeza de Dios obliga al hombre a tributar la gloria a la divina majestad: Ex ipso et per Ispum et in Ispo sun omnia; Ipsi gloria in saecula. Amen. (Rom, XI, 36) Porque de él y por él y para él son todas las cosas. A él la gloria por los siglos. Amen.
Dios se tributa a sí mismo una alabanza perfecta e infinita. Nada absolutamente le pueden añadir todos los himnos de los ángeles y del universo entero. Y con todo, Dios exige de su criatura que se asocie a esta glorificación propia de su vida íntima.
Según el plan divino, la gloria que el hombre debe rendir al Señor trasciende los límites de la religión natural y se remonta hasta la Trinidad misma por el sacerdocio de Cristo, único mediador entre la tierra y el cielo.
Tal es la magnífica preorrogativa del sacerdocio de Cristo y del de sus sacerdotes: ofrecer a la Trinidad , en nombre de la humanidad y del universo, un homenaje de alabanza agradable a Dios. La grandeza de este sacerdocio consiste en asegurar el retorno de toda la obra de la creación al Señor de todas las cosas.
Con el respeto que brota de una fe viva, comencemos a fijar nuestra mirada en el misterio de esta glorificación que se realiza en el seno de la Trinidad. Existía ya antes del tiempo como el mismo Dios y durará sin cesar, como era en el principio, ahora y siempre. Ella es el modelo de toda alabanza, sea humana o angélica. Y nosotros hemos sido llamados a unirnos a ella, tanto en la tierra como en el cielo. Este es nuestro sublime destino.
¿Y cuál es esta gloria que se tributan mutuamente las divinas personas?
En su ensencia, Dios no solamente es grande, sino también objeto de toda alabanza, laudabilis nimis (Ps. 47,1). Por eso, debe recibir la gloria que corresponde a su mejstad con una alabanza igual a los abismos de poder, de sabiduría y de amor que él existen. Pudo Dios no haber creado nada. Hubiera podido vivir sin nosotros en la inafable y bienaventurada sociedad de luz y de amor que constituyen las personas divinas.
El Padre engendra al Hijo. Le hace eternamente particiànte del don supremo, que es la vida y las perfecciones de la divinidad, y le comunica todo cuanto es el mismo, a excepción de su propiedad de ser Padre.
Imagen sustancial perfecta, el Verbo es "el esplendor de la gloria del Padre": Splendor gloriae et figura substantiae eius (Hebr. 1,3). Nacido del hogar de toda luz, el mismo es la luz y se refleja, como un himno ininterrumpido, hacia aquel de donde emana: "Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío" (Jo XVII, 10).
De esta suerte, por el movimiento natural de su Filiación, el Hijo hace refluir hacia el Padre todo lo que tiene recibido de él.
En esta mutua donación, el Espíritu Santo, que es caridad, procede del amor del Padre y del Hijo como de su único princio de origen. Este abrazo de amor infinito entre las tres Personas completa la eterna comunicación de la vida en el seno de la Trinidad.
Tal es la gloria que Dios se tributa a si mismo en la sagrada intimidad de su vida eterna.
¿Podría verse, quizás, en esta glorificación infinita una especie de acción sacerdotal? Ciertamente que no. Y la razón es la siguiente:
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales en poder, en eternidad y en majestad. No se puede admitir que exista entre ellos una razón de subordinación o inferiordidad, cualquiera que sea. Ahora bien, el concepto mismo del sacerdocio entraña esta idea de inferioridad. El sacerdote se abaja cuando rinde culto a Dios. Y es precisamente por esta sumisión a Dios por la que puede cumplir su papel de mediador entre Dios y los hombres. Pero como las personas divinas constituyen una misma y única esencia, ninguna de ellas puede ser considerada como rindiendo culto a las otras. Ninguna función sacerdotal puede concebirse en la glorificación eterna que se verifica en el seno de la Trinidad. Y esta es la razón de porqué en Jesucristo, el Sacerdoico pertenece a su santa humanidad y no al Verbo. Este no es Pontíficie, sino por su encarnación; su sacerdocio es una prerrogativa propia de su humanidad.