“¿Queréis ejercer toda la vida el ministerio sacerdotal, colaborando con el Obispo en el servicio del Pueblo de Dios, bajo la guía del Espíritu Santo?”
(Pontificale Romanum. De Ordinatione Episcopi, presbyterorum et diaconorum,
editio typica altera (Typis Polyglottis Vaticanis 1990))
editio typica altera (Typis Polyglottis Vaticanis 1990))
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
Contemplando todavía con los ojos y con el corazón la experiencia espiritual de la inauguración del Año Sacerdotal, durante las Vísperas de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, presididas por el Santo Padre Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro, el pasado 19 de junio, es con gran alegría que me dirijo a todos vosotros en este “tiempo santo”, que nos ha ofrecido la Divina Providencia.
Alrededor de la mitad de cada mes y durante este Año escribiré con gozo una breve reflexión, siguiendo los textos de la Liturgia de la Ordenación Sacerdotal; pensamientos que nacerán del corazón y del amor por el Sacerdocio católico y que – espero – puedan contribuir a una modesta ayuda para la meditación y servir de “cristiana compañía” en este Año, que, con el Sucesor de Pedro, todos queremos y deseamos una profunda “renovación espiritual”.
La Iglesia ha enseñado siempre, con su maternal sabiduría, que el ministerio nace del encuentro de dos libertades: la divina y la humana. Si de una parte debemos recordar siempre que “nadie puede atribuirse a sí mismo este oficio porque uno es llamado por Dios” (CIC n. 1578), de la otra, es siempre un “yo humano creado”, con la propia historia e identidad, con las propias cualidades y límites, quien debe responder a la llamada divina.
La traducción litúrgica-sacramental de este asimétrico y necesario diálogo entre la libertad divina, que llama y la libertad humana, que responde está representado por las preguntas, que a cada uno de nosotros ha hecho el Obispo durante el Rito de la propia Ordenación, antes de la imposición de las manos. Juntos recorreremos, en los próximos meses, este “diálogo de amor y de libertad”.
Se nos ha preguntado: “¿Queréis ejercer toda la vida el ministerio sacerdotal, colaborando con el Obispo en el servicio del Pueblo de Dios, bajo la guía del Espíritu Santo?” Hemos respondido: “Sí, lo quiero”.
La respuesta libre y consciente se fundamenta en un acto explícito de la voluntad (“Queréis ejercer” “lo quiero”), que – bien lo sabemos – necesita ser constantemente iluminada por el juicio de la razón y sostenida por la libertad, con el fin de que no llegue a ser un voluntarismo estéril o, cosa peor, para que no cambie en el transcurso del tiempo llegando a la infidelidad. Por su misma naturaleza, el acto de la voluntad es estable porque es un acto humano, en el que se manifiestan las cualidades fundamentales, de las que el Creador nos ha hecho participantes.
El compromiso adquirido es “para toda la vida” y consecuentemente no es en relación a entusiasmos o gratificaciones más o menos evidentes, ni mucho menos a momentos sentimentales. El sentimiento juega un papel determinante en el rol del conocimiento de la verdad, pero a condición de que, como una lente, sea colocado en su “justo punto”; de este modo no sólo no obstaculiza el conocimiento, sino que lo favorece. Sin embargo, esto es sólo un factor del conocimiento y no puede ser el determinante.
Nuestra voluntad ha aceptado ejercer el “ministerio sacerdotal”, no otras “profesiones”. Sobre todo hemos sido llamados a ser sacerdotes siempre – como nos recuerdan los Santos – en cualquier circunstancia, ejerciendo con nuestro ser el ministerio al que hemos sido llamados. ¡No se hace el sacerdote, sino que se es sacerdote!
Queridos hermanos, en este Año Sacerdotal renovemos la conmoción de despertarse cada mañana recordando aquello que somos, aquello que el Señor ha querido que fuéramos en su Iglesia: Para El, para su Pueblo, para nuestra misma salvación.
Cada uno de nosotros es parte de un “organismo”, llamado a colaborar mostrando, en modo diverso, la Cabeza de este Cuerpo. Siempre “colaborando con el Obispo”, obedeciendo sus indicaciones y “bajo la guía del Espíritu Santo”, esto es, en el respiro de una constante oración. Sólo quien reza puede escuchar la voz del Espíritu. Como ha recordado el Santo Padre en la Audiencia General del primero de julio pasado: “Quién reza no tiene miedo; quién reza no está nunca solo; quién reza se salva”.
La Virgen María, Mujer “del todo” y del “para siempre”, nos asista y nos proteja. Buena continuación del Año Sacerdotal.
Contemplando todavía con los ojos y con el corazón la experiencia espiritual de la inauguración del Año Sacerdotal, durante las Vísperas de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, presididas por el Santo Padre Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro, el pasado 19 de junio, es con gran alegría que me dirijo a todos vosotros en este “tiempo santo”, que nos ha ofrecido la Divina Providencia.
Alrededor de la mitad de cada mes y durante este Año escribiré con gozo una breve reflexión, siguiendo los textos de la Liturgia de la Ordenación Sacerdotal; pensamientos que nacerán del corazón y del amor por el Sacerdocio católico y que – espero – puedan contribuir a una modesta ayuda para la meditación y servir de “cristiana compañía” en este Año, que, con el Sucesor de Pedro, todos queremos y deseamos una profunda “renovación espiritual”.
La Iglesia ha enseñado siempre, con su maternal sabiduría, que el ministerio nace del encuentro de dos libertades: la divina y la humana. Si de una parte debemos recordar siempre que “nadie puede atribuirse a sí mismo este oficio porque uno es llamado por Dios” (CIC n. 1578), de la otra, es siempre un “yo humano creado”, con la propia historia e identidad, con las propias cualidades y límites, quien debe responder a la llamada divina.
La traducción litúrgica-sacramental de este asimétrico y necesario diálogo entre la libertad divina, que llama y la libertad humana, que responde está representado por las preguntas, que a cada uno de nosotros ha hecho el Obispo durante el Rito de la propia Ordenación, antes de la imposición de las manos. Juntos recorreremos, en los próximos meses, este “diálogo de amor y de libertad”.
Se nos ha preguntado: “¿Queréis ejercer toda la vida el ministerio sacerdotal, colaborando con el Obispo en el servicio del Pueblo de Dios, bajo la guía del Espíritu Santo?” Hemos respondido: “Sí, lo quiero”.
La respuesta libre y consciente se fundamenta en un acto explícito de la voluntad (“Queréis ejercer” “lo quiero”), que – bien lo sabemos – necesita ser constantemente iluminada por el juicio de la razón y sostenida por la libertad, con el fin de que no llegue a ser un voluntarismo estéril o, cosa peor, para que no cambie en el transcurso del tiempo llegando a la infidelidad. Por su misma naturaleza, el acto de la voluntad es estable porque es un acto humano, en el que se manifiestan las cualidades fundamentales, de las que el Creador nos ha hecho participantes.
El compromiso adquirido es “para toda la vida” y consecuentemente no es en relación a entusiasmos o gratificaciones más o menos evidentes, ni mucho menos a momentos sentimentales. El sentimiento juega un papel determinante en el rol del conocimiento de la verdad, pero a condición de que, como una lente, sea colocado en su “justo punto”; de este modo no sólo no obstaculiza el conocimiento, sino que lo favorece. Sin embargo, esto es sólo un factor del conocimiento y no puede ser el determinante.
Nuestra voluntad ha aceptado ejercer el “ministerio sacerdotal”, no otras “profesiones”. Sobre todo hemos sido llamados a ser sacerdotes siempre – como nos recuerdan los Santos – en cualquier circunstancia, ejerciendo con nuestro ser el ministerio al que hemos sido llamados. ¡No se hace el sacerdote, sino que se es sacerdote!
Queridos hermanos, en este Año Sacerdotal renovemos la conmoción de despertarse cada mañana recordando aquello que somos, aquello que el Señor ha querido que fuéramos en su Iglesia: Para El, para su Pueblo, para nuestra misma salvación.
Cada uno de nosotros es parte de un “organismo”, llamado a colaborar mostrando, en modo diverso, la Cabeza de este Cuerpo. Siempre “colaborando con el Obispo”, obedeciendo sus indicaciones y “bajo la guía del Espíritu Santo”, esto es, en el respiro de una constante oración. Sólo quien reza puede escuchar la voz del Espíritu. Como ha recordado el Santo Padre en la Audiencia General del primero de julio pasado: “Quién reza no tiene miedo; quién reza no está nunca solo; quién reza se salva”.
La Virgen María, Mujer “del todo” y del “para siempre”, nos asista y nos proteja. Buena continuación del Año Sacerdotal.
+ Mauro Piacenza
Arz. Titular de Vittoriana
Secretario
Vaticano a 15 de julio de 2009
Arz. Titular de Vittoriana
Secretario
Vaticano a 15 de julio de 2009