sábado, 27 de junio de 2009

Sermón sobre la caridad


SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS
LA CARIDAD

¿Qué podremos imaginarnos más consolador para un cristiano que tuvo la desgracia de pecar, que el hallar un medio tan fácil de satisfacer a la justicia de Dios por sus pecados? Jesucristo, nuestro Divino Salvador, sólo piensa en nuestra felicidad, y no ha despreciado ningún medio para proporcionárnosla. Por la limosna podemos fácilmente rescatarnos de la esclavitud de los pecados y atraer sobre nosotros y sobre todas nuestras cosas las más abundantes bendiciones del cielo; mejor dicho, por la limosna podemos librarnos de caer en las penas eternas. ¡Cuán bueno es un Dios que con tan poca cosa se contenta!
De haberlo querido Dios, todos seríamos iguales. Mas no fue así, pues previó que, por nuestra soberbia, no habríamos resistido a someternos unos a otros. Por esto puso en el mundo ricos y pobres, para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas. Los pobres se salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con resignación el auxilio de los ricos. Los ricos, por su parte, hallarán modo de satisfacer por sus pecados, teniendo compasión de los pobres y aliviándolos en lo posible.
Ya ven, pues, cómo de esta manera todos nos podemos salvar. Si es un deber de los pobres sufrir pacientemente la indigencia e implorar con humildad el socorro de los ricos, es también un deber indispensable de los ricos dar limosna a los pobres, sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ya que de tal cumplimiento depende su salvación. Pero será muy aborrecible a los ojos de Dios aquel que ve sufrir a su hermano, y, pudiendo aliviarlo, no lo hiciera. Para animarlos a dar limosna, siempre que sus posibilidades lo permitan, y a darla con pura intención solamente por Dios, voy ahora a mostrarles cuán poderosa es la limosna ante Dios para alcanzar cuanto deseamos, cómo la limosna libra, a los que la hacen, del temor del juicio final, y cuán ingratos somos al mostrarnos ásperos para con los pobres, ya que, al despreciarlos, es al mismo Jesucristo a quien menospreciamos.
Bajo cualquier aspecto que consideremos la limosna, ella es de un valor tan grande que resulta imposible que comprendamos todo su mérito; solamente el día del Juicio Final llegaremos a conocer todo su valor. Si quieren saber la razón de esto, aquí la tienen: podemos decir que la limosna sobrepuja a todas las demás buenas acciones, porque una persona caritativa posee ordinariamente todas las demás virtudes.
Leemos en la Sagrada Escritura que el Señor dijo al profeta Isaías: “Vete a decir a mi pueblo que me han irritado tanto sus crímenes que no estoy dispuesto a soportarlos por más tiempo: voy a castigarlos perdiéndolos para siempre jamás”. Se presentó el profeta en medio de aquel pueblo reunido en asamblea, y dijo: “Escucha, pueblo ingrato y rebelde, he aquí lo que dice el Señor tu Dios: Tus crímenes han excitado de tal manera mi furor contra tus hijos, que mis manos están llenas de rayos para aplastarlos y perderlos para siempre. Ya ven, les dice Isaías, que se hallan sin saber a dónde recurrir; en vano elevarán al Señor vuestras oraciones, pues Él se tapará los oídos para no escucharlas; en vano llorarán, en vano ayunarán, en vano cubrirán de ceniza vuestras cabezas, pues Él no volverá a vosotros sus ojos; si los mira, será en todo caso para destruirlos. Sin embargo, en medio de tantos males como los afligen, oigan de mis labios un consejo: seguirlo, será de gran eficacia para ablandar el corazón del Señor, de tal suerte que podrán en alguna manera forzarlo a ser misericordioso con ustedes. Vean lo que deben hacer: den una parte de sus bienes a sus hermanos indigentes; den pan al que tiene hambre, vestido al que está desnudo, y verán cómo súbitamente va a cambiarse la sentencia pronunciada contra ustedes”. En efecto, en cuanto hubieron comenzado a poner en práctica lo que el profeta les aconsejara, el Señor llamó a Isaías, y le dijo : “Profeta, ve a decir a los de mi pueblo, que me han vencido, que la caridad ejercida con sus hermanos ha sido más potente que mi cólera. Diles que los perdono y que les prometo mi amistad”. Oh, hermosa virtud de la caridad, ¿eres poderosa hasta para doblegar la justicia de Dios? Mas ¡ay! ¡cuán desconocida eres por la mayor parte de los cristianos de nuestros días! Y ello, ¿a qué se debe? Proviene de que estamos demasiado aferrados a la tierra, solamente pensamos en la tierra, como si sólo viviésemos para este mundo y hubiésemos perdido de vista, y no los apreciásemos en lo que valen, los bienes del cielo.
Vemos también que los Santos la estimaron hasta tal punto la caridad para con los demás, que tuvieron por imposible salvarse sin ella.
En primer término les diré que Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, la practicó hasta lo sumo. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el colmo del dolor, fue porque a ello lo llevó la caridad para con nosotros. Viéndonos totalmente perdidos, su caridad le condujo a realizar todo cuanto realizó, a fin de salvarnos del abismo de males eternos en que nos precipitara el pecado. Durante el tiempo que moró en la tierra, vemos su corazón tan abrasado de caridad, que, al hallarse en presencia de enfermos, muertos, débiles o necesitados, no podía pasar sin aliviarlos o socorrerlos. Y aún iba más lejos: movido por su inclinación hacia los desgraciados, llegaba hasta el punto de realizar en su provecho grandes milagros. Un día, al ver que los que lo seguían para oír sus predicaciones estaban sin alimentos, con cinco panes y algunos peces alimentó, hasta saciarlos, a cuatro mil hombres sin contar a los niños y a las mujeres; otro día alimentó cinco mil. No se detuvo aún allí. Para mostrarles cuánto se interesaba por sus necesidades, se dirigió a sus apóstoles, diciendo con el mayor afecto y ternura: “Tengo compasión de ese pueblo que tantas muestras de adhesión me manifiesta; no puedo resistir más: voy a obrar un milagro para socorrerlos. Temo que, si los despido sin darles de comer, van a morir de hambre por el camino. Hagan que se sienten; distribuyan estas pocas provisiones; mi poder suplirá a su insuficiencia” (San Mateo, XVI, 32-38). Quedó tan contento con poderlos aliviar, que llegó a olvidarse de sí mismo (…)
Leemos en la Sagrada Escritura que Tobías, santo varón que había sido desterrado de su tierra por causa de la cautividad de Siria, ponía el colmo de su gozo en practicar la caridad para con los desgraciados. Cuando creyó llegado el fin de su vida, llamó a su hijo junto al lecho de muerte: “Hijo mío, le dijo, creo que dentro de poco el Señor va a llevarme de este mundo. Antes de morir tengo que recomendarte una cosa de gran importancia. Prométeme, hijo mío, que la observarás. Da limosna todos los días de tu vida; no desvíes jamás tu vista de los pobres. Haz limosna según la medida de tus posibilidades. Si tienes mucho, da mucho, si tienes poco, da poco, pero pon siempre el corazón en tus dádivas y da además con alegría. Con ello acumularás grandes tesoros para el día del Señor. No olvides jamás que la limosna borra nuestros pecados y preserva de caer en otros muchos. El Señor ha prometido que un alma caritativa no caerá en las tinieblas del infierno, donde no hay ya lugar para la misericordia. No, hijo mío, no desprecies jamás a los pobres, ni tengas tratos con los que los menosprecian, pues el Señor te perdería. La casa, le dijo, del que da limosna, pone sus cimientos sobre la dura piedra que no se derrumbará nunca, mientras que la del que se resiste a dar limosnas será una casa que caerá por la debilidad de sus cimientos”; con lo cual nos quiere manifestar que una casa caritativa jamás será pobre: por el contrario, que aquellos que son duros para con los indigentes, perecerán junto con sus bienes.

LA LIMOSNA Y EL JUICIO FINAL

Hemos dicho, en segundo lugar, que aquellos que hayan practicado la limosna, no temerán el juicio final. Es muy cierto que aquellos momentos serán terribles: el profeta Joel lo llama el día de las venganzas del Señor, día sin misericordia, día de espanto y desesperación para el pecador. “Mas —dice este Santo—, ¿no queréis que aquel día deje de ser para vosotros de desesperación y se convierta en día de consuelo? Dad limosna y podéis estar tranquilos”. Otro Santo nos dice: “Si no quieren temer el juicio, hagan limosnas y serán bien recibidos por parte del Juez”.
Después de esto, ¿no podremos decir que nuestra salvación depende de la limosna? En efecto, Jesucristo, al anunciar el juicio a que nos habrá de someter, habla únicamente de la limosna, y de que dirá a los buenos: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba desnudo, y me vestísteis; estaba encarcelado, y me visitasteis. Venid a poseer el reino de mi Padre, que os está preparado, desde el principio del mundo”. En cambio, dirá a los pecadores : “Apartaos de mí, malditos: tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba desnudo, y no me vestísteis; estaba enfermo y encarcelado, y no me visitasteis”. “Y ¿en qué ocasión, le dirán los pecadores, dejamos de practicar para con Vos todo lo que decís?” “Cuantas veces dejasteis de hacerlo con los ínfimos de los míos que son los pobres”. Ya ven, pues, cómo todo el Juicio versa sobre la limosna.
¿Los admira esto tal vez? Pues no es ello difícil de entender. Esto proviene de que quien está adornado del verdadero espíritu de caridad, sólo busca a Dios y no quiere otra cosa que agradarlo, posee todas las demás virtudes en un alto grado de perfección, según vamos a ver ahora. No cabe duda que la muerte causa espanto a los pecadores y hasta a los más justos, a causa de la terrible cuenta que habremos de dar a Dios, quien en aquel momento no dará lugar a la misericordia (…)
El santo rey David, al pensar en sus pecados, exclamaba : “¡Ah! Señor, no os acordéis más de mis pecados”. Y nos dice además: “Repartid limosnas con vuestras riquezas y no temeréis aquel momento tan espantoso para el pecador”. Escuchad al mismo Jesucristo cuando nos dice: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Y en otra parte habla así: “De la misma manera que tratareis a vuestro hermano pobre, seréis tratados”.
Es decir, que si han tenido compasión de sus hermanos pobres, Dios tendrá compasión de ustedes.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que en Joppe había una viuda muy buena que acababa de morir. Los pobres corrieron en busca de San Pedro para rogarle que la resucitara; unos le presentaban los vestidos que les había hecho aquella buena mujer, otros le mostraban otra dádiva. A San Pedro se le escaparon las lágrimas: “El Señor es demasiado bueno, les dijo, para dejar de concederles lo que le piden”. Entonces se acercó a la muerta, y le dijo : “¡Levántate, tus limosnas te alcanzan la vida por segunda vez!” Ella se levantó, y San Pedro la devolvió a sus pobres. Y no serán solamente los pobres los que rogarán por vosotros, sino las mismas limosnas, las cuales vendrán a ser como otros tantos protectores cerca del Señor que implorarán benevolencia en favor de ustedes. Leemos en el Evangelio que el reino de los cielos es semejante a un rey que llamó a sus siervos para que rindiesen cuentas de lo que le debían. Se presentó uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el rey mandó encarcelarlo junto con toda su familia hasta que hubiese pagado cuanto le debía. Mas el siervo se arrojó a los pies de su señor y le suplicó por favor que le concediese algún tiempo de espera, que le pagaría tan pronto como le fuese posible. El señor, movido a compasión, le perdonó todo cuanto le debía. El mismo siervo, al salir de la presencia de su señor, se encontró con un compañero suyo que le debía cien dineros, y, abalanzándose a él, lo sujetó por la garganta y le dijo: “Devuélveme lo que me debes”. El otro le suplicó que le concediese algún tiempo para pagarle; mas él no accedió, sino que lo hizo meter en la cárcel hasta que hubiese pagado. Irritado el señor por una tal conducta, le dijo: “Servidor malvado, ¿por qué no tuviste compasión de tu hermano como yo la tuve de ti?”
Vean cómo tratará Jesucristo en el día del juicio a los que hayan sido bondadosos y misericordiosos para con sus hermanos los pobres, representados por la persona del deudor; ellos serán objeto de la misericordia del mismo Jesucristo; mas a los que hayan sido duros y crueles para con los pobres les acontecerá como a ese desgraciado, a quien el Señor, que es Jesucristo, mandó fuese atado de pies y manos y arrojado después a las tinieblas exteriores, donde sólo hay llanto y rechinar de dientes. Ya ven cómo es imposible que se condene una persona verdaderamente caritativa.

LA LIMOSNA HECHA A DIOS

En tercer lugar, la razón que debe inducirnos a dar limosnas de todo corazón y con alegría, es el pensar que se las damos al mismo Jesucristo.
Leemos en la vida de San Juan de Dios que un día se encontró con un pobre totalmente cubierto de llagas, y se hizo cargo de él para conducirlo al hospital que el Santo había fundado para albergar a los pobres. Una vez llegado allí, al lavarle los pies para colocarlo después en su lecho, vio que los pies del pobre estaban agujereados. Se admiró el Santo, y alzando los ojos, reconoció al mismo Jesucristo, que se había transformado en la figura de un pobre para excitar su compasión. Y entonces el Señor le dijo: “Juan, estoy muy contento al ver el cuidado que te tomas por los míos y por los pobres”. En otra ocasión, halló a un niño muy miserable; lo cargó sobre sus hombros, y, al pasar cerca de una fuente, suplicó el niño que lo bajase, pues estaba sediento y quería beber agua. Vio también que era el mismo Jesucristo, el cual le dijo: “Juan, lo que haces con mis pobres es cual si a Mí me lo hicieses”.
Leemos en la vida de San Francisco Javier que, yendo a predicar en un país de gentiles, halló en su camino a un pobre totalmente cubierto de lepra, y le dio limosna. Cuando hubo andado algunos pasos, se arrepintió de no haberlo abrazado para manifestarle cuán de veras sentía sus penas. Se volvió para mirarlo, y no vio a nadie: era un ángel que había tomado la forma de un pobre. ¡Ciertamente, qué pesar espera en el día del Juicio a aquellos que hayan abandonado y despreciado a los pobres, cuando Jesucristo les muestre cómo fue a Él mismo a quien hicieron la injuria! Mas también, ¡cuál será la alegría de aquellos que verán que todo el bien que hicieron a los pobres, fue al mismo Jesucristo a quien se lo hicieron! “Sí, les dirá Jesucristo, era a Mí a quien fueron a visitar en la persona de ese pobre; era a Mí a quien prestaron tal servicio; aquella limosna que repartieron en la puerta de vuestra casa, era a Mí a quien la disteis”.
Es tan cierto todo esto, que se refiere en la historia de San Gregorio Magno, que todos los días sentaba a su mesa a doce pobres, en honor de los doce apóstoles. Viendo que un día había trece, preguntó al que estaba encargado de introducirlos por qué razón había trece, y no doce como le había encomendado. “Santo Padre, le dijo su administrador, yo no veo más que doce”. Mas él veía siempre trece. Preguntó entonces a sus comensales si veían doce o trece, y le contestaron que sólo veían doce. Después de la comida, tomó de la mano al que hacía trece: lo había distinguido, porque notó que de tiempo en tiempo cambiaba de color; lo condujo a sus habitaciones, y le preguntó quién era. Aquel hombre le respondió que era un ángel que había tomado la figura de pobre; le dijo también que ya había recibido de él una limosna cuando era religioso, y que Dios, en vista de su caridad, le había encargado que le guardase durante toda su vida, y le hiciese conocer cuánto debía practicar para portarse rectamente y procurar en todo el bien de su alma y la salvación de su prójimo.
Ya ven hasta qué punto recompensa Dios la caridad. ¿No nos autoriza todo esto para afirmar que nuestra salvación está íntimamente ligada con la limosna?
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, después de la Resurrección, Jesucristo se le apareció a San Pedro y le dijo: “Vete al encuentro del centurión Cornelio, pues sus limosnas han llegado hasta mí; ellas le merecieron su salvación”. Fue San Pedro a ver a Cornelio, al cual halló en oración, y le dijo: “Tus limosnas han sido tan agradables a Dios, que Él me envía para anunciarte el reino de los cielos, y para bautizarte” (Hechos, X). Ya ven cómo las limosnas del centurión fueron causa de que él y toda su familia fuesen bautizados.
Sé muy bien que el hombre de corazón duro es avaro e insensible a las miserias del prójimo; hallará mil excusas para no tener que dar limosna. Así, algunos me dirán: “Hay pobres que son buenos, pero hay otros que no valen nada: unos gastan en las tabernas lo que se les da; otros lo disipan en el juego o en glotonerías”. Esto es muy cierto, son muy pocos los pobres que emplean bien los dones que reciben de manos de los ricos, lo cual demuestra que son muy pocos los pobres buenos. Unos murmuran de su pobreza, cuando no se les da tanto como ellos quisieran; otros envidian a los ricos, hasta los maldicen, y les desean que Dios les haga perder sus riquezas, a fin, dicen ellos, de que aprendan lo que es la miseria. Convengamos en que todo esto está muy mal; tales gentes son precisamente las que se llaman malos pobres. Pero a todo esto sólo he de contestar con una palabra: y es que esos pobres a quienes recriminan porque malgastan las limosnas, porque no se portan bien, porque sufren una pobreza buscada, no piden la limosna en nombre propio, sino en el de Jesucristo. Que sean buenos o malos, poco importa, ya que es al mismo Jesús a quien entregan sus limosnas, según acabamos de ver en lo que hemos dicho anteriormente. Es, pues, el mismo Jesucristo quien los recompensará.
Pero, me diréis, éste es un mal hablado, un vengativo, un ingrato.
— Mas, amigo mío, esto no te afecta a ti: ¿tienes con qué dar limosna en nombre de Jesucristo, con la mira de agradar a Jesucristo, de satisfacer por tus pecados? Deja a un lado todo lo demás; tú tienes que entendértelas con Dios; quédate tranquilo; tus limosnas no se perderán, aunque vayan a parar en los malos pobres que tanto desprecias. Además, amigo mío, aquel pobre que te escandalizó, que aún no hace ocho días sorprendiste abusando del vino o metido en cualquier otro desorden, ¿quién te dice que a estas horas no esté ya convertido, y sea ya agradable a Dios?

LA LIMOSNA Y SU INCUMPLIMIENTO

¿Quieres saber, amigo mío, por qué hallas tantos pretextos para eximirte de la limosna?
¿Saben, hermanos míos, por qué nunca tenemos algo para dar a los pobres, y por qué nunca estamos satisfechos con lo que poseemos? No tienen con qué hacer limosna, pero bien tienen con qué comprar tierras; siempre están temiendo que la tierra les falte. ¡Ah! amigo mío, deja llegar el día en que tengas tres o cuatro pies de tierra sobre tu cabeza, entonces podrás quedar satisfecho. ¿No es verdad, padre de familia, que no tienes con qué dar limosna, pero lo posees abundante para comprar fincas? Di mejor, que poco te importa salvarte o condenarte, con tal de satisfacer tu avaricia. Te gusta aumentar tus caudales, porque los ricos son honrados y respetados, mientras que a los pobres se los desprecia. ¿No es verdad, madre de familia, que no tienes nada para dar a los pobres, pero es porque has de comprar objetos de vanidad para tus hijas, has de comprarles pañuelos con encajes, han de llevar bien adornado el cuello y el pecho, has de regalarles pendientes, cadenas, una gargantilla? “¡Ah!, me dirás, aunque les haga llevar todo esto, que es necesario, no pido nada a nadie; no puede Ud. enojarse por ello”. Madre de familia, yo te digo ahora esto porque viene a tono, para que en el día del Juicio tengas bien presente que te lo advertí: no pides nada a nadie, es verdad; mas debo decirte que no resultas menos culpable, tan culpable como si, yendo de camino, hallases a un pobre y le quitases el poco dinero que lleva. “¡Ah!, replicarás, si gasto este dinero para mis hijos, sé muy bien lo que me cuesta”. Mas yo te diré también, aunque no me hagas caso, que a los ojos de Dios eres culpable, y esto es suficiente para perderte.
Me preguntarás por qué razón. Amigo mío, porque tus bienes no son más que un depósito que Dios ha puesto en tus manos; fuera de lo necesario para tu sustento y el de tu familia, lo demás es de los pobres. ¡Cuántos hay que tienen atesorada gran cantidad de dinero, al paso que tantos pobres mueren de hambre! ¡Cuántos otros poseen gran abundancia de vestidos, mientras muchos pobres padecen frío ! ¿Es que, amigo mío, no estás en condiciones, no tienes con qué hacer limosna, puesto que sólo dispones de tu salario? Si quisieras, tendrías fácilmente algo que dar a los pobres; bien tienes para llevar tus hijas a la condenación, bien tienes con qué ir al café, a la taberna, al baile. Me dirás, empero: “Nosotros somos pobres; apenas tenemos lo necesario para vivir”. Amigo mío, si el día de la fiesta mayor no gastases tan superfluamente, algo te quedaría para los pobres. No ahondemos más, bastante clara está la verdad: no vamos a fastidiarlos con enumeraciones prolijas. Si los Santos hubiesen obrado como nosotros, tampoco habrían hallado con qué dar limosna; mas ellos sabían muy bien cuán necesaria les era para su santificación, y ahorraban cuanto les era posible a tal objeto, y así disponían siempre de algunas reservas. Por otra parte, la caridad no se practica sólo con el dinero. Pueden muy bien visitar a un enfermo, hacerle un rato de compañía, prestarle algún servicio, arreglarle la cama, prepararle los remedios, consolarlo en sus penas, leerle algún libro piadoso.
No obstante, en honor de la verdad, hay que reconocer que generalmente sienten inclinación a socorrer a los desgraciados, y se compadecen de sus miserias. Mas veo también cómo son contados los que dan la limosna en forma adecuada para hacerse acreedores a una espiritual recompensa, según van a ver: unos lo hacen a fin de ser tenidos por personas de bien; otros, por sentimentalismo, porque se sienten conmovidos ante las miserias ajenas; otros, para que se los aprecie, para que les digan que son buenos y sea alabada su manera de vivir; algunos, tal vez hasta para que les paguen con algún servicio, o en espera de algún favor. Pues bien, todos esos que, al dar limosnas, tienen únicamente tales miras, carecen de las cualidades necesarias para hacer que la caridad sea meritoria. Hay quienes tienen sus pobres predilectos a los cuales les darían cuanto poseen; mas para los otros muestran un corazón cruel. Portarse así no es más que obrar como los gentiles, los cuales, a pesar de todas sus buenas obras, no lograrán su salvación.
Mas, pensarán ustedes, ¿cómo debe hacerse la limosna para que sea meritoria? Atiendan bien, que en dos palabras voy a decírselos: en todo el bien que hacemos a nuestro prójimo, hemos de tener como objetivo el agradar a Dios y salvar nuestra alma. Cuando vuestras limosnas no vayan acompañadas de estas dos intenciones, la buena obra resultará perdida para el cielo. Esta es la causa por la que serán tan escasas las buenas obras que nos acompañen en el tribunal de Dios, pues las realizamos de una manera muy humana. Nos complace que se nos agradezcan, que se hable de ellas, que se nos devuelvan con algún favor, y hasta nos gusta hablar de nuestras buenas acciones para manifestar que somos caritativos. Tenemos nuestras preferencias; a unos les damos sin medida, mas a otros nos negamos a darles nada, antes bien los despreciamos.
Cuando no queramos o no podamos socorrer a los indigentes, cuidémonos de no despreciarlos, pues es al mismo Jesucristo a quien despreciamos. Lo poco que demos, démoslo de corazón, con la mira de agradar a Dios y satisfacer por nuestros pecados. El que tiene verdadera caridad no guarda preferencias de ninguna clase, lo mismo favorece a sus amigos que a sus enemigos, con igual diligencia y alegría da a unos que a otros. Si alguna preferencia hubiésemos de tener, sería para con los que nos han dado algún disgusto. Esto es lo que hacía San Francisco de Sales. Algunos, cuando han favorecido a alguien, si los favorecidos les causan después algún disgusto, enseguida les echan en cara los servicios que les prestaron. Con esto se engañan, ya que así pierden toda recompensa. ¿No saben que aquella persona les ha implorado caridad en nombre de Jesucristo, y que ustedes la han socorrido para agradar a Dios y satisfacer por sus pecados ? El pobre no es más que un instrumento del cual Dios se sirve para impulsarlos a obrar bien.
Vean todavía otro lazo que el demonio les tenderá con frecuencia, y con el cual sorprende a muchas almas: consiste en representar nuestras buenas acciones ante nuestra mente, para que nos gocemos en ellas, y así, de este modo, hacernos perder la recompensa a que nos hicimos acreedores. Así pues, cuando el demonio nos pone delante tales consideraciones, hemos de apartarlas presto, como un mal pensamiento.
Conclusión. ¿Qué debemos sacar de todo esto? Que la limosna es de gran mérito a los ojos de Dios, y tan poderosa para atraer sobre nosotros sus misericordias, que parece como si asegurase nuestra salvación. Mientras estamos en este mundo, es preciso hacer cuantas limosnas podamos; siempre seremos bastante ricos, si tenemos la dicha de agradar a Dios y salvar nuestra alma; mas es necesario hacer la limosna con la más pura intención, esto es: todo por Dios, nada por el mundo. ¡Cuán felices seríamos si todas las limosnas que hayamos hecho durante nuestra vida nos acompañasen delante del tribunal de Dios para ayudarnos a ganar el cielo! Ésta es la dicha que os deseo.