lunes, 25 de febrero de 2013

II DOMINGO DE CUARESMA -CICLO C-. Homilía de la Sda. Congregación para el Clero



Citas:
Gen 15,5-12.17-18:                  www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abuqvo.htm 
Phil 3,17-4,1:                             www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a0jlbc.htm     
Lc 9,28b-36:                               www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9blj5ei.htm
                              

El Domingo pasado, la liturgia nos presentó a Jesús en el desierto, combatiendo victoriosamente contra el demonio, rechazando las grandes seducciones a las que habían cedido nuestros primeros padres “en el comienzo”, y también el pueblo hebreo durante los cuarenta años del éxodo.
 Hoy la liturgia nos trae a Jesús en el monte de la Transfiguración, vencedor del pecado y de la muerte, fulgurante en su divina luz. En el camino cuaresmal, el acontecimiento de la Transfiguración es como un anticipo de la gloria pascual, que da a nuestro itinerario penitencial la certeza de un fondo de gloria y de luz, en medio de las pruebas de nuestra vida.
El evangelista Lucas coloca este acontecimiento en el contexto de la oración. Es más, Lucas es el único evangelista que subraya que Jesús “subió al monte a orar” (9,28), tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan. Como si dijera: la oración es la verdadera Transfiguración, de la cual la otra –el rostro de Jesús que “cambia de aspecto” (Lc 9,29) – no es más que la consecuencia y el fruto. Es la profunda comunión de Jesús con el Padre, es su apertura de corazón y de mente hacia el Padre el espacio interior y exterior que hace posible la transformación del rostro y de la persona de Jesús. Comprendemos el evento de la Transfiguración de Jesús solamente si entramos en su oración, o sea, en su relación profunda con el Padre y en su inmersión en el proyecto histórico del Padre, que comprende, en un único abrazo, la antigua alianza, significada por Moisés y Elías, y la nueva, participada por todos los creyentes, representados aquí por Pedro, Santriago y Juan.
En el texto griego de Lucas –otra característica respecto a los otros dos relatos de los sinópticos- se dice también que el rostro de Jesús en la oración “se hizo otro”. No dice, como en los relatos de Mateo y Lucas, que Jesús se “transfiguró”, sino que dice que el rostro de Jesús es otro respecto al de cualquier otra persona. No es un detalle sin importancia. Jesús no es simplemente Elías, o el Bautista, o uno de los profetas, sino “el Cristo de Dios” (cf. Lc 9, 19-20). Su identidad plena no proviene de la tierra, sino del cielo. Jesús refleja en su rostro visible la gloria del Dios invisible, porque Jesús es “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero” (Símbolo Niceno-constantinopolitano). Y esta gloria del Hijo de Dios se da a la Iglesia para siempre: “nosotros hemos contemplado su gloria, gloria como del Hijo unigénito, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).
En la oración, el rostro del hombre se hace partícipe de la alteridad de Dios. En su relación con Dios el hombre no sale de la historia, sino que permanece en ella con una mirada distinta de la realidad: es la mirada misma de Dios, que no se detiene en las apariencias, en la opacidad y en las tinieblas del mundo, sino que es una mirada de luz que da sentido al todo.
Jesús ha permanecido en las dificultades de nuestra historia hasta el fin, muriendo en la cruz. Por esto, al terminar el acontecimiento de la Transfiguración se habla de “éxodo” (otra característica de Lucas), que evoca la salvación de Israel de Egipto, para que la muerte de Jesus esté llena de significado pascual y salvífico.
En el monte de la Transfiguración, la nube luminosa envuelve también a los discípulos, es decir, a la Iglesia naciente, la Iglesia de todos los tiempos y, por tanto, a la Iglesia de hoy, que refleja –a pesar del pecado de los discípulos de Jesús- la “luz de las gentes” que es el Señor Jesús (“Lumen gentium cum sit Christus…”). El acontecimiento de la Transfiguración le da al monte Tabor un fuerte valor antropológico, porque se dice que el hombre está hecho para la luz, también aunque se encuentre  inmerso en el “valle oscuro” (salmo 23) del mal, del sufrimiento y de la muerte. Toda la vida cristiana es un éxodo, un ir de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia (sacramento de la penitencia), de las aguas de la muerte a las aguas de la vida (sacramento del bautismo), del maná– “un alimento que no dura” (Jn 6, 27), tan es así que “vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron” (Jn 6, 49). Al “pan que baja del cielo” (Jn 6, 50) (sacramento de la eucaristía), del hombre exterior, que se va desmoronando, al hombre interior que se renueva de día en día, por el cual “la leve tribulación de un instante se convierte para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente (2Cor 4, 16-17).
El éxodo es el paso por la Cruz del Viernes Santo al alba de la mañana de Pascua. Es el paso del mundo viejo, donde todo está inexorablemente expuesto a la caducidad, al mundo nuevo, al mundo de la Pascua de Jesús, anticipada en el acontecimiento de la Transfiguración y donado sacramentalmente en el bautismo y en la Eucaristía. La vida cristiana no es sólo espera de la gloria futura, sino acogida de todos los destellos de luz que el Señor nos da en nuestro camino cotidiano. Desde el día de la creación, Dios mismo, contemplando su obra, estalla en un grito de alegría: “¡Que hermoso!”. También en nuestra existencia cotidiana el Señor nos da las semillas de luz y de gloria que aclaran la oscuridad de nuestra vida: cuando encontramos a una persona amiga, cuando contemplamos las bellezas de la creación, cuando admiramos una obra de arte, cuando experimentamos la maravilla de una música, cuando nos enriquecemos con un escrito sabio, cuando dos esposos se aman... Cuando tenemos la experiencia de lo “bello”, de lo “verdadero” y del “bien”, entonces encontramos una luz distinta de las luces efímeras del mundo que pasa. Estas luces son como un “Evangelio abreviado”, un pequeño Tabor, un pedacito de cielo que nos ayuda a caminar en el valle de nuestra vida sin dejarnos atrapar por la disconformidad, por el miedo, por el peso de los acontecimientos.
La Transfiguración trae consigo otro don: es la voz del Padre, que no solo declara la identidad de Jesús: Éste es mi Hijo, el elegido, como había sucedido en el bautismo en el Jordán, sino que agrega: “¡Escuchadlo!” (Lc 9,35). El gran mandamiento que Dios había dado a Israel, el Shemà Israel (“Escucha Israel: el Señor es nuestro Dios, es el único Señor” Dt 6,4), se realiza por completo en Jesús: en Él se ha hecho visible la Palabra de Dios, se a hecho carne y voz. En Él resuena la plenitud de la Palabra del Padre, una Palabra a la que no podemos ponerle nuestros límites, que no es manipulable por las modas y por los cambiantes intereses mundanos, que no es efímera y pasajera como las palabras humanas, porque “cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35).
La eucaristía dominical es como un Tabor semanal, que nos permite tener una luz distinta en el ritmo de nuestro vivir. En la divina liturgia, Jesús se hace una vez más luz que ilumina nuestro camino, dándonos su Palabra y su Carne. Y de este modo nuestra vida también se hace distinta  porque es transfigurada por la gloria del Señor resucitado.