miércoles, 5 de diciembre de 2012

I Domingo de Adviento. Congregación para el Clero



I Domingo de Adviento – Ciclo C
Citas:
Jr 33,14-16:   
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9avutnba.htm                
Lc 21,25-28.34-36:  
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9bguv2u.htm         

«Estad prevenidos y orad incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que va a ocurrir. Así podréis comparecer seguros ante el Hijo del hombre » (Lc 21,36).
La recomendación de Cristo nos introduce en el Tiempo de Adviento, en un nuevo Año Litúrgico de la Iglesia, es decir, en el tiempo de gracia en el que somos guiados para encontrar, conocer y reconocer al Misterio: dentro de menos de un mes, adoraremos al Niño que  estará en los brazos de una joven israelita, la Bienaventurada y siempre Virgen María.
¿Por qué la Iglesia, al comenzar un nuevo Año de gracia, nos hace escuchar  esta página del Evangelio? El Señor, en efecto, pronunció estas palabras que, a primera vista, poco tienen que ver con la delicadeza y la armonía del Misterio de la Navidad. Son palabras que, si las tomáramos en serio, tendrían que “aterrorizarnos”, puesto que aseguran el final de las cosas de este mundo, a las que cada día dedicamos mucha atención. Son palabras que nos hablan de que al final de los tiempos –sólo Dios sabe cuándo y cómo será- un solo “hecho”, una sola evidencia, como una “trampa”, «sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra » (Lc 21,35).
¿De qué hecho se trata? «Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria » (Lc 21,27).
En aquel momento, todo lo que era apenas un “reflejo”, se desvanecerá, para dejarle espacio a la Luz verdadera. La sombra cederá el lugar al Día, el tiempo a la Eternidad, y nuestros corazones permanecerán para siempre exactamente en la actitud que tenían un instante antes de que todo esto suceda: si estaban dirigidos a la Luz, serán liberados de todo afán, para pertenecer solamente a Cristo, en el abrazo eterno del Paraíso; si, en cambio, estaban dirigidos al “reflejo”, en vez de a la Fuente de la Luz, de la cual también provenía el reflejo, al despuntar el Día sin atardecer, cuando sea la aparición del Hijo del hombre, se replegarán sobre la propia sombra y no podrán acoger el abrazo misericordioso de Cristo.
¿Cómo deberemos prepararnos para este Día? ¿Y cómo vivir este tiempo de espera, sin angustias ni temores? ¿Cómo vivir este tiempo en la sobreabundancia de amor que nos señala el Apóstol: «El Señor os haga crecer cada vez más en el amor mutuo y hacia todos los demás, semejante al que nosotros tenemos por vosotros. Que Él fortaleza vuestros corazones en la santidad y os haga irreprochables delante de Dios, nuestro Padre, el Día de la Venida del Señor Jesús con todos sus santos» (1 Ts 3,12)? ¿Cómo vivir todo esto?
Escuchemos una vez más las palabras del Salvador: «Vigilad en todo momento orando» (Lc 21,36). Cristo nos indica el modo: vigilar, orando.
Sobre todo, nos llama a “vigilar” en todo momento, es decir, a permanecer “despiertos”. ¿En qué sentido? Si bien en la Iglesia hay hombres y mujeres que “materialmente” vigilan, es decir, que sacrifican horas de sueño para dedicarse a la oración en el corazón de la noche y, de este modo, interceden por todos los hombres –son los monjes y las monjas y, con ellos, tantas vidas preciosas que en el sufrimiento ofrecen y rezan y que son realmente “antorchas de fe” en la oscuridad- la “vigilia” a la que Cristo nos llama es, antes que esto, mirar la realidad.
En efecto, el que vigila no duerme. El que vigila no vive recluido en sí mismo y separado de la realidad, sino que vive “hasta el fondo”, sin “fugas”, recibiendo cuanto de “doloroso” o “indeseado” pueda depararle la historia.
Cristo nos indica, además, el modo en el que debemos vigilar: rezando, o sea, mirando el corazón de la realidad, mirando al fundamento de todo, al Misterio del cual todo proviene, nosotros incluidos, y hacia el cual todo tiende. Vigilamos, rezando, mirando hasta el fondo la realidad y rogando que Él venga, que el Misterio nos enseñe su rostro y nos tome de la mano.
Ningún sueño artificial, ningún pálido reflejo, ninguna falsa preocupación podrán de verdad calmar el íntimo deseo de nuestro corazón. ¡Vigilemos y recemos! Y entonces nos contaremos entre aquellos que escucharán las palabras del Ángel: «Os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es el Cristo, el Señor » (Lc 2,10-11). Entonces iremos con los pastores a la gruta de Belén y allí podremos sumergir el corazón en la contemplación del Misterio hecho Niño, crecer con Él, confiar en Él y no perderlo más de vista, hasta el Día en que vendrá glorioso con sus Santos, a llevarnos con Él para siempre.
A la Santísima Virgen María, que antes y más que todas las criaturas, vivió esta cotidiana y orante vigilia en la presencia del Misterio, le pedimos la gracia de no distraernos con disipaciones, embriagueces y preocupaciones de la vida (cf. Lc 21,34), sino que nuestros corazones sean irreprensibles en santidad, delante de Dios nuestro Padre, en el momento de la venida de nuestro Señor Jesucristo (cf. Ts 3,13). Amén.