domingo, 7 de agosto de 2011

P. Marco Antonio Foschiatti OP, homilía para el domingo XIX del tiempo ordinario (Ciclo A)



Homilía para el Domingo XIX durante el año


Jesús vive de cara al Amor del Padre.

“Subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba allí solo”[1]

“Se escuchó el susurro de una brisa suave, al oírlo Elías, cubrió su rostro, salió y se puso a la entrada de la cueva”[2]

El evangelio de hoy, entre otros grandes temas, quiere que nos detengamos en la oración y la soledad de Jesús. Los primeros versículos nos invitan a entrar en Jesús que vive de cara al Padre, de cara al Amor. Ese Jesús cuya alma silenciosa tiene sed de soledad, de amor, de cercanía con el Padre. ¡Alma silenciosa de Jesús, santifícame!

Luego de la multiplicación de los panes, como signo de su compasión por la multitud, como signo de su futuro ser partido y entregado en la Pasión, Jesús necesita la soledad y el desierto para expansionar su alma ante el Padre. Jesús es el orante y el mediador por excelencia, debe presentar al Padre sacerdotalmente, todos aquellos corazones sedientos de la Palabra, todas aquellas personas que le seguían y por las cuales las entrañas de su compasión se parten. Jesús debe hablarle al Padre, como hombre verdadero que es, como Sacerdote fiel y compasivo, de las ovejas dispersas y abatidas por la falta de pastor. Debe hablarle de sus discípulos, rogar por ellos, por la firmeza de su fe, por su fidelidad. Debe hablarle de su Hora…esa Pascua definitiva que ya ha anticipado en cierta manera con la multiplicación de los panes, cuando Él, el Pan verdadero que baja del Cielo, entregue su carne por la vida del mundo.

Jesús en soledad. Jesús ante el Padre. Jesús en la caída de la tarde. Me gusta, cuando medito en las parábolas del Señor, el detenerme en el alma contemplativa y hasta poética del Señor. Si hay un Poeta en el mundo ese es Él. Los demás serán poetas en la medida en que se adentren en la contemplación de ese hijo del carpintero, en la mirada sencilla y penetrante de Jesús que sabe lo que hay en el interior del hombre. Las parábolas nos están mostrando esa alma contemplativa de Jesús: cada tarde al finalizar el duro trabajo en el taller de José se sentaría en silencio, luego de haber rezado con José los salmos, para contemplar el horizonte y ver las ovejas y los pastores que regresaban a sus apriscos, que abrevaban en la fuente. Miraba con detención ese Pastor bueno que llevaba en su regazo la oveja herida, y se veía a sí mismo, veía allí la razón de su espera y su silencio en el taller de Nazareth. El había venido para buscar a su única oveja perdida para llevarla en su regazo al Padre[3].

En la caminata vespertina de los sábados, cuando María y José le llevaban para solazarse en las colinas blancas de Nazareth, contempla en la lejanía la hermosura del Tabor y mucho más allá la selvática exuberancia del Carmelo[4]. Mientras caminan Jesús se detiene en los surcos abiertos.

Con qué emoción Jesús tomaría en sus manos las semillas guardadas, tal vez por su madre en el arca, para la pequeña siembra familiar. El Verbo, la Palabra hecha carne, ha tomado en sus manos el misterio de la vida que palpita en la semilla: la ha tomado como una imagen de su Palabra, de ese derroche de Gracia que es la siembra de la semilla del Reino[5].

Jesús contemplaba a su madre santísima, una ama de casa laboriosa, fiel, entregada, silenciosa y alegre, que guarda las penas en lo hondo del alma, pero que ofrece siempre a los demás la sonrisa dulce de la confianza y del aliento, como toda buena madre. Jesús contempla a su madre barriendo la casa, preparando la masa del pan con la levadura, preparando el candil para la noche, remendando la ropa roída del pobre carpintero…las más pequeñas realidades cotidianas en esa alma adquieren la potencialidad y la densidad para manifestar los Misterios más grandes del Reino, para hablarnos de la Gracia, del amor misericordioso del Padre, para hablarnos de nuestro corazón: de sus durezas y resistencias para acoger la semilla del Reino, para recibirle a Él mismo, la Palabra. ¿Quién es el Contemplativo sino Él? ¿Quién es el Poeta sino Él?

Jesús vive de cara al Padre, es el Verbo que como Niño eterno reposa en el “regazo” del Padre[6], que juega en su Presencia, que todo lo recibe de Él, que hace siempre lo que es de su agrado. Su primer balbuceo en el seno de María es hacia el Padre: ¡Heme aquí, vengo a hacer tu voluntad![7] A sus doce años proclama abiertamente que Él debe estar en las cosas y en la Casa de su Padre, o sea vivir constantemente en su Presencia. Debe estar en la Casa del Padre y en las cosas del Padre[8], buscando constantemente su Voluntad, haciendo de esta Voluntad su Pan, su alimento[9], su Alegría, la razón de su Vida.

Jesús en la montaña, en la soledad…hablándole al Padre de las aflicciones humanas que él, como Sacerdote compasivo[10], vino a hacer suyas. Hablándole de la oscuridad del alma humana sin la Luz de la Palabra Divina, hablándole al Padre de la dureza del corazón humano sin la Gracia, manifestando al Padre las heridas de la humanidad, su hambre de vida y de sentido. Su sed de bienaventuranza. Su hambre de Pan, su hambre de Dios.

Jesús en la montaña en la soledad…adorando y alabando. La creación nace del Amor gratuito de Dios como ámbito en donde se pueda desarrollar la alianza entrañable entre el corazón de Dios y el corazón del hombre[11]. La creación es el espacio revelador de los atributos divinos, es el primer gran libro en donde estamos llamados a leer la firma de Dios, sus huellas, su pasar. La creación es una sinfonía maravillosa. Para quién tiene un oído atento, para aquel que sabe callar y dejar que la gracia despierte sus sentidos interiores, la creación está cantando y traduciendo los ecos del Verbo, canta la eterna eucaristía del Verbo de cara al Padre… La creación canta, agradece, alaba. Ha sido llamada a la existencia precisamente para eso: para hacerse acción de Gracias a su Creador y de esta manera encontrar su plena vivificación, ya que la Gloria de Dios es la vida de la criatura. Una criatura, en la medida en que se transforme en glorificación, se va sumergiendo en la Vida de Dios que no perece. Los salmos son un claro testimonio de ello. La alabanza de Dios es algo tan grande, tan sabroso, tan vivificante que no puede existir muerte ni abismo que quiebre esa alabanza. La vida del corazón humano es poder alabar al Dios que se revela en la creación y que invita a entrar en su Comunión por la alianza. Esa alabanza pide la eternidad, la perennidad, no hay ruptura para el corazón que ha experimentado el ofrecimiento de la comunión divina: ¡Tu amor vale más que la vida![12] ¡Se consumen mi corazón y mi carne por Dios mi herencia eterna![13]

Y uno se pregunta: ¿Jesús sólo se sumergía en la soledad de los montes y espesuras para gemir ante el Padre presentándole el llanto y el gemido de toda criatura? ¿Jesús sólo ha saboreado la hiel amarga de la existencia humana? Ciertamente que Él vino, en su admirable intercambio en la Encarnación, a ser el hombre que vive por los demás, ha venido a asumir toda la pobreza y las enfermedades de nuestra herida naturaleza para ofrecernos su Riqueza, su Vida de Hijo, su Sabiduría, su Justicia, su Santificación y Redención[14]. Jesús es el Hombre de dolores, el Siervo sufriente[15] pero es también el más bello de los Hijos de los hombres[16], aquel que vive el Gozo del Amor Divino que inunda su existencia de manera única. Él se vive Hijo amado…su alma se expansiona no sólo en la contemplación de las miserias del corazón humano que debe redimir sino que, también, su Corazón y su carne[17], se alegran en el Dios vivo a quién contempla cara a cara.

Jesús deber ser el Sacerdote que reconduzca la creación y la persona humana en el sacrificio perfecto de la alabanza. La creación ha cumplido su sentido de ser revelación de la Gloria del Dios vivo desde el momento en que el Hombre Dios la ha devuelto en canto, en poema agradecido, en salmo de júbilo al Creador, a su Padre. Desde la más pequeña flor del campo, hasta el pajarillo que alaba sin saberlo, hasta la más mínima hormiga, pasando por los venados y gacelas, todo ha encontrado ya su plenitud y su sentido desde el momento en que el Corazón humano de Jesucristo, en contemplación agradecida y exultante, las ha devuelto en ofrenda, al Corazón del Padre. La Eucaristía de la Cruz, la alabanza dolorosa de la Cruz, no hará sino ratificar esa continua ofrenda de toda criatura, de toda persona, del Hijo de Dios mismo al Padre. El mundo ha sido creado para que el Hijo de Dios hecho hombre lo devolviera en eucaristía y adoración al Padre.

La creación ha podido llegar a ser, de verdad, una sinfonía de Belleza, de respuesta a la belleza donada por el Creador, cuando el Verbo, que ha llamado y ha potenciado para el canto a todas las cosas, se ha convertido en miembro de esa Sinfonía. El es el Solo[18] que aúna todas las voces y todos los gemidos en una armonía única:

“A través de su revelación, Dios ejecuta una sinfonía, en la que no se sabe qué es más rico, si la armonía de su composición o la orquesta polifónica de su creación, que la interpreta. Antes de que el Verbo de Dios se hiciese hombre, la orquesta que es el universo tocaba algo así como melodías aisladas y sin unidad…era sólo el ensayar. Entonces vino el “Heredero Universal” por cuya causa había sido reunida también toda la orquesta. La pluralidad de instrumentos que la componen adquiere sentido cuando interpreta, bajo la dirección de Cristo, la sinfonía de Dios” ( cf. H. Balthasar, La verdad es sinfónica).

El gran secreto de Jesús, su buscar la soledad de los campos, montes y desiertos tiende a esto: Jesús quiere cantar, alegrarse y casi gritar de júbilo por vivirse de cara al Amor del Padre y, por esta su oración y ofrenda, abrir los torrentes de ese Amor a todo corazón humano por la redención. Lo dice intuitivamente el voluminoso Chesterton:

“Cuando caminó sobre nuestra tierra, había en El algo demasiado grande para que nos lo mostrara; y algunas veces imaginé que era Su Alegría”.

¡Oh montes de Galilea, oh lago de Genesareth…en vosotros, la alabanza del Hijo de Dios, ha vuelto a sembrar el Paraíso! Ya Dios no es el distante, ya no es el fuego abrasador que consume a la criatura, ya no es el terremoto ante el cual todo vacila, que infunde el miedo y el temblor…Tu Dios es Jesús. En Él la brisa suave del perdón y de la misericordia viene a visitarnos. La brisa suave de la tarde como en los primeros días del Paraíso [19]nos vuelve a visitar en Jesús. Dios con nosotros viene a buscar a su criatura no para oprimirla sino para conversar en familiar apertura. Ya quedan atrás los torrentes y los vientos del pecado, del mundo, de la carne, todos aquellos torrentes que deseaban destruir el amor[20]. Sólo se escucha en la tarde de la montaña, al caer el ocaso, la brisa suave del Amor, la brisa suave de un Nombre “Jesús”… El reanuda la Alianza para siempre en su Sangre preciosa, el nos da un nombre nuevo, el anillo de los hijos, nos reviste de su Vida y de su justicia[21]. Cae la tarde, Jesús se abisma ante el Padre, ofrece nuevamente la creación. Cae la tarde, Jesús se acerca a la criatura, perdida en las tempestades, para decirle: “¡No temas, Yo soy tu Salvador! Soy la brisa suave…se ha manifestado la humanidad de tu Dios y su amor por el hombre. Mírame y no vacilarás…pisarás las tempestades, los vientos se cambiaran en bonanza, las tormentas en brisa suave. ¡Vive de cara a mi amor, sumérgete en mi oración! Ya que las aguas torrenciales no podrían apagar el amor ni anegarlo los torrentes. Aférrate de mi mano, camina conmigo, y haz también de tu vida una alabanza en Mí”.

Nuestra alma es como la barquita de Pedro, es una Iglesia en pequeño. Ya Orígenes hablaba del “Alma Iglesia”. La nave de los discípulos zarandeada a merced del viento y de las olas es imagen de la Iglesia y es imagen de nuestra vida. Necesitamos clamar constantemente a Jesús: ¡Señor, sálvame! Necesitamos mirarle a Él, tan sólo a Él para no tener miedo, para no dejarnos hundir por la desesperanza, por la tentación, por el tedio, por las ventoleras de hielo que tienden a enfriar y petrificar el alma en el pecado, en la soberbia, en las vanidades, en un Evangelio a la carta –según las modas y caprichos-, por último en la rigidez de la muerte. Necesitamos el soplo cálido del Rostro del Señor, su Teofanía en su humanidad apacible, en la humanidad de Jesús de Nazareth, que nos sostenga de la mano, que nos arranque de la muerte y de las aguas caudalosas, repitiéndonos con su palabra firme y eficaz: ¡No temas, Yo estoy contigo; Soy Yo! ¡Yo Soy Jesús! Y nosotros, arrojemos nuestra fe vacilante y pobre en la súplica confiada de Agustín: ¡Sé Jesús para mí!


P. Marco Antonio Foschiatti OP
Casa San Pablo, primer ermitaño, Santa Fe de la Vera Cruz.


[1] Mt 14, 23.
[2] 1 Reyes 19 12-13.
[3] Lc 15, 4.
[4] Mt 6, 28-30.
[5] Mt 13, 3ss.
[6] Jn 1, 18.
[7] Heb 10, 7.
[8] Lc 2, 49.
[9] Jn 4, 34; 6, 38-40; 17, 4; 19, 30.
[10] Heb 2, 17.
[11] “La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde poder comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios” Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual de 2011.
[12] Cf Salmo 62.
[13] Salmo 72, 26.
[14] I Cor 1, 30.
[15] Isaías 53, 3.
[16] Salmo 44.
[17] Cf Salmo 83.
[18] “Podemos contemplar así la profunda unidad en Cristo entre creación y nueva creación, y de toda la historia de la salvación. Por recurrir a una imagen, podemos comparar el cosmos a un “libro” –así decía Galileo Galilei- y considerarlo como la obra de un Autor que se expresa mediante la “sinfonía” de la creación. Dentro de esta sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en el lenguaje musical se llamaría el “solo”, un tema encomendado a un solo instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el significado de toda la ópera. Este “sólo” es Jesús…El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el cielo, la creación y el Creador, la carne y el Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen, sin confundirse, el Autor y su obra.” Benedicto XVI, Verbum Domini n 13.
[19] “Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa…” Gen 3, 8.
[20] “Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo” Cantar de los cantares 8, 7.
[21] Lc 15, 22-24.