domingo, 20 de junio de 2010

Angelus (13-VI-2010): Los sacerdotes, primeros obreros de la civilización del amor.


Queridos hermanos y hermanas:
En los días pasados ha concluido el Año Sacerdotal. Hemos vivido aquí, en Roma, días inolvidables, con la presencia de más de quince mil sacerdotes de todas las partes del mundo. Por este motivo, deseo dar gracias a Dios por todos los beneficios que este Año ha producido en la Iglesia universal. Nadie podrá medirlos nunca, pero ciertamente ya se ven y se verán todavía más los frutos.
El Año Sacerdotal ha concluido en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que tradicionalmente es la "jornada de santificación sacerdotal"; esta vez lo ha sido de manera especial. En efecto, queridos amigos, el sacerdote es un don del Corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo. Del Corazón del Hijo de Dios, desbordante de caridad, proceden todos los bienes de la Iglesia, y en él tiene su origen la vocación de esos hombres que, conquistados por el Señor Jesús, lo dejan todo para dedicarse totalmente al servicio del pueblo cristiano, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor. El sacerdote queda plasmado por la misma caridad de Cristo, por ese amor que le llevó a dar la vida por sus amigos y a perdonar a sus enemigos. Por este motivo, los sacerdotes son los primeros obreros de la civilización del amor. Y en este sentido, pienso en tantos modelos de sacerdotes, conocidos y menos conocidos, algunos elevados al honor de los altares; en otros casos, su recuerdo permanece indeleble en los fieles, quizá en una pequeña comunidad parroquial. Como sucedió en Ars, el pueblo de Francia en el que desempeñó su ministerio san Juan María Vianney. No hace falta añadir nada a lo que ya se ha dicho en los meses pasados. Pero su intercesión nos debe acompañar aún más a partir de ahora. Que su oración, su "Acto de amor", que tantas veces hemos recitado durante el Año Sacerdotal, siga alimentando nuestro coloquio con Dios.
Quisiera recordar otra figura: el padre Jerzy Popiełuszko, sacerdote y mártir, que fue proclamado beato precisamente el domingo pasado. Ejerció su generoso y valiente ministerio junto a quienes se comprometían por la liberad, por la defensa de la vida y de su dignidad. Esta obra al servicio del bien y de la verdad era un signo de contradicción para el régimen que entonces gobernaba Polonia. El amor del Corazón de Jesús le llevó a dar la vida, y su testimonio ha sido semilla de una nueva primavera en la Iglesia y en la sociedad. Si analizamos la historia, podemos observar cuántas páginas de auténtica renovación espiritual y social han sido escritas con la contribución decisiva de sacerdotes católicos, alentados sólo por la pasión por el Evangelio y por el hombre, por su auténtica libertad, religiosa y civil. ¡Cuántas iniciativas de promoción humana integral han comenzado por la intuición de un corazón sacerdotal!
Queridos hermanos y hermanas: encomendemos al Corazón Inmaculado de María, del que ayer celebramos la memoria litúrgica, a todos los sacerdotes del mundo para que, con la fuerza del Evangelio, sigan edificando en todo lugar la civilización del amor.