miércoles, 17 de febrero de 2010

P. Marco Antonio Foschiatti, OP: Meditación para el Primer Domingo de Cuaresma

“El Espíritu le empuja hacia el desierto. Estuvo en él…tentado por Satanás.” (Mc 1)
El primer domingo de Cuaresma nos lleva al lugar espiritual y teológico del desierto. Toda la cuaresma es vivir intensamente el Misterio de Cristo, es sumergirse con El en su oración, en su intimidad con el Padre. Cuaresma es volverse enteramente a Cristo con la mente, con los sentimientos, con la voluntad y con todo el corazón para descubrir junto a El nuestras infidelidades, la voz de nuestros demonios, las cadenas de nuestros orgullos, la lepra de nuestro pecado.
En el Rostro de Jesús descubrimos nuestra vocación bautismal: “Tú eres mi Hijo Amado” (Mc 1,11) y descubrimos lo mucho que necesitamos vivir en un continuo catecumenado, o sea un camino de conversión cotidiana, de lucha contra nosotros mismos para derribar al hombre viejo, un camino para que de la dura roca de nuestro corazón pueda brotar el saludable “bautismo de las lágrimas”:
“Gracias a las lágrimas y a la bondad de Dios resucitará el alma que estaba muerta.” (S. Efrén)

Vamos al desierto junto a Jesús para pedir la compunción, el dolor por amor… el dolor por no haber vivido seriamente la vocación bautismal de ser un resucitado con Cristo, de ser hijo en el Hijo y hermano en el Hermano.
El desierto es el lugar de la larga peregrinación del pueblo santo de Dios hacia la tierra de la Promesa, cuarenta años de camino; cuarenta años de vivir del alimento que sale de la Boca de Dios; cuarenta años de experimentar la sombra y el fuego del Espíritu que empuja, que guía. Cuarenta años en donde se pueden experimentar la dureza del corazón humano que no quiere escuchar la Palabra de Vida, pero también camino en donde el amor providente del Señor transforma las peñas en estanques, el duro pedernal en manantiales de agua. (cf. Sal 113; Ex 17,1-7)

El desierto es el lugar del primer amor del Señor con su pueblo, allí El puede hablarle al corazón (Oseas 2, 16), es el tiempo de la primera y gran revelación; allí en su soledad, sin las distracciones y las diversiones de los ídolos, se manifiesta en toda su grandeza el Dios Santo. Allí el corazón descubre su nada, allí se reanuda la Alianza y la fidelidad. El desierto sólo puede asustar a todo aquel que no quiera dejarse llevar, a aquel que en esta vida tan sólo quiera hacer la suya. En cambio para el corazón que quiere ser maleable y dócil el desierto es lugar de eterna misericordia: “Guió por el desierto a su pueblo, porque es eterna su misericordia” (Sal 136)

El desierto es el lugar de la cercanía de Dios pero también en donde nos enfrentamos con el “Misterio de la Iniquidad”. El desierto nos habla también de un ámbito en donde la vida no halla hondura, ni suelo, ni alimento ni manantiales que la vivifique. Es también el lugar en donde la serpiente antigua, en donde el mentiroso y el homicida desde el principio, busca confundir, desanimar, enredar, turbar, inquietar, entristecer y rebelar al pobre corazón humano. Por esto nos dice S. Ignacio de Loyola, maestro en el discernimiento de los espíritus, que “es propio del mal espíritu morder, entristecer y poner obstáculos, inquietando con falsas razones para que no pase adelante.” (E.E. N 315)
¿Cómo enfrentar a este mal caudillo, a este enemigo de Dios y de su obra? ¿Cómo hacer de la tentación una ocasión de un ejercicio heroico de las Virtudes teologales y por tanto un enraizarse más hondamente en la Vida misma del Buen Dios, del Dios Amor? Nos dice S. Ignacio de Loyola que debemos “pedir conocimiento interno de los engaños del mal caudillo”, acercarnos a la Luz de la Palabra de Jesús para que nos muestre los engaños del Maligno y los engaños de nuestro amor propio. El contacto cotidiano, amoroso y orante con el Corazón de Jesús, que late en su Palabra, disipará las tinieblas del mal espíritu. En la noche oscura del desierto la columna de fuego de la Palabra de Jesús nos guía segura, nos guía a la Tierra de la Vida de Dios.
El desierto como amenaza de la vida no es un lugar geográfico sino un espacio del corazón, del corazón enfermo, del corazón que clama por la redención. Lo vemos en la peregrinación de Israel por el desierto: “allí aparece el desierto como un tiempo en el que surgen los mayores peligros, como un tiempo en el que protesta contra su Dios, está descontento de El, le gustaría regresar al paganismo; el desierto para Israel es un tiempo en el que se equivoca, da vueltas sin encontrar salida; como un tiempo en el que se hace sus propios ídolos, porque no tiene bastante con el Dios lejano”. (Joseph Ratzinger, Palabra en la Iglesia)
Es por eso que ante los peligros del desierto, ante aquello que nos amenaza el continuar con el Camino hacia la Pascua, debemos oponer la invocación del dulce y fuerte Nombre de Jesús: “Me invocará y lo escucharé, lo defenderé porque conoce mi Nombre” (Sal. 90) El cristiano conoce el Nombre de Jesús, se sumerge en Su fidelidad al Padre. Orar con el Nombre es llevar constantemente al Redentor, es “respirar” a mi Salvador en la boca y en el corazón. En ese Nombre está nuestro auxilio: “la trampa se rompió y fuimos liberados, nuestro auxilio es el Nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.” (Sal 124 7-8) Tomemos como ejemplo, tan solo, la admirable vida de Antonio de Egipto y cómo el Nombre de Jesús fue su Luz, auxilio y fortaleza en los duros combates del desierto.
La Iglesia pone en nuestros labios cada día esta súplica, refugiando nuestra debilidad en la fuerza del Salvador: “Vela sobre nosotros Salvador eterno, se Tú nuestro protector, que no nos sorprenda el tentador astuto.” (antífona para el Nunc dimitis de la liturgia dominicana)

“Tornará su desierto en vergel, y su soledad en Paraíso del Señor” (Isaías 51, 3)

Jesús es empujado por el Espíritu al desierto luego de su Bautismo. El misterio del bautismo de Jesús en el Jordán es como un icono que compendia y anticipa todo su misterio pascual, es un descenso obediente, el Siervo sufriente que baja hasta el abismo del pecado y de la muerte para rescatar a su oveja perdida… bajar al Jordán es bajar al abismo de la muerte y muerte de Cruz; ascender del Jordán es el Hijo Amado, Señor de la Vida que sube al Padre llevando en su Resurrección a sus hermanos.

El misterio del ayuno y de la tentación de Jesús en el desierto se inscribe en este descenso-ascenso: Jesús desciende al desierto, va al núcleo de la libertad humana, quiere desatar los nudos de la infidelidad del corazón humano; en el desierto del pecado fruto de la negación al Amor el opone el “Sí, Padre” (Lc 10,21) ; en los desiertos del desprecio de Dios y de la dureza del corazón, que no aprende a escuchar y no quiere escuchar, Jesús opone su único alimento, aquel que sacia plenamente su voluntad humana: la Voluntad del Padre. (cf. Juan 4,34)

Jesús va al desierto para aprisionar al más fuerte, a Satanás; quiere desenmascarar sus engaños y venciéndolo con la Palabra de Dios y con su alma totalmente vuelta hacia el Padre, morando al amparo de sus alas, nos brinda las armas para la batalla: vivir de cara al Amor o sea “habitando al Amparo del Altísimo” (cf. Sal 90) , bajo sus alas amorosas, escuchando su Voz que nos crea y recrea: “Se puso junto a mi lo libraré, le haré ver mi Salvación.” (Salmo 90)

La segunda gran arma espiritual es el ayuno, cuyo fin principal es despertar nuestra hambre de Dios y reconocer que “Sólo Dios sacia”. El ayuno nos reconcilia con los bienes de la creación recibiéndolos de la mano buena de Dios, nos preserva de la adoración del placer materialista y del ídolo de la codicia, el ayuno cura la sed tan desmedida de placeres y locuras de este pobre mundo sin esperanza. Oración y Ayuno, como Jesús en el desierto, hacen que puede brotar el paraíso de la Caridad:
“¿Qué hizo Jesús solitario, sin predicar, sin comer ni beber, quizá sin dormir? Contemplaba. Con toda su alma estaba de cara a Dios, sus potencias eximidas de toda otra actividad se expansionaban en la contemplación. La luz beatífica inundaba su mente, su voluntad ardía en la caridad del cielo. Los dones del Espíritu Santo rendían en El todos sus frutos. Libre de toda ocupación terrestre, Jesús pudo dilatar su oración hasta una plenitud que ya no superó.” (Dom Esteban Cheveviere, El Eremitorio)

El Jesús en el desierto, presentado por el evangelista Marcos, es Aquel que va a descender para redimir a Adán, a todos nosotros descendientes de nuestro primer padre. Jesús es el Nuevo Adán, es el Vivificador (I Co 15, 45) que con su muerte obediente transformará el penar de Adán en un canto de exultación: “¡Oh feliz culpa! Que nos mereciste semejante Redentor.” (Pregón Pascual)

La Cuaresma, como tan hermosamente la canta la liturgia oriental, es un volver al Paraíso, al lugar de la intimidad con el Dios que se complace en su criatura y conversa familiarmente con ella en cada crepúsculo… Un Dios Padre que quiere bajar para caminar con su criatura cada día, enseñarle el camino de la vida, como un padre lleva a su hijo: “Has visto, en el desierto, cómo tu Dios te llevaba como un hombre lleva a su hijo, a todo lo largo del camino que habéis recorrido hasta llegar a este lugar.” (Dt 1, 31)

El desierto, gracias a Jesús, se convierte en un dulce Paraíso en donde el árbol de la Vida, su Cruz, nos ofrece sus frutos que recrean y sus hojas que nos curan y sanan. Volver al Paraíso, gracias a Jesús, Nuevo Adán, que no solamente restaura nuestra imagen y semejanza con el Dios Amor sino que por su Encarnación nos une a la misma Belleza Divina. La Cuaresma es un camino filocálico, o sea un camino para amar la Belleza divina y dejar que pueda derramarse en nosotros y por nosotros. Una Belleza que sólo puede nacer del Rostro de Jesús Crucificado, nuestra reconciliación y nuestra Paz. Nos dice, magistralmente, el Papa Benedicto en su libro Jesús de Nazareth:

“El desierto –imagen opuesta del Edén- se convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso… Donde el pecado es vencido, donde se reestablece la armonía del hombre con Dios, se produce la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser lugar de paz.”

De esta manera el árido desierto del corazón se vuelve el manantial que alegra la Ciudad de Dios, y aquí culminamos en el tercer gran pilar de la cuaresma, la misericordia o sea el Amor que se convierte en compasión, auxilio, ayuda y consuelo ante el dolor y la miseria humana. La Caridad hace florecer los desiertos más amargos del corazón. La Caridad como fruto del Espíritu Santo derramado en nosotros pero también fruto de nuestro deseo de amar y de nuestra salida cotidiana del egoísmo oscuro y cerrado. Es la Caridad la que realiza la vivificación del desierto en el nuevo Jardín de Dios. Y entonces la promesa es ya realidad: “Tornará su desierto en vergel, y su soledad en Paraíso del Señor” (Is 51, 3)
Nuestro agradecimiento al P. Marco Antonio Foschiatti, OP
Noviciado San Martín de Porres, Mar del Plata, Argentina.