lunes, 26 de octubre de 2009

P. Marco Antonio Foschiatti, O.P.: La realeza de Cristo


“Es necesario que Cristo reine…” (I Cor 15,25)
Con la solemnidad de Cristo Rey culminamos el año litúrgico, esa luminosa peregrinación en la fe y el amor, en donde la Iglesia nos enseña el “sublime conocimiento de Cristo Jesús” (Flp 3, 8) , un conocimiento por su Palabra de Vida actualizada en la liturgia. Conocimiento de Corazón a corazón en el Sacramento del Amor en donde actualizamos y somos incorporados y configurados con todo el Misterio de Cristo. El año litúrgico nos permite sumergirnos en los Misterios de Cristo para poder hacer de ellos nuestros Misterios, en el conocimiento interno que busca apropiarse de sus sentimientos: todo el año litúrgico nos permite conocer lo que hay en Cristo Jesús. (cfr Flp 2, 5)
La Fiesta de Cristo Rey es como el broche de oro y el compendio de toda la vida de Jesús. Todo su Misterio es Realeza, así lo contempla la liturgia: desde el anuncio del ángel a María y el deseo de todas las naciones que tienden al Rey prometido, pasando por el pesebre y los dones regios de los magos, hasta llegar al Misterio real por excelencia que es “su Hora”, la hora del Siervo que se abaja, que es coronado de espinas, que proclama la Verdad de su realeza ante Pilatos, que atrae a todo el cosmos hacia sí desde su Trono de gracia y amor en la Cruz. “Regnavit a ligno Deus” nuestro Dios reinará salvando desde el patíbulo. El mensaje del Reino no es algo accesorio en Jesús, sino que el Reino es El mismo: Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz, como lo canta hoy el prefacio. “Jesús es el Reino de Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros, y a través del cual podemos tocar a Dios, acercarnos a Dios. Donde esto acontece, el mundo se salva” (Joseph Ratzinger)
La Realeza de Jesús no sólo sintetiza su vida desde el pesebre hasta la cruz sino que nos permite abrirnos a la esperanza gozosa de su última venida, hacia el “Aleluya” sin fin de las Bodas del Cordero. Contemplar a Cristo Rey nos abre a la serena esperanza de que “Dios no fracasa” y de que la última palabra de nuestra historia, nuestra tan triste y desolada historia humana, no culmina en el vacío sino en el triunfo del Amor. Ese triunfo silencioso que brota del Rey Crucificado y que quiere envolver en su luz y gracia a toda la realidad humana: lo más hondo del corazón, la familia, la cultura, el sano esparcimiento, la política.
Todo aquel que trabaja en la búsqueda de la Verdad y del Amor, en la búsqueda de humanizar, iluminar y sanear este mundo, está trabajando para que Cristo reine…ya que sólo donde Cristo Reina el rostro del hombre puede ser curado de tantas lepras que deforman su dignidad de imagen de Dios y representante suyo, lugarteniente suyo en la creación. Sólo Jesucristo acogido, escuchado y vivido, celebrado y adorado puede devolver al hombre la plenitud de su sentido y de su esperanza, sólo Jesucristo corona al hombre de gloria y dignidad. Sólo donde reina Jesucristo florece el “Evangelio de la Vida” y el amor humano se convierte en hermoso, sólo donde reina Jesucristo el trabajo es cooperación con el Creador, es desarrollo de los dones de Dios hasta trasformarlos en Eucaristía: el mundo ofrecido en Jesús Rey como oblación de Amor al Padre. Ser cristiano significa que debo ser instrumento vivo de su Realeza, que debo orar cada día por la venida de su Reino y que mi amor lo debe seguir a El, al Rey Eterno, en el humilde ofrecimiento de llevar la cruz cotidiana siguiendo sus pasos. Los seguidores del Rey “aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que éste es poco para este Rey. Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien:¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse.” (Benedicto XVI)
Cristo reina en la Cruz desde la entrega humilde y obediente de su vida, de esa manera nos enseña el camino de su Divina Realeza: “Lo veo Crucificado y lo llamo Rey” (San Cirilo de Alejandría)

Cristo es el Rey-Pastor, el Rey-Cordero, el Siervo Rey: es la perspectiva de la profecía de Ezequiel: Dios mismo, en su Hijo amado, viene a buscar a sus ovejitas perdidas, heridas, viene a cargar sobre sí el destino de ellas, viene a cargar sobre sí a sus ovejas llevando en sus hombros heridos la realeza de la Cruz. El báculo de la Cruz es el cayado que sosiega, por medio de las cuales las defiende, las guía, las cura y las hace apacentar en las aguas frescas que brotan “del pecho de su amor muy lastimado” (San Juan de la Cruz Poema del Pastorcito).
Cristo Rey es el Pastor Bueno y hermoso, es el Pastor de la misericordia que no sólo busca, dirige y guía a sus ovejitas-todos ellos verbos regios- sino que como único Rey verdadero nos representa en la Cruz ante el Padre incluyéndonos en su obediencia amorosa, ante el abismo de la muerte, la peor de las muertes. Cristo Rey es, en la solidaridad de su abajamiento, el Buen Pastor que desciende hasta los abismos más hondos para llamarme y encontrarme y cargarme con amor. En la acción de cargar sobre sí a la oveja herida, toda la humanidad pecadora y en esa humanidad a mí mismo que soy ante su amor único, el Pastor Rey, el Rey amado y hermoso, el Rey que con sus silbos me despierta a mí dormido en el pecado, es Aquel que por su oveja se deja traspasar, herir, es Aquel que voluntariamente se adelanta a la muerte para destruirla con su Muerte redentora de Amor. El Rey Pastor se nos hace Cordero Inmolado, Cordero Inocente que quita y lleva sobre sí todo el peso del mundo. Es el Rey y es el Siervo sufriente: “En cuanto Rey es Siervo, y en cuanto Siervo de Dios es Rey. Su crucifixión es Realeza, su Realeza es el Don de Sí mismo a los hombres” (Joseph Ratzinger)
De esa manera hace suyo el universo por doble título: todo fue creado por El y para El. Todo es recreado, redimido y conquistado por El, en El y para El. Por eso la Iglesia exclama gozosa ante su Pastor Rey, ante el Cordero Inmolado que nos compra con su Sangre: “somos suyos a El pertenecemos, somos su Pueblo y ovejas de su rebaño”

El Rey es el Justo Juez, Aquel que nos examinará en el Amor: El Evangelio de la solemnidad se puede sintetizar en las conocidas palabras del Doctor místico: “En la tarde de la vida te examinarán en el Amor”. En el ocaso de nuestras vidas y en el ocaso de la historia sólo permanecerá lo que se haya fundado en este Amor de Cristo. En primer lugar lo que nos asombra de este Evangelio es el Rey amado y hermoso que se abaja, nuevamente el tema de la Realeza como Servicio, como lavar los pies, pero este abajamiento es identificación. El Hijo de Dios en su encarnación, en su consagración regia en el seno de María, cuando es el heredero de todas las naciones y de todo el cosmos (cfr Salmo 2) realiza el principal acto de su realeza que es el unirse con todo hombre y su destino. El Hijo de Dios en su encarnación se ha unido a todo hombre (cfr Gaudium et Spes 22), pero su Rostro real resplandece sobre todo en el hambriento no sólo de pan, sino de verdad, de consuelo, de presencia, en síntesis del amor de Dios; en el enfermo, en el despreciado, en el forastero, en el aprisionado en tantos sistemas injustos e inhumanos: ¡hay mayor inhumanidad que tratar de quitar al hombre su vocación a ser hijo de Dios!. Estos hermanos pequeños, necesitados, solos e indefensos, estos hermanos sedientos y hambrientos de un sentido, de una esperanza, de un gesto de ternura son Sacramentos del Rey. En ellos Cristo Rey espera el vaso de agua fresca de nuestro amor. En ellos tiene sed de nuestro amor.
En la tarde del mundo sólo queda el amor…síntesis del mensaje salvador del Rey, el móvil y el fin de toda la obra de la salvación. Aunque Rey glorioso, Jesús no se olvida que se ha hecho nuestro hermano; se eleva en su Trono en el Seno del Padre y se abaja no sólo para mirar al pobre y al humilde sino para hacerse pobre y humilde. “Por esto la Caridad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno”. (San Ignacio de Loyola) Allí en la Caridad, en el saber “ver” el Rostro sufriente pero regio de Jesús y en el adelantarnos para servirlo está la clave, la fuerza transformadora para que, en esta triste sociedad laicista y fríamente consumista, se reconozca el Reinado de Cristo que como germen oculto, silencioso pero vivificante, pueda transformar los agostados desiertos de este mundo en un anticipo del Jardín de Dios. Donde se vive y se entrega esta caridad regia todo florece.
Esta Transformación comienza en el propio corazón, en la conversión profunda de criterios, de mentalidad, se trata de conocerlo y seguirlo a El. Dejemos que en nuestra vida se realice, por la gracia, el triunfo de Su Amor. Por esto digamos al Pastor Bueno y Hermoso, al Rey hecho Siervo por Amor, al Justo Juez que me espera en sus pobres: “Tuyos somos y tuyos queremos ser, y para vivir más estrechamente unidos a Ti, hoy renovamos nuestra consagración a Tu Sagrado Corazón…” (Consagración a Cristo Rey promulgada por Pío XI)

P. Marco Antonio OP